Lección de decencia

El pasado 6 de agosto se cumplió un año del fallecimiento de Tony Judt, historiador y ensayista británico que tras ser estudiante y profesor en Oxford, se trasladó a fines de los ochenta a la New York University, donde acabó sus días. Las circunstancias en las que murió no fueron las habituales. Efectivamente, el año 2008, recién cumplidos sesenta años, una enfermedad degenerativa fue paralizando muy rápidamente todo su cuerpo a excepción de su mente, que permaneció totalmente lúcida. Mediante ayuda externa, en los dos últimos años de vida pudo redactar sus últimos escritos.

Tony Judt fue conocido durante los últimos años en España por la traducción de varias de sus obras, en especial por su voluminoso estudio sobre la historia de Europa a partir de 1945, hoy un libro de referencia ( Postguerra, Taurus, 2006). El refugio de la memoria, publicado por la misma editorial este año (también en versión catalana por RBA La Magrana), que Judt terminó de redactar dos meses antes de su muerte y en el que centraremos este artículo, es un breve relato autobiográfico en el que muestra cómo las diversas experiencias por las que discurrió su vida han ido influyendo en la evolución de sus ideas. El libro añade una aproximación distinta a su personalidad, tanto intelectual como humana, que nos hace lamentar aún más su prematura muerte.

Probablemente, sin esa consciencia de estar en el último recodo de la vida, Judt no hubiera redactado su alegato con un estilo tan refrescante y directo, con ese tono de librepensador. Es ahí, en ese exigente uso de la libertad de pensamiento, en esa inquietud por llevar a cabo una reflexión argumentativa sin prejuicios, para nada sometido a las modas intelectuales del momento, donde reside el gran interés de estas peculiares memorias. Sin más perspectiva que su muerte inmediata, el autor redacta sin complejos su testamento.

Judt reconoce haberse formado en el mundo intelectual de la izquierda de los años sesenta pero tiene la lucidez suficiente para percibir, con la perspectiva que da el tiempo, la endeblez teórica de muchas de estas ideas, la frivolidad con la que fueron formuladas y, por tanto, además de su evidente envejecimiento, cómo su aplicación mecanicista y acrítica ha ido degenerando hasta llegar, en ciertos casos, a su inanidad actual como instrumentos de cambio social y cultural o, peor aún, a quedar convertidas en elementos de regresión. “Me conformé con mi inconformismo”, sentencia Judt, para indicar sus límites. Y añade: “En Occidente fuimos una generación afortunada. No cambiamos el mundo, más bien el mundo, servicialmente, cambió para nosotros (...) Desde nuestro punto de vista fuimos una generación revolucionaria. La lástima es que nos perdimos la revolución”.

En efecto, esta generación, desde hace años cómodamente instalada en los distintos estratos del poder político, social, cultural y aun económico, se habituó a no sacar consecuencias de aquel inconformismo que, en la mayoría de los casos, sólo quedó en la protesta, sin más consecuencias. Desde esa perspectiva, Judt lanza sus dardos contra los actuales tópicos políticamente correctos derivados de muchas de las ideas de esta generación que se ha negado a seguir pensando. Así, critica duramente los modelos pedagógicos basados en un falso igualitarismo que favorece a las élites económicas tradicionales y no a la igualdad de oportunidades, lamenta la decadencia de los centros de enseñanza superior (como ejemplos, nada menos, Oxford y la francesa École Normale Supérieure), el feminismo que ha pasado de la igualdad de derechos a una identidad con derivas puritanistas, la moda de los culturalsstudies, entre otros varios. Tras una relectura de El pensamiento cautivo, del polaco Czeslaw Milosz, sobre los intelectuales estalinistas, muestra las coincidencias con actitudes similares en los intelectuales occidentales: su acomodación al medio (“Si todos son chiíes, mejor ser chií”, dice), su sometimiento, más o menos disimulado, a la autoridad dominante, siempre pendientes de no irritarla más a allá de lo que ésta les tolera. Dice de estos intelectuales que “pueden vivir con la contradicción de decir una cosa y creer otra” sin llegar a ser conscientes que traicionan su función. En el fondo, añade, “su principal característica es el miedo a pensar por su cuenta”.

Así la emprende contra los intelectuales orgánicos: “se autocensuran de manera instintiva: lo piensan dos veces antes de lavar la ropa sucia en público”. En especial, critica a los fundamentalistas, a los partidarios de las lealtades incondicionales: “Estas lealtades fieramente incondicionales –a un país, a un Dios, a una idea o a un hombre– han llegado a aterrorizarme”.

Tony Judt no fue un creyente, fue partidario de las ideas razonables, de la confrontación entre ellas, un tolerante, un humanista y un ilustrado, heredero de las tradiciones liberal y socialista. Sabía que más allá de la razón está sólo la sinrazón que acaba en barbarie. Lección de decencia intelectual son estas peculiares memorias.

Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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