Las uvas de la ira

Lázaro nació, según él, dentro del río Tormes, en un molino de agua que el padre regentaba antes de que le achacaran unas sangrías mal hechas en los costales de quienes iban a moler a la aceña; tanto como decir que se quedaba a hurtadillas con parte de la molienda. Fue preso, confeso, desterrado y muerto en una armada contra los moros. Su madre se mudó a Salamanca donde conoció a un cuidador de caballos que les proveía de pan, pedazos de carne yen invierno leños y le dio a Lázaro un hermano, un negrito muy bonito que huía de su propio padre asustado por el color de la piel. Cuántos debe haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos, pensó Lázaro. Con la edad perdemos la inocencia de vernos tal cual somos: ni nos asustamos de nosotros mismos ni sabemos del temor de Dios, si es que son cosas distintas. Resultó que el cuidador también hurtaba la mitad por medio de la cebada que para las bestias le daban y, cuando no tenía otra cosa, les birlaba las herraduras. El Lazarillo comprendía: no nos maravillemos de un clérigo ni de un fraile porque el uno hurta de los pobres y el otro de casa para sus devotas y para ayuda de otro tanto, cuando a un pobre esclavo el a mor le animaba a esto. Así que el amante fue azotado y pringado, derritiéndole tocino a fuego sobre las muescas de los latigazos. La novela picaresca nació de contar la verdad de aquella Castilla extrema con el desparpajo justo para merecer la sonrisa de la época y la admiración de las venideras. Siempre ha sido eficaz mostrar los defectos en un espejo deformado. Valle Inclán: los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente de formada. España esuna de formación grotesca de la civilización europea. Max Estrella lo declamaba en Luces de Bohemia usando como espejo el fondo de un vaso de vino escanciado en su cráneo estupendo. Era la España cóncava del Greco, Goya y Picasso, el temblor de la fiesta delos toros de Don Estrafalario y los pasos dolientes de la Santa Compaña. Hoy, sin cristal que deforme las imágenes bárbaras, nos asola una esperpéntica coincidencia de paro y corrupción.

Fue por entonces cuando la madre de Lázaro aceptó confiarlo a un ciego, metáfora de quien, sin aparentarlo, conoce las emboscadas de la vida: siendo ciego me alumbró y adiestró en la carrera de vivir. La carrera de vivir o morir, deprisa, viendo sin ver. Como cuando el ciego le ofrece a su pupilo compartir un racimo de uvas. Para que el reparto fuera equitativo cada uno debía picar una uva de cada vez, pero sucedió de otro modo: Lázaro, engañado me has. Juraré yo a Dios que has tú comido las uvas tres a tres. Lázaro no comprende la sagacidad hasta que el ciego le explica: ¿Sabes en qué veo que las comiste tres a tres? En que comía yo dos a dos y callabas.

La gramática de la corrupción. El juego de espejos que multiplica el engaño, hoy por ti, mañana por mí, corruptores y corrompidos de la mano. En unas páginas, el molinero sangraba las sacas con la molienda, el cuidador de bestias las desherraba, el clérigo hurtaba a los pobres y todos callaban. Una dinámica extractiva capaz de arruinar un país, económica y moralmente. La justicia, irracional como un aguacero, alcanzaba según a quiénes: Don Quijote liberó a los galeotes porque, escuchándolos, encontraba más justo que anduvieran libres que no encadenados. Le parecía que la justicia era venganza cuando se impartía en frío –siempre– mientras que la compasión mueve a la libertad y al perdón. Otro pícaro, Guzmán de Alfarache, giraba en un mundo donde la corrupción perpetuaba la pobreza y ésta la corrupción: a los pobretos como nosotros, la lechona nos pare gozques, y más en causas criminales, donde la calle de la justicia es ancha y larga. Puede con mucha facilidad ir el juez por donde quisiere, ya por la una o por la otra acera o echar por medio; puede francamente alargar el brazo y dar la mano, y aún de manera que se les quede lo que le pusiéredes en ella. Pongamos que no son jueces quienes extienden la mano y tiran por la calle de en medio. Una colección de sobrevivientes con el ingenio y la honra mal repartidos.

Quinientos años no son nada. ¿Nos imaginamos qué harían las frases punzantes de Fernando de Rojas, Cervantes, Mateo Alemán, Quevedo, con los personajes que hoy pueblan las páginas de los periódicos? En su lugar, izamos redes llenas de palabras vacías. Lo singular de esta España del siglo XXI, si es que hay algo singular en la Europa estrellada del sur, no es tanto la corrupción como su granularidad expansiva, la tolerancia social y, demasiadas veces, la impunidad de los corruptos. Claro que esa tolerancia cambia a veces súbitamente y se ven con las vergüenzas al aire, como el rey desnudo del cuento, quienes hacían lo que todos y no pasaba nada: trasegar facturas y solares, usar de la posición pública para fines privados, tomar prestado para no devolverlo a menos que un milagro, pero por qué no un milagro, y defraudar o eludir impuestos mediante artificios fiscales que únicamente sirven a los poderosos. Mientras tanto, no quedan medios suficientes para juzgados, escuelas, hospitales, desempleo, pensiones y los intereses de la deuda. ¿Cuántos de esos cambios de tolerancia social hemos conocido en los últimos años para que nada cambie en el fondo? Sólo unos poquísimos han pagado y no hay políticos condenados –penal, civil o socialmente– por malgastar el dinero de todos hasta casi la ruina colectiva. ¿Por qué fingimos no contar las uvas que desaparecen ante nuestros ojos?

Es curioso que la corrupción en abstracto se perciba como uno de los grandes problemas de nuestra sociedad y, en cambio, toleremos las corrupciones concretas del ciego y el lazarillo que comen en el plato de al lado. Hay cientos de imputados que siguen en sus responsabilidades públicas aferrados al clavo ardiendo de la presunción de inocencia, que está para otros menesteres, y la sociedad los soporta –si son de los suyos–, los critica –si son contrarios– o los ignora. La solución no puede estar en endurecer el Código penal de un país con una tasa de población reclusa –tantos galeotes encadenados– que dobla la media europea; o en adiestrar jueces y fiscales anticorrupción, que el Caballero de la Triste Figura nos ampare. La solución empieza dentro de cada uno, interiorizando las reglas de juego del Estado de Derecho y cumpliendo voluntariamente los deberes que imponen las leyes y el común sentido de la responsabilidad sin esperar a la coacción de una sentencia. Y continúa exigiendo otro tanto de nuestros mandatarios y de unas instituciones sometidas a recortes inteligentes y no indiscriminados. Para todos: más transparencia y mejor educación. No hay lugar para debates acerca de religiones y ciudadanías, catalán y castellano, galgos o podencos, cuando falta tanto para ofrecer una formación en ciencias, humanidades, competencias profesionales y valores cívicos que nos acerque a los mejores. Y también mayor equilibrio en la cada vez más hiriente distribución de los recursos. El hambre en el vientre de los hijos ahuyenta el miedo de los padres, decía Steinbeck en Las uvas de la ira tras el crash de 1929, otra novela lúcida donde reconocer el impacto moral del falso paraíso prometido a los desahuciados. Porque sin un mínimo de igualdad la dignidad enferma, la corrupción se reproduce y no hay libertades que valgan.

Antonio Hernández-Gil, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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