Las vidas negras importan

Podremos afirmar, sin lugar a dudas, que el siglo XXI comenzó en 2020. De hecho, este fue el año en que cristalizó un movimiento que logró hacer palpable, legible y visible la profunda división en la humanidad que la Europa del siglo XV estableció entre las vidas que importan y las vidas que no importan. Y la frase Black Lives Matter (Las vidas de los negros importan, que tres jóvenes queer afroamericanas, Patrisse Cullors, Alicia Garza y Opal Tometi, propusieron en 2013 después del asesinato en Estados Unidos de un joven negro, Trayvon Martin) es la que ha dado a este movimiento toda su amplitud, acabando de raíz con siglos de normalización del racismo antinegro. Y detrás de esta consigna, cientos de miles de personas, desde Japón hasta Alemania, pasando por Australia, Inglaterra, Estados Unidos y Francia, marcharon en junio de 2020 tras el linchamiento público de Georges Floyd en Minneapolis.

Que estas protestas tuvieran lugar antes de que hubiese terminado el confinamiento debido a la pandemia de covid-19 demuestra que algo ha cambiado. Decir que las vidas negras importan equivale a decir que cuando las vidas negras importen, todas las vidas importarán, y más aún, cuando las vidas de las mujeres negras importen, las vidas de todas las mujeres importarán. Porque, históricamente, las vidas negras se han presentado como desechables, como explotables y exprimibles hasta la muerte.

En todo el mundo, los negros son el blanco de un racismo asesino. Tampoco es casualidad que estas protestas, que se basan en años de concienciación, hayan tenido lugar durante la pandemia. De hecho, esta última ha revelado, más visiblemente que nunca, las profundas desigualdades raciales/sociales y de género que hacen que algunos grupos sean más vulnerables a una muerte prematura. El racismo mata. Ya sea la mayor tasa de mortalidad entre las minorías (en Francia, Brasil, Estados Unidos) o entre las comunidades más oprimidas (la India), la problemática situación del sistema hospitalario en los países europeos, la exposición al virus de las personas víctimas del racismo cuyos trabajos son esenciales para el funcionamiento de la sociedad, pero que tenían que trabajar sin protección, el hecho de que los Gobiernos hayan elegido la economía antes que la sanidad pública... todo esto ha revelado la profunda división racial que, desde hace siglos, ha dividido en dos a la humanidad; una división a la que hay que añadir la discriminación por género, edad, clase y religión. Sin embargo, a pesar de estos hechos, muchos siguen negando la existencia de esta división. Sin este reconocimiento, sin las reparaciones que se derivan de él, no habrá justicia, ni igualdad, ni humanidad plena.

Mientras las vidas negras se conciban como vidas “de más”, cuya muerte prematura no es llorada como cualquier otra muerte, no habremos salido de la historia mortífera inaugurada por la esclavitud colonial.

No obstante, Europa se resiste a ese reconocimiento y a esas reparaciones. Pero Europa se enriqueció con la deportación y la explotación de millones de africanos en las colonias españolas, portuguesas, francesas, inglesas y holandesas, y Europa impuso su ley, una ley racial, a costa de genocidios, masacres, robos, saqueos y destrucción. Las vidas negras son vidas que Europa, que se construyó como blanca, cristiana y de una civilización superior, considera objetos para traficar, vender, comprar, torturar y asesinar con total legalidad e impunidad.

El régimen colonial que sucedió a la esclavitud no fue menos feroz. Todavía hoy, Europa vive de la explotación del trabajo de los migrantes y las minorías. Cuando se acusa de borrar la historia a quienes exigen una descolonización del espacio público derribando estatuas de criminales, se puede ver hasta qué punto cualquier narrativa nacional sigue siendo la narrativa de la dominación, la conquista y el poder de humillar. Porque ¿de qué “historia” hablan las estatuas de hombres que son el resultado de elecciones políticas, y no de decisiones colectivas y democráticas? Esas estatuas están ahí para imponer una narrativa y una estética masculinistas, en ciudades que fueron construidas para hombres blancos y ricos, ciudades inhóspitas para las mujeres, los migrantes, las personas sin hogar, los vulnerables, los homosexuales, los queer. La descolonización del espacio público hará que las ciudades sean habitables para todos.

El grito “No puedo respirar” que denuncia la violencia policial, también muestra que la atmósfera se ha vuelto literalmente irrespirable. El racismo antinegro gangrena las sociedades, nunca es la expresión de una opinión, acompaña a los “descubrimientos”, y está en la base de las estructuras e instituciones con las que aún vivimos.

Françoise Vergès es politóloga, especialista en Historia Colonial. Su último libro es Un féminisme décolonial (La Fabrique Éditions, 2019). Traducción de News Clips.

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