Latín de verano

Tuve la mala suerte de nacer en el seno de una secta protestante cuyo culto ignoraba de manera contundente el latín. El latín era de católicos, de la misa, del Vaticano, de los falsos cristianos con su Papa, su clero célibe, su transubstanciación, su nefasto sistema de confesión oral, su Virgen María, sus indulgencias, sus bulas, sus conventos... Nosotros, que nos considerábamos los auténticos siervos de Jesús, lo rechazábamos, remitiéndonos exclusivamente a la famosa versión inglesa de la Biblia conocida como del rey Jaime (The authorised king James version), ejecutada en el siglo XVII y reputada uno de los mayores monumentos del idioma.

Víctima de tal estulticia, terminé mis estudios universitarios sin haber abierto jamás la Biblia Vulgata. Y tardé unas décadas más en darme cuenta del grave perjuicio que había supuesto para mi formación cultural la exclusión de aquel latín eclesiástico sin el cual no se entiende nada de nuestro entorno. Exclusión que hoy atañe, irónicamente, a toda la cristiandad al haber cometido la Iglesia el -a mi juicio- inmenso, por no decir imperdonable, error de suprimir el latín en la misa y así contribuir al desconocimiento del idioma universal que hoy caracteriza a nuestros jóvenes.

Universal, sí, ¿cómo ponerlo en tela de juicio? No puedo olvidar mi lectura, todavía adolescente, de un libro del autor anglofrancés Hilaire Belloc, El camino de Roma (The path to Rome). Libro que no he vuelto a ver desde entonces, aunque por internet me entero de que se sigue reeditando. No se trataba del camino hacia la verdad católica, sino de un viaje real -un peregrinaje-emprendido, a pie, por llanos y montes, desde el este de Francia (Belfort, si no me equivoco) hasta la ciudad eterna. Lo que recuerdo en especial es el elogio que se hace allí de la misa latina, de la misa que entonces se podía oír igual en el pueblo más insignificante de cualquier país de Europa -Belloc era un gran europeísta- que en la propia catedral de San Pedro. Eso sí que era universalidad y, para los creyentes, un consuelo y un orgullo. De ello sabía mucho James Joyce, cuya deuda para con el latín de la Iglesia queda plasmada en la primera página del Ulises, con la parodia de la misa que corre a cuenta de Buck Mulligan («Introibo ad altare Dei...»).

EL LATÍN CLÁSICO era otra cosa... una pesadumbre para alumnos y profesores. ¿Cómo diablos hacer grato a los jóvenes el complejo idioma de Virgilio y Horacio, cómo convencerles de la importancia, necesidad u obligación de saber de nominativos y ablativos, declinaciones, verbos deponentes y gerundios? ¿Cómo ayudarles a sortear tanta dificultad gramatical? Un amigo mío tenía la respuesta: habría que cambiar el sistema de cabo a rabo y empezar con una mezcla de latín vulgar y latín medieval, con el latín que ya se hacía menos latín clásico, con más preposiciones y menos desinencias. O sea, que ya se iba convirtiendo en romance. Como ejemplo proponía la Cantilena de Santa Eulalia, de finales del siglo IX, considerada el primer texto literario francés. Recuerdo unos versos: «Buona pulcella fut Eulalia / bel auret corps et bellezour anima / voldrent la vaincre li inimi Dei / voldrent la faire diable servir». Para quien nace hablando francés o español o catalán... apenas necesitan traducción, de modo que pido disculpas: «Buena chica fue Eulalia / tenía un cuerpo bello y aún más bella el alma / quieren vencerla los enemigos de Dios / quieren forzarla a servir al diablo». ¡Pobre Eulalia! ¡Li inimi Dei! Un milenio más tarde Federico García Lorca retomaría el hilo.

Mi amigo no hablaba de la Vulgata, pero yo sí quiero. Qué gozada abrirla al azar y descubrir que el latín allí desplegado es casi de coser y cantar, sobre todo con una traducción española al lado. Qué manera más estupenda, pienso, de entrar en los dominios de la lengua universal. Acabo de releer el pasaje de San Mateo en el que Cristo echa a los cambistas del Templo y les espeta: «Scriptum est: Domus mea domus orationis vocabitur: vos autem fecistis illam speluncam latronum». Claro, la casa de Dios se conocía como la de la oración y aquellos especuladores, que es lo que eran, la habían convertido en una cueva de ladrones. Servidor no había tropezado antes con el sustantivo spelunca, pero ahí está, y ahí están hoy nuestros temerarios espeleólogos que de vez en cuando se extravían por las speluncas de la península Ibérica.

Perdonen ustedes la insistencia, pero quería romper una pequeña lanza a favor del latín, del latín del que todos nos nutrimos cada día sin apenas darnos cuenta de ello. Dicen que se trata de una lengua muerta. No es así. El latín actualizado está más pujante que nunca, es la no reconocida lingua franca de muchísimos millones de seres humanos. Parece mentira que se menosprecie, que se haya enseñado tan mal y que hasta la Iglesia lo tenga ahora abandonado. Si esta nota induce a alguien a abrir la Vulgata y hacer allí un pequeño descubrimiento veraniego, me daré por super satisfecho.

Ian Gibson, escritor.

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