Las verdades del Assimil

Antes de ser representada en el Teatro de La Huchette en París, La cantante calva, primera obra teatral del autor rumano Eugène Ionesco, había sido recibida con murmullos en la fecha de su presentación sobre el escenario del Teatro de los Noctámbulos, en 1950. La desaprobación inicial del público resultaba llamativa, puesto que, en una primera y rápida impresión, la obra de Ionesco no llevaba su desafío hasta los extremos pirotécnicos de las vanguardias, ya por entonces domesticadas y en gran parte incorporadas al canon artístico. En realidad, los espectadores de una gran capital europea, quizá la gran capital cultural del momento, tenían que estar avisados de que, en medio de una efervescencia artística e iconoclasta como la que se vivía entonces, era posible imaginar que tarde o temprano llegase a las tablas una obra cuyo título hiciese referencia a un personaje que no aparece en escena ni es relevante para su desarrollo, y en la que, además, los parlamentos se compusieran de frases intrascendentes aunque incontestables, como que la semana tiene siete días o que el suelo está abajo y el techo, arriba. Considerada como teatro del absurdo, La cantante calva enfrentaba a una inexplicable paradoja: el absurdo estaba construido con rotundas, triviales evidencias.

Por lo general, la crítica artística -la literaria o la teatral en este caso- suele adoptar, de forma consciente o inconsciente, uno de dos horizontes posibles, que sirven de referencia última para llevar a cabo su función. O bien se propone explicar la anomalía, la obra que salta por encima de las convenciones formales o ideológicas consagradas en un determinado momento, o bien se inclina por determinar en qué medida, con qué grado de fidelidad, recurriendo a qué artificios, una concreta creación realiza el ideal de lo que se estima que debe ser el arte. Frente a La cantante calva, esta modalidad de la crítica, pertrechada de regla y compás, la despreció como una extravagancia gratuita e insolvente: salvo por el hecho de tratarse de un diálogo escrito para ser representado sobre un escenario, Ionesco había ignorado cualquier recurso propio del género y, por consiguiente, cualquier parecido de La cantante calva con el teatro era pura coincidencia. Pero la sorpresa procedió del otro lado, de la crítica que, en apariencia al menos, había adoptado el horizonte alternativo. Nada de extravagancias por parte del autor rumano, la intención de La cantante calva era a su juicio manifiesta: lo que representaba era una parodia demoledora de la burguesía y de sus gustos teatrales, un retrato bufo aunque sin concesiones de la inanidad de su vida cotidiana.

Pasaron algunos años antes de que Ionesco se pronunciase, aunque muchos más para que pudiera ser comprendido. Tal vez por pudor no contestó a las críticas adversas y sumarísimas; sí lo hizo, en cambio, con las que contribuyeron al éxito de La cantante calva, hasta convertirla en una pieza de referencia, en un texto clásico. Admitió que, en efecto, la parodia de la burguesía era una interpretación posible, a la que no estaba en condiciones de oponerse. Pero las claves de la composición de la obra, la desconcertante tosquedad de los materiales que había utilizado, sugerían que Ionesco la redactó, si no con otros propósitos -algo difícil de sostener tratándose de una auténtica creación literaria-, sí bajo el oscuro impulso de otros estímulos. El origen inmediato de La cantante calva, según la confesión de su autor, no fue otro que un manual de conversación franco-inglés para uso de principiantes, un intrascendente ejemplar del método de aprendizaje Assimil. El matrimonio Smith y el matrimonio Martin estaban tomados directamente de sus páginas, lo mismo que buena parte de los diálogos que mantienen, y a los que se suma un singular capitán de bomberos ya mediada la obra. Junto a un reloj que da las nueve a cualquier hora, ése será el elenco completo de los personajes: ninguna cantante, ni calva ni con melena.

Si La cantante calva no fuera más que el plagio deliberado de un manual para aprender lenguas, Ionesco habría perpetrado un monumental bromazo. Pero su genio de escritor le llevó a incorporar al texto una inesperada vuelta de tuerca, que es donde reside el valor universal de la obra. A medida que avanzaba aplicadamente en su aprendizaje del inglés, copiando y recopiando en un cuaderno diálogos envarados, Ionesco creyó advertir que aquellas afirmaciones en apariencia intrascendentes -la semana tiene siete días, el suelo está abajo y el techo, arriba- "no eran simples frases inglesas en su traducción inglesa, sino verdades fundamentales, comprobaciones profundas". En definitiva, evidencias reveladas por un estereotipado manual de conversación que, de pronto, parecían dignas de ser proclamadas a voz en grito porque, según le pareció al escritor en un primer impulso, "es bueno recordar a nuestros semejantes cosas que pueden olvidar, de las cuales no tienen suficiente conciencia". La cantante calva, que Ionesco pensaba todavía titular La hora inglesa, en honor del caprichoso reloj que aparece en el escenario, surge así de una intención didáctica, de una auténtica intención didáctica, en la que si algo hay de singular, incluso de excéntrico, es el hecho de que no se propone mostrar la importancia de los grandes principios del saber o de la moral, sino de las modestas evidencias cotidianas.

A juzgar por las confesiones del propio Ionesco, el conflicto que incorpora entonces a la obra es el mismo que él experimentó cuando, repasando al cabo de cierto tiempo las frases copiadas en el cuaderno, aquellas "verdades fundamentales" y aquellas "comprobaciones profundas", descubre que "habían cobrado vida propia, que se habían corrompido, desnaturalizado". El mundo ordenado e incontestable que reflejaba el manual a través de la conversación de los Smith y de los Martin sufre a sus ojos una convulsión de tal naturaleza que "las verdades elementales y sensatas que ellos enunciaban, una a continuación de la otra, se habían vuelto descabelladas, el lenguaje se había desarticulado y los personajes, descompuesto". En medio de este sonámbulo e inesperado estado de cosas, prosigue Ionesco, "la palabra, absurda, se había vaciado de contenido y todo acababa en una pelea cuyos motivos era imposible conocer, pues mis héroes se arrojaban no ya réplicas, ni siquiera fragmentos de oraciones o de vocablos, sino sílabas, o consonantes, ¡incluso vocales!" Ni extravagancia gratuita e insolvente ni parodia demoledora de la burguesía y de sus gustos teatrales: para Ionesco, La cantante calva reflejaba "una suerte de desmoronamiento de la realidad", en concreto, ese desmoronamiento que se produce cuando las palabras, tanto las más juiciosas como las más gruesas, dejan de tener significado y provocan un género de conflicto irresoluble frente al que sólo pudo experimentar "un verdadero malestar, vértigo, náusea".

Esta explicación de Ionesco, ofrecida en un ciclo de conferencias que impartió en Italia diez años después de redactar la obra, se tuvo por una nueva extravagancia, y así ha permanecido desde entonces en algunos ámbitos críticos y entre no pocos lectores. Al margen del rechazo hacia una literatura singular, que no se ajusta a los modelos corrientes, quizá los obstáculos que ha encontrado el trabajo de Ionesco para ser comprendido, en particular La cantante calva, derivan del hecho de que, precisamente por su clasificación dentro del teatro del absurdo, se trata de textos en los que resulta difícil aprehender el contexto. De esta manera, una de las claves para advertir la dimensión de Ionesco no llegó hasta 1996, cuando se editó por vez primera el diario de uno de sus amigos de juventud, el novelista Mihail Sebastian. La versión española corrió a cargo de Joaquín Garrigós, cuyas traducciones de autores rumanos han permitido conocer en España una literatura a la que, tal vez, no se le ha prestado la atención que merece. Sebastian, muerto en 1945 a consecuencia de un estúpido accidente de tráfico, describe el clima de opresión y de asfixia que se vive en Bucarest durante el Gobierno del mariscal Antonescu, quien se coloca junto a las potencias del Eje. Sebastian, judío, deja constancia de las sucesivas deserciones en su grupo de amigos, entre los que se encuentran Mircea Eliade y Emile Ciorán, quienes acaban abrazando una variante del ideal nacional-socialista en la que, entre otras cosas, se reconoce la existencia de un "problema judío". Tan sólo uno le mantiene el apoyo político y humano, quizá porque se siente tan amenazado como él: el futuro dramaturgo Eugène Ionesco. Ambos están de acuerdo en la idea de que las amenazas que recibe Rumania por parte de la Unión Soviética al iniciarse las hostilidades no deben ser contrarrestadas mediante una alianza con Alemania. Dicho en otros términos: que la alternativa entre dos males es saducea y que, por lo tanto, no es obligatorio elegir entre sus términos sino denunciar la alternativa.

Sebastian relata en su diario la rabia de Ionesco contra los discursos de Hitler radiados en Rumania, y su creciente obsesión por emigrar. Lo que Sebastian no puede conocer debido a su temprana muerte es la decepción de Ionesco al llegar a París y vivir allí la posguerra. Por un lado, sus antiguos amigos pueden gozar de un renovado prestigio sin que importen demasiado las acciones pasadas. Por otro, la intelectualidad francesa, y con ella buena parte de la europea, defiende la necesidad de hacer lo contrario de Eliade y Ciorán: tomar partido por la Unión Soviética, ahora que Rumania se había convertido en uno de sus satélites. No es difícil suponer que Ionesco experimentase entonces esa "suerte de desmoronamiento de la realidad" del que surge La cantante calva; no es difícil entender su imperiosa necesidad de recuperar "verdades fundamentales, comprobaciones profundas" ni de "recordar a nuestros semejantes cosas que pueden olvidar, de las cuales no tienen suficiente conciencia". Su impresión debió de ser, sin duda, la de que el mundo daba vueltas alrededor del absurdo, de que marchaba en círculo, y de ahí que hiciera decir al señor Smith, uno de los personajes de La cantante calva, la frase que, bajo la apariencia, en efecto, de un bromazo, esconde "un verdadero malestar, vértigo, náusea": "Tomen un círculo, acarícienlo, y se hará un círculo vicioso".

Por descontado, el método Assimil existe en la mayor parte de las lenguas, y sigue empleándose en nuestros días.

José María Ridao