Lavarse las manos: pedazos rotos de hábitats

Los ancestros de la Sierra Nevada de Santa Marta escuchan el agua. Dulce y salada. En presente. La escuchan en presente. También lo hacen hoy sus nativos –koguis, arhuacos, wiwas, kankuanos–, moradores todos de la montaña litoral y tropical más alta del mundo, cuenta Lwntana Nacogi, hijo del Mamo Palia, autoridad espiritual de las cuatro comunidades gonawindua.

En su cosmogonía, el agua salada y dulce debe ser escuchada porque brota y corre con esfuerzo: el agua se levanta de los océanos y de los ríos y se condensa y forma las nubes y de las nubes se precipita de nuevo en su ir y venir cíclico por los rincones de la Tierra. En ello, las comunidades indígenas de la Sierra entienden un esfuerzo. Y ese esfuerzo debe ser honrado prestándole los oídos al agua.

La cantidad de agua que palpita al interior de la Tierra es la misma hace 4,4 billones de años. Todo indica que la Tierra puede tener entre 4,5 y 4,6 billones de años. En un ápice de esos primeros 0,1 billones de años, cuando la atmósfera terrestre empezaba o terminaba de formase, no está claro aún, el agua pudo haber llegado a la Tierra en la forma de miles de cometas y asteroides que la chocaron.

Es posible también que el agua primordial sea algo anterior y provenga de la nebulosa protosolar, en cuyo caso habría estado en las masas residuales a la formación del sol que acabaron colapsando como embriones de la Tierra.

De cualquier modo, o de modo combinado, el agua que traían esos cometas más el agua que pudo formase del hidrógeno sobrante del sol es el agua que lleva aquí 4,4 billones de años. Subiendo y bajando. Bajando y subiendo. Al vaivén cíclico de la energía solar y la fuerza de gravedad. El agua de los océanos, de los mares; las aguas salobres, costeras y continentales; las aguas dulces continentales y las aguas dulces subterráneas. 1.386 millones de kilómetros cúbicos de agua. La misma cantidad hace 4.4 billones de años.

No ha terminado el tercer mes de esta década y la década ya tiene sustantivo protagonista: coronavirus. La única partícula gramatical más repetida que el sustantivo coronavirus es el verbo lávate las manos con agua y jabón durante veinte segundos, que no es solo un verbo sino un verbo más un pronombre y un complemento que es la extensión del cuerpo y el cerebro de nuestra especie sapiens capaz de entender lo que son veinte segundos.

La enfermedad del Covid-19 producirá miles de muertos y producirá también, este 2020, el ocultamiento, en la agenda pública global, de miles de batallas civiles medioambientales a lo largo del planeta. La más importante de ellas, el acceso a agua potable.

En 2016, según datos de UNICEF, 1.400 niños menores de cinco años morían a diario –a diario– por enfermedades diarreicas relacionadas con la falta de agua potable. En 2025 esa cifra subirá a 4.500 niños por día, la mayoría de ellos nacidos en países denominados “en desarrollo”.

Al mismo tiempo, la población en Estados Unidos consume 1.300 millones de litros de agua por día,  cinco veces más agua que los europeos. Si nuestras nociones de “desarrollo” continúan inalteradas, si los estragos de lo urgente (Covid–19) acaban ocultando la creciente carencia de lo fundamental (agua potable), en 2050 el consumo de agua aumentará 44%, jalonado principalmente por demandas industriales. Será siempre la misma cantidad de agua. Estará cada vez más contaminada.

Imaginemos entonces una década cercana en la que otra mutación natural de un virus se convierta en protagonista, y carezcamos de manera exponencial del verbo lávate las manos con agua y jabón durante veinte segundos. Será el horror. Y durará más de veinte segundos.

Tomará varios meses o años –y varios estudios y varios escollos políticos– saber con certeza si la mutación del virus ocurrió o no en algún mercado de fauna salvaje de la ciudad de Wuhan. Lo que es un hecho, independiente de la ubicación del origen natural del virus, es el apetito desbocado de nuestra especie, que década tras década desaparece la franja de la naturaleza donde habita la fauna salvaje en procura de la expansión de nuestras actividades industriales. (Esto, y no otra cosa, es la deforestación.)

Hemos acorralado a las demás especies del planeta. Las hemos amontonado en pedazos rotos de hábitats. Ese hacinamiento, que estamos siendo capaces de producir en contra de la naturaleza y bajo el mandato de desarrollo exponencial –insostenible– del capitalismo financiero especulador, ha terminado acercando nuestros cuerpos –de manera obtusa, a la maldita– a los microbios en los animales. Es este caso del SARS-CoV-2 y también del SARS, del ébola, del zika.

¿Puede ser, acaso, que esta experiencia global de la pandemia este aquí, ahora, para abrirnos a la oportunidad de una nueva manera de relacionarnos con la naturaleza? ¿Serán acaso los veinte segundos para pensar en eso?

Sospecho que no. La inteligencia colectiva de nuestra especie suele estar solo al servicio de nosotros mismos. Desde 1972, cuando se celebró la primera Cumbre de la Tierra, hasta la Cumbre del Clima de París, en 2015, nunca –nunca– hemos sido capaces de cumplir con las metas ambientales acordadas.

Me temo que seguiremos sin escuchar. No tengo manera de preguntárselo ahora, pero quizá Lwntana Nacogi estaría de acuerdo: nosotros somos el horror.

Una publicación anglosajona ya le preguntó a treinta y cuatro pensadores anglosajones de qué manera el coronavirus cambiará el mundo de manera permanente. Las respuestas son a la vez agudas y asombrosamente antropocéntrica –por no decir whitecéntricas y parroquiales–. La noción “emergencia climática” no aparece una sola vez. “Cambio climático” aparece tres veces, asociada al renacer de la ciencia, la confianza en las instituciones y el auge de los federalismos civiles.

Nadie, allí, entre los “pensadores” anglosajones –epicentro de las corporaciones globales, principales emisoras de CO2, y donde se consumen miles de litros más de agua al día que el promedio mundial– relaciona de manera clara y decidida la pandemia y la crisis climática.

Para la imposibilidad de nombrar esta relación, quiero imaginar, los ancestros de la Sierra Nevada de Gonawindua quizá tengan una expresión: incapacidad de prestar los oídos

Nos lavamos las manos en veinte segundos. El agua corre. Nosotros somos el horror.

Juan Álvarez

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