Las utopías se realizan a veces

Hasta determinado momento —aproximadamente, en los años setenta del siglo XX—, el pensamiento y los hábitos de la izquierda eran, salvo pocas excepciones, hostiles a la imaginación utópica. El título de un folleto de Engels de cien años antes, Del socialismo utópico al socialismo científico, lo dice todo sobre esta clase de aversión a los devaneos del espíritu. Pero la desconfianza progresiva en el marxismo dio alas, y no siempre con efectos saludables, a las utopías y a lo utópico, que en muchos ambientes han llegado a tomarse, desde entonces, como la más alta expresión de lo crítico y lo emancipatorio —otros dos términos con los que habría que tener más cuidado del que se tiene— o, sin más, de lo decente.

Aunque no debería hacer falta decirlo, conviene apostillar que utopías las hay de todo tipo. Baste con evocar un libro importante, El capitalismo utópico, de Pierre Rosanvallon, para advertir que, antes de su éxito, el neoliberalismo fue también una utopía.

Las utopías constituyen un género literario casi siempre tedioso y, cuando llegan a ser coherentes, expresan doctrinas políticas de brocha gorda, enunciadas, sobre todo, para suscitar emociones muy básicas. Es cierto, sin embargo, que los adversarios de la utopía no son siempre gente recomendable. “Utópico” se usa, de hecho, como una maldición con la que espantar cualquier cosa que repugne al statu quo o al sentido común más filisteo. El resultado es que, si bien las utopías no merecen el prestigio que tienen, volverse antiutópico da un poco de grima cuando se piensa en las compañías que uno puede granjearse.

Es instructivo examinar lo que sucede cuando algo que empezó proponiéndose como un cuadro idealizado y poco verosímil, semejante a lo utópico, se vuelve realidad. Tal paso de la imaginación a la práctica se da, sin duda, en ocasiones. Ha ocurrido, por ejemplo, en esta interminable primavera de 2020 con la invasión de toda actividad humana por la comunicación digital. Naturalmente, el teletrabajo ya existía antes, pero la digitalización total de la vida era algo utópico en lo que sólo creían gentes muy fanáticas y, sobre todo, muy aburridas, que no cesaban de pontificar contra los libros y los periódicos de papel y para las que el no tener que salir de casa —salvo con fines recreativos y turísticos— era el mayor progreso que podía acontecer.

A la utopía digital la ha hecho realidad una pandemia, y lo trágico del caso no ayuda mucho a multiplicar el entusiasmo por esta imprevista realización. Ahora resulta que salir de casa es una práctica deseable, que la conexión perpetua al ordenador o a otros aparatos embota la mente, maltrata la espalda y no es bueno del todo para la vista, que la enseñanza por vía digital no es la solución de las desigualdades sociales, sino más bien al contrario, y que no motiva a enseñantes y escolares, sino que los desquicia. Se descubre también que en una familia media hace falta un número de ordenadores —todo un parque digital— mayor de lo que se suponía, y que estas cosas cuestan dinero.

Que no hubiera que pagar por el periódico, los libros, las películas y los discos —y que los autores de tales productos se arruinaran, en beneficio de los fabricantes de ordenadores— era toda una utopía en vías de realización, con cuyas bondades muchas personas daban constantemente la tabarra. Quienes gastábamos en estas cosas éramos, según esa monserga, unos dinosaurios inadaptados, condenados a la extinción. Es verdad que ellos derrochaban sin límite en aparatos cada vez más variados, los cuales se quedaban obsoletos enseguida, pero esos inmoderados dispendios gozaban de toda clase de bendiciones, lo que se debía, más que a la utilidad de los dispositivos, a que eran señal de adaptación a los tiempos: todo un tributo exigido por éstos.

La utopía digital, se decía, estaba a la vuelta de la esquina o había empezado ya. No se sabía si era digna de aprecio por sus virtudes, por su condición inevitable o por ambas razones. Lo que no se sospechó nunca es que tal utopía se cumpliría en las circunstancias en que lo ha hecho. Es difícil imaginar qué haremos con nuestro parque electrónico casero cuando esto termine. Sin duda, no lo tiraremos a la basura —salvo lo que sucumba a la obsolescencia programada, que siempre será mucho—, pero estoy seguro de que tampoco lo miraremos con gratitud, y me atrevo a suponer que no pocas veces nos resultará odioso. Aunque olvidemos la pandemia, nuestro inconsciente mirará durante mucho tiempo como signo de mal agüero las reuniones, clases, conversaciones, conferencias y gestiones online, de las que huiremos, literalmente, como de la peste. Justo será que así ocurra, porque la utopía digital fue siempre pueril, tediosa y siniestra, y acallaba toda voz discrepante con una arrogancia que debería recibir su merecido alguna vez.

Antonio Valdecantos es catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III.

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