Después de que el Ejército Islámico de Iraq y Siria (EIIS), el grupo conocido comúnmente como Al Qaeda en Iraq, tomó el control de Faluya, en la provincia de Al Anbar, dominada por los suníes, el primer ministro Nuri al Maliki instó a los residentes de la ciudad a expulsar a los “terroristas”. Advirtió que sólo esto podría salvar a sus barrios de batallas sin cuartel entre los militantes y las fuerzas gubernamentales. El llamamiento de Al Maliki no sólo parece haber topado con oídos sordos, sino que algunas milicias tribales, según se ha informado, desertaron y lucharon junto a las fuerzas de EIIS, frustrando por tanto los esfuerzos del gobierno para recuperar Faluya.
Este fracaso no es de extrañar, dadas que las formas autoritarias de Al Maliki, las tácticas de mano dura contra la oposición y la falta de previsión han provocado el distanciamiento de un segmento importante de la opinión suní. En dos ocasiones, el año pasado, Al Maliki ordenó a sus fuerzas de seguridad dispersar las protestas suníes en Al Anbar, con el resultado de la muerte de decenas de activistas y el enfurecimiento de la población local.
La chispa que encendió el enfrentamiento actual fue el desmantelamiento de un campamento de protesta la semana pasada en Ramadi, la capital de Al Anbar (que Al Maliki llamó “cuarteles generales Al Qaeda”) y la detención de un destacado diputado suní prominente del parlamento, situación que aún encendió con mayor intensidad la tensión entre los líderes tribales y su gobierno dominado por los chiíes.
Los críticos de Al Maliki le acusan de monopolizar el poder y de emplear la etiqueta de Al Qaeda y las leyes antiterroristas para aplastar a sus oponentes políticos. Apuntan a la orden de detención del gobierno del vicepresidente suní Tariq al Hashemi bajo acusaciones de terrorismo como un ejemplo al respecto.
En lugar de practicar una gobernanza integradora y transparente, Al Maliki se apoya principalmente en los medios de comunicación sectarios y desatiende los llamamientos de la comunidad suní y de los grupos socialmente desfavorecidos en favor de una representación política y de compartir el poder de manera justa. El descontento ha ido creciendo de manera constante durante los últimos dos años entre los árabes suníes que se sienten excluidos y sin voz propia.
Al Qaeda, un parásito social que se nutre de la inestabilidad y la polarización, ha constatado recientemente en Al Anbar lo que Ayman al Zauahiri, jefe de Al Qaeda central, llama “shabiyaa hadenah” o adhesión popular, un refugio, con bien dispuestos suníes preparados para enrolarse. Con su nuevo sello, EIIS, y aprendidos los errores pasados, Al Qaeda se ha situado como una vanguardia defensora de la comunidad suní contra el gobierno de liderazgo chií en Bagdad.
Cuando las fuerzas militares estadounidenses se retiraron de Iraq a finales del 2011, los militantes vinculados a Al Qaeda eran unos pocos centenares. Ahora varios miles de suníes luchan bajo su estandarte. No hay ningún misterio sobre el resurgimiento de Al Qaeda en Iraq, una evolución alarmante que deriva de una grave y crecientemente profunda crisis política, polarización sectaria y rivalidades geoestratégicas.
Años después de ocupar Iraq y hacer frente a una insurgencia encabezada por una Al Qaeda en auge, los estadounidenses aprendieron en carne propia que el medio más eficaz de reducir sus pérdidas era lograr el apoyo de la población local, especialmente las tribus, para que se volvieran contra de Al Qaeda.
Del 2007 al 2011, los llamados Consejo del Despertar Suní (alianzas entre jefes tribales para intentar mantener la seguridad en su zona respectiva) y no el “aumento” de tropas de George W. Bush como lo que suele darse por sentado convirtieron Al Anbar en área relativamente segura y obligó a los insurgentes a abandonar sus barrios. Esta importante lección ha resultado estéril en lo concerniente a Al Maliki, cuyas políticas miopes han polarizado al país aún más según las diversas tendencias sectarias, sociales e ideológicas, creando una apertura, un pequeño espacio, para Al Qaeda. Mis conversaciones con los suníes me convencen de que la comunidad no es receptiva a las ideas extremistas de tipo Al Qaeda y mira hacia Bagdad, el núcleo central, en busca de recursos y liderazgo.
La crisis política de Iraq es básicamente política –gira en torno al poder y la distribución de los recursos– y se podría resolver si la élite gobernante tuviera voluntad y sagacidad, cualidades ambas escasas.
La guerra en Siria ha echado leña al fuego en Iraq; los conflictos en ambos países se retroalimentan mutuamente y complican aún más una lucha ya de por sí compleja. Al Qaeda en Iraq fundó tanto el Frente al Nusra como EIIS en Siria. Cientos de chiítas iraquíes –ha ido a Siria a luchar en el bando del régimen de El Asad. Ahora los ecos de la guerra siria se perciben en las calles árabes, en especial en Iraq y Líbano y agravan las tensiones entre suníes y chiíes en todo el Oriente Medio.
El sectarismo está envenenando las tendencias de las sociedades árabes y musulmanas y amenaza con desgarrar su tejido social. No es de extrañar, entonces, que los militantes vinculados a Al Qaeda hayan ganado fuerza en Iraq, Siria, Yemen y Líbano.
Sin embargo, la línea divisoria sectaria enmascara una lucha geoestratégica mayor entre los suníes de Arabia Saudí y el Irán chií, una lucha que tiene lugar en Siria, Iraq, Yemen, Bahréin y Líbano. Las dos potencias rivalizan por dominar en el Golfo y en Siria.
Se dice que Al Maliki moviliza al ejército para recuperar Faluya, una batalla que podría tener importantes consecuencias más allá de Iraq. Estados Unidos libró dos feroces y costosas batallas en Faluya en el 2004 y perdió 200 soldados sin pacificar la ciudad rebelde. Sólo cuando los estadounidenses obtuvieron apoyo de la sociedad civil y las tribus disminuyó la buena estrella de Al Qaeda, una lección que la Administración Obama debería grabar sobre la figura de Al Maliki mientras la Administración despacha misiles aire-tierra y aviones de reconocimiento no tripulados además de otras armas avanzadas al gobierno de Bagdad.
Fawaz A. Gerges, consejero del Centro de Estudios Internacionales y Estratégicos de Washington. Traducción: José María Puig de la Bellacasa.