Lecciones de crecimiento desde la austeridad

En un reciente grupo de estudios, Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff usaron un amplio conjunto de datos históricos para demostrar que la acumulación de elevados niveles de deuda pública (y privada) relativos al PBI tiene un efecto negativo prolongado sobre el crecimiento. La dimensión del efecto incitó a la discusión sobre errores en sus cálculos. Pocos, sin embargo, dudan de la validez del patrón.

Esto no debe resultar sorprendente. Acumular una deuda excesiva habitualmente implica desplazar parte de la demanda agregada interna al futuro, por lo que salir de esa deuda debe incluir más ahorros y menos demanda. El shock negativo produce un impacto adverso al sector no transable, que es grande (aproximadamente dos tercios en una economía avanzada) y totalmente dependiente de la demanda interna. Como resultado, las tasas de crecimiento y empleo caen durante el período de desapalancamiento.

En una economía abierta, desapalancar no necesariamente implica dañar tan intensamente al sector transable. Pero, incluso en una economía tal, años de demanda interna impulsada mediante deuda pueden producir una pérdida de competitividad y distorsiones estructurales. Y las crisis que a menudo dividen las fases de apalancamiento y desapalancamiento causan daños adicionales a los balances y prolongan el proceso de recuperación.

En parte gracias a la investigación de Reinhart y Rogoff, sabemos que el apalancamiento excesivo es insostenible y que recuperar el equilibrio requiere tiempo. En consecuencia, persisten las preguntas y dudas sobre un eventual regreso a la línea de tendencia precrisis del PBI y, especialmente, del empleo.

Lo que esta línea de investigación no nos dice explícitamente es que el desapalancamiento por sí solo será capaz de restaurar el crecimiento. Nadie, en ninguna parte, cree que el equilibrio fiscal es el modelo completo de crecimiento.

Consideren al sur de Europa. Desde el punto de vista del crecimiento y el empleo, la deuda pública y privada enmascaró la ausencia de aumentos de la productividad, la disminución de la competitividad en el sector transable, y variadas deficiencias estructurales subyacentes –incluidas rigideces en el mercado de trabajo, deficiencias educativas y en la capacitación orientada a habilidades, e insuficiente inversión en infraestructura. La deuda impulsó el crecimiento, generando una demanda agregada que de otra forma no hubiera existido. (Lo mismo es cierto en el caso de Estados Unidos y Japón, aunque los detalles difieren).

El gobierno no es el único actor en esto. Cuando comienza el ciclo de desapalancamiento, el sector privado inicia ajustes estructurales –un patrón que se puede ver claramente en los datos sobre crecimiento del sector transable de la economía estadounidense. Un crecimiento salarial asordinado aumenta la competitividad, y se reasignan la mano de obra y el capital subutilizados.

La velocidad con que esto ocurre depende parcialmente de la flexibilidad y el dinamismo del sector privado. Pero también depende de la habilidad y voluntad del gobierno para ayudar a superar las deficiencias en la demanda agregada y para implementar reformas e inversiones que impulsen las perspectivas de crecimiento en el largo plazo.

Si el desapalancamiento del sector público no es una política de crecimiento completa –y no lo es– ¿por qué se presta tanta atención a la austeridad fiscal y se actúa tan poco (pero sí que se habla) sobre el crecimiento y el empleo?

Vienen a la mente muchas posibilidades –no mutuamente excluyentes. Una de ellas es que algunos responsables de las políticas creen que el equilibrio fiscal realmente es el pilar fundamental en una estrategia de crecimiento: desapalanca rápidamente y sigue adelante.

Creer que el multiplicador fiscal suele ser bajo puede haber contribuido a subestimar los costos económicos en el corto plazo de las políticas de austeridad –y por lo tanto haber favorecido pronósticos continuamente optimistas sobre el crecimiento y el empleo. Investigaciones recientes del Fondo Monetario Internacional sobre la variabilidad de los multiplicadores fiscales en contextos específicos han dado lugar a serias preguntas sobre los costos y la eficacia de una consolidación fiscal rápida.

Las estimaciones del multiplicador fiscal deben basarse en un supuesto o un modelo que indica lo que hubiera pasado en ausencia de algún tipo de gasto gubernamental. Si el supuesto o el modelo están mal, también lo estará la estimación. Lo contrafáctico debe explicitarse y evaluarse cuidadosamente y en su contexto.

En algunos países con elevados niveles de endeudamiento y problemas de crecimiento el estímulo fiscal podría aumentar la prima de riesgo sobre la deuda soberana y resultar contraproducente; otros tienen más flexibilidad. Los países varían ampliamente en términos del daño a los balances de los hogares, que claramente afecta a la propensión al ahorro –y, por lo tanto, al efecto multiplicador. La incertidumbre es una realidad y es necesario aplicar el discernimiento.

Luego está la dimensión temporal. Si la inversión en infraestructura, por ejemplo, genera cierto crecimiento y empleo en el corto al mediano plazo, y un mayor crecimiento sostenible en el largo plazo, ¿debemos descartarla porque algunas estimaciones del multiplicador son inferiores a uno? De forma similar, si el estímulo fiscal tiene un efecto asordinado porque los receptores del ingreso ahorran para recuperar los dañados balances de sus hogares, no queda claro si conviene descontar el beneficio de un desapalancamiento acelerado, incluso si solo se notará más adelante en la demanda interna.

Los responsables de políticas (y tal vez los mercados financieros) pueden haber creído que los bancos centrales proporcionarían una función de puente adecuada mediante políticas monetarias no convencionales diseñadas para mantener bajas las tasas de interés de corto y largo plazo. Ciertamente, los bancos centrales han desempeñado un rol fundamental. Pero han afirmado que no cuentan con los instrumentos de política para acelerar el ritmo de la recuperación económica.

Entre los costos y los riesgos de sus políticas de bajas tasas de interés se encuentran el regreso a un patrón de crecimiento apalancado y una creciente incertidumbre sobre los límites al crecimiento de sus balances. En otras palabras, los elevados valores de los activos, causados por las bajas tasas de descuento, ¿pueden retornar repentinamente a sus valores previos en algún punto? Nadie lo sabe.

Los países están sujetos a distintos niveles de restricciones fiscales, suponiendo (especialmente en el caso de Europa) un apetito limitado por transferencias transfronterizas ilimitadas e incondicionales. Aquellos con cierta flexibilidad pueden y deben usarla para proteger a los desempleados y a los jóvenes, para acelerar el desapalancamiento y para implementar reformas diseñadas para apoyar el crecimiento y el empleo; las opciones de los demás –y con ellas sus perspectivas de crecimiento en el mediano plazo– son más limitadas.

Todos los países –y los responsables de políticas– enfrentan elecciones difíciles respecto de lo oportuno de la austeridad, el riesgo percibido del crédito soberano, las reformas orientadas al crecimiento, y la distribución equitativa de los costos de la recuperación del crecimiento. Hasta el momento, el desafío de compartir los costos, junto con modelos de crecimiento incompletos e ingenuos, pueden haber contribuido a la paralización y la inacción.

La experiencia puede ser una maestra dura, pero necesaria. El crecimiento no volverá ni fácil ni rápidamente. Tal vez necesitábamos que la preocupación por la austeridad nos enseñara el valor de una agenda de crecimiento equilibrado.

Michael Spence, a Nobel laureate in economics, is Professor of Economics at NYU’s Stern School of Business, Distinguished Visiting Fellow at the Council on Foreign Relations, Senior Fellow at the Hoover Institution at Stanford University, and Academic Board Chairman of the Fung Global Institute in Hong Kong. Traducción al español por Leopoldo Gurman.

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