Las tumbas de los nuestros

Dentro de dos días, el 16 de diciembre, se cumplirá el setenta aniversario de la batalla de las Ardenas. Se cuenta que esa noche de 1944 un oficial norteamericano llamó a primera línea. En su despacho había informes que advertían de movimientos enemigos. Un recluta se puso al aparato. “No, el frente alemán está tranquilo”, informó el joven soldado, y continuó: “Bueno, ahora se está iluminando con unas lucecit…”. Las “lucecitas” eran el bombardeo preliminar alemán, una ofensiva tan inútil como absurda que se saldaría con más de cien mil muertos de ambos bandos, la mayoría muy jóvenes.

Es muy posible que Luxemburgo sea uno de los últimos países en que pensaríamos como destino turístico. Y una vez allí el último lugar que se nos ocurriría visitar sería sus cementerios. Y sin embargo, pocos sitios pueden ser tan emotivos como el cementerio militar americano y el alemán, donde reposan las víctimas de la batalla de las Ardenas. ¿Cómo enterramos a nuestros muertos? Hay cementerios que no hablan tanto de la muerte como de nuestra concepción de la vida.

Las tumbas de los nuestrosEl cementerio norteamericano es mucho más que un camposanto. Todo en él está organizado para publicitar, y sublimar, el sacrificio de América por la libertad de Europa. Y lo cierto es que el espacio, la arquitectura, incluso los colores, son de una eficacia deslumbrante. Nos recibe un rotundo monolito gris, cuya única función es mostrarnos un gigantesco mapa del avance americano en la Segunda Guerra Mundial, desde el desembarco en Normandía hasta Alemania. Inmediatamente detrás del monolito se nos aparece un inmenso prado verde, de césped cuidadísimo, en el que destacan hileras y más hileras de cruces blancas en un exacto, riguroso orden geométrico. Es imposible pasear entre esos mármoles blancos sin conmoverse. En cada cruz se inscribe el nombre del difunto, el estado americano natal y la fecha de la muerte. Oregón, Kansas, Nueva York. Hay algo trágico en el hecho de aunar tantos orígenes distintos en un reposo común. Y aquí nada es casual: el cementerio también está diseñado como vacuna de antisemitismo: los muertos de religión judía lucen la estrella de David en vez de la cruz. Y no están agrupados, sino esparcidos aquí y allá, como unos soldados más, y no son pocos, desmintiendo la mala fama de emboscados. Por encima de todo hay un detalle que sublima el orden del cementerio: la tumba del general Patton. Un rectángulo nítido, tan sólo guardado por una fina cadenita. Lo grandilocuente no está en la pompa, sino en la ubicación: George Patton reposa en lo alto de un suave desnivel, ante miles de tumbas de soldados en semicírculo. Así, Patton pasará revista a sus hombres en formación por el resto de la eternidad. Casi pueden oírse clarines. Pregunto a un viejo jardinero si el cementerio recibe muchas visitas de familiares. “Años atrás sí, bastantes. Hoy en día muy pocas”. Y concluye: “América está muy lejos”. La distancia es el olvido, dijo el tango.

Hay algo de reconciliación histórica en el hecho de que el cementerio americano esté tan cerca del alemán. Y lo cierto es que los planificadores de este último no lo tenían fácil: ¿qué mensaje podría trasmitir la necrópolis de aquellos que murieron sirviendo al régimen más perverso jamás creado por el género humano? El cementerio americano hay que visitarlo un día soleado. El verde del césped, el blanco del mármol, la bandera americana en el mástil altísimo, reclaman atención y luminosidad. Son muertos orgullosos de ellos mismos, y como tales piden luz. En contraste, el cementerio alemán es recoleto y recatado; más que discreto, ensimismado; más que humilde, contrito. Las cruces son de piedra gris, y todo el espacio está salpicado de robustos árboles que cubren el suelo con sus hojas, de mil tonos marrones. En el cementerio americano apenas hay transición entre el dentro y el fuera; en el alemán, un espeso muro nos recuerda que accedemos a un ámbito especial. Pero una vez en su interior topamos con dos detalles que humanizan a los muertos alemanes hasta las lágrimas. El primero es que en cada cruz, a diferencia de las americanas, consta la fecha de nacimiento y de defunción. Así, descubrimos que muchos, muchísimos de los caídos ese diciembre de 1944 apenas tenían diecisiete años. Morir a los diecisiete años es un fraude; morir a los diecisiete, y por Hitler, una estafa y una aberración. La segunda gran diferencia es que Alemania está mucho más cerca de Luxemburgo que Estados Unidos. Los visitantes abundan. No sonríen, hablan poco. Al pie de muchas cruces han depositado flores, velas, en algunas aún flamean diminutas y trémulas lucecitas. E incluso han dejado escritos, también imágenes. En una tumba aparece esta frase: “La carne de cañón era un ser humano”. Y adjunta a ella una fotografía en blanco y negro de un hombre joven, muy joven, vestido de civil, sonriente, los ojos desbordantes de futuro. Se lo robaron.

Es propio de los humanos sepultar a sus seres queridos en un sitio que aprenden a amar; pero a veces, algunas veces, aprendemos a amar a los muertos por el sitio en que descansan. Cuando salgo del camposanto alemán leo una inscripción que a la entrada me pasó desapercibida: “Los cementerios militares son los mayores propagandistas de la paz”. Que así sea.

Albert Sánchez Piñol
, escritor y antropólogo.

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