Lecciones de democracia en alemán

El 23 de mayo pasado, Angela Merkel participó en un acto político y elogió a los militantes por ser una “voz inquebrantable de la democracia” y por “su inestimable servicio al país”. Se refería a su mayor contrincante electoral, el SPD, que celebraba su sesquicentenario. Cuesta imaginar en España una escena de cortesía institucional similar, al margen de felicitar al ganador de unas elecciones y mostrar respeto por un rival cuando fallece.

Más allá de la desmedida austeridad impuesta a Europa por su Gobierno conservador, Alemania sigue siendo un ejemplo de salud democrática, con un juego político bastante constructivo, abierto y honesto, mientras que en España la dinámica partidista supone el mayor freno a la renovación que reclama nuestra sociedad. La consecuencia ha sido la desconfianza hacia la política misma, extendiéndose la opinión de que no existen diferencias entre “unos y otros” como si no hubiera más opción que “hacer lo que toca” (muletilla que Rajoy asimila a la razón de Estado). Nuestros indignados sacudieron nuestra conciencia, pero muchos ciudadanos se resignan porque no creen que una casta vaya a desenredar la madeja de intereses y leyes complacientes con el statu quo. Sin embargo, es una simplificación suponer que malvadas cúpulas y quienes les deben favores bloquean la renovación: se trata de un efecto sistémico donde, a pesar de la voluntad de apertura de bastantes individuos a todos los niveles, no se alcanza una masa crítica para romper la inercia. Analicemos cinco diferencias con Alemania.

1. El sistema electoral germano combina los dos principios más potentes de legitimidad democrática: la identificación con el candidato (la mitad de los escaños se asigna en circunscripciones uninominales) y la proporcionalidad (que se obtiene con la otra mitad). Invito a todos los partidos españoles a apostar claramente por un modelo de este tipo. Resultan débiles los argumentos sobre la ingobernabilidad (en Alemania, las coaliciones son frecuentes y estables), o contra las circunscripciones uninominales, las primarias o las listas abiertas (se temen las relaciones clientelares con el electorado, cuando es peor el estrecho clientelismo interno de unas listas decididas por cooptación y con escasa transparencia).

2. Las dimisiones ante el menor desliz ético son la norma en Alemania: lejos de debilitar el sistema, refuerzan la confianza en las instituciones y obligan a los responsables políticos a no confundir el cargo con su persona.

3. Alemania presenta un nivel de afiliación a partidos del 3% (el doble que en España), además de un activismo social que implica a más de la mitad de la población. La participación de la ciudadanía en la política se potencia mediante los debates programáticos en los partidos (dramáticamente insuficientes en España), y una ley de incompatibilidades exigente con la declaración de intereses y la transparencia de ingresos, pero que no cae en la paranoia de prohibir cualquier actividad (y reservar la política a los mal llamados “profesionales”).

4. Nuestra Constitución exige que los partidos sean democráticos, pero la escasez de regulación y de mecanismos de control debilita este principio. La legislación alemana impone mecanismos precisos de elección (por primarias para cualquier candidatura), de control interno y judicial, y de financiación que permiten encauzar la legítima ambición por el poder, atrayendo talento a los partidos y mejorando la oferta política.

5. En Alemania, una extensa red de laboratorios de ideas, más o menos independientes, formulan propuestas para la acción pública. La confrontación de sus análisis ponen en perspectiva los programas de los partidos, especialmente en el ámbito económico, evitando que formulen medidas ideales sin preocuparse de cuantificar su coste ni su impacto. No se trata de rendirse a la tecnocracia, sino lograr que la política sea más eficaz, evitando atraer a los votantes con espejismos.

Durante nuestros primeros años de democracia, la política tenía prestigio porque representaba la esencia de la lucha por una sociedad mejor, que en parte hemos logrado construir. Progresivamente, la corrupción, los privilegios, la opacidad, la insuficiente separación de poderes o el artificioso desacuerdo permanente (ojalá logremos ahora un pacto de Estado), han provocado que los ciudadanos se consideren cada vez menos representados. Ideas no faltan (como el manifiesto por una nueva ley de partidos, que animo a firmar), pero el cambio llegará muy lentamente si se espera a que los partidos reaccionen a la voz de la calle.

El decisivo impulso a la regeneración democrática se lograría si una marea de ciudadanos se animara a implicarse en los partidos, tal como lo hacen ya muchos en el ámbito asociativo. Esto conduciría por la mera fuerza de los números a que los partidos fueran más exigentes con la elaboración de programas y la selección de candidatos. También es imprescindible que quienes opten por no participar directamente en la vida política valoren el compromiso de quienes lo hacen, y no los desanimen con su escepticismo.

Lo que está en juego no es mantener escaños, ni siquiera defender unas siglas (aunque algunas hayan aportado mucho históricamente a nuestra democracia y al Estado de bienestar). El reto urgente es ofrecer a los españoles opciones electorales creíbles y eficaces desde unos valores compartidos: un proyecto colectivo que merece y necesitará el compromiso de muchos hombres y mujeres.

Víctor Gómez Frías es secretario de Comunicación y Formación del PSOE Europa.

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