Lecciones de la pandemia

La pandemia de la que estamos saliendo -Dios quiera que de manera irreversible- ha sido algo no previsto por la comunidad científica internacional y ha creado una crisis que ha afectado a todos los ámbitos de la vida: la salud, la economía, la movilidad, las relaciones sociales. Ante esta situación tan complicada, llama la atención que los partidos gobernantes, en vez de intentar una gran alianza social y política para afrontar unidos los problemas causados por el Covid, se hayan dedicado a librar una batalla perseverante para erradicar de la vida social cualquier referencia a los valores trascendentes y en especial a todo lo cristiano. Basta con reparar que en ese tiempo se han aprobado la Lomloe, que cercena la libertad de los padres para elegir el modelo educativo para sus hijos; la ley orgánica de regulación de la eutanasia, con la que se incita al suicidio asistido y se conculca el derecho a una muerte natural digna; y el proyecto de ley para la garantía de los derechos LGTBI, que trivializa el don de la sexualidad tanto de la mujer como del varón. Estas leyes se suman a otras que, con el mismo sesgo, están ya incluidas en el entramado legal español, como son la ley del divorcio aprobada en 1981 (este año se ha celebrado su 40 aniversario); la ley del aborto, sancionada en 1985, y la Ley 13/2005, promulgada en julio de ese mismo año, que modificaba el Código Civil y permitía el matrimonio civil entre personas del mismo sexo.

Lamentablemente esta política excluyente no se da solo en España, pues algo similar acontece en otras muchas naciones desarrolladas y en vías de desarrollo, que desean establecer un ‘nuevo orden mundial’, propiciado por relevantes magnates económicos y por poderosos organismos internacionales. Como no se nos oculta, este ‘nuevo orden’ propugna la absoluta autonomía del hombre en el ejercicio de su libertad presuntamente ilimitada, una libertad individualista que deja al margen a los vulnerables, a quienes no tienen poder, sino necesidad de ser cuidados.

Las consecuencias de esta ideología son claramente manifiestas. A la vista de nuestro marco legal, no es arriesgado afirmar que en nuestro país parece que se quiere arrinconar a Dios a la esfera estrictamente personal y privada, como de modo tan brillante ha expuesto el afamado teólogo Olegario González de Cardedal en su artículo ‘Silencio social de Dios’ (ABC, 18-X-2021); que se quiere imbuir en los niños desde su más tierna infancia los postulados LGTBI; que el cristianismo, en el mejor de los casos, se considera una reliquia cultural afortunadamente ya superada; y que los actos de religiosidad popular, algunos de ellos calificados como de ‘interés turístico internacional’, se incluyen entre las manifestaciones folclóricas. Por eso, no es de extrañar la tibia respuesta del Ejecutivo ante las falsas y tendenciosas acusaciones anticristianas y antiespañolas de algunos líderes indigenistas hispanoamericanos. Y este hecho no ha agradado a una gran parte de la ciudadanía porque ‘quien calla otorga’.

Con ser importante, el quebranto económico no ha sido el efecto más doloroso de la pandemia. Han sido mucho más lacerantes el dolor moral ocasionado por la muerte o la enfermedad de seres queridos y, sobre todo, el deterioro de las relaciones interpersonales. A resultas de esto, se percibe una atmósfera de cansancio, no físico, sino psicológico, unido a un intenso deseo de retornar a la vida normal, que en muchos jóvenes ha desembocado en una irrefrenable huida de la realidad, traducida en el botellón alocado y zafio.

Ante la crispación política generalizada y el sesgo de los partidos en el poder, ha llegado el momento de que la sociedad civil asuma la responsabilidad de intentar modificar el rumbo moral que está implantando el Gobierno. Y esto entraña que los ‘ciudadanos de a pie’ con una vida digna y respetuosa con el pluralismo, vayamos configurando una sociedad distinta, cuyo nervio sea la trascendencia y la dignidad de toda persona humana.

Esa vida digna se basa en la admisión de dos hechos: el ‘carácter creatural’ del hombre y de la mujer; y la ‘autonomía de la verdad’. Y aceptarlos tiene consecuencias importantes. Así, por no ser causa de su propia existencia, la libertad de la persona humana tiene sus límites; y, al igual que su vida, el sexo y la tendencia afectiva son dones, no fruto de una elección arbitraria. La ‘autonomía de la verdad’ supone el rechazo al ‘relativismo’, como bien explicó Antonio Machado en ‘Proverbios y cantares’: «Ese ojo que ves no es/ ojo porque tú lo veas;/ es ojo porque te ve».

De este modo, si se establece un amplio entramado vital de esas características, se podrá reclamar de las instancias políticas y legislativas un pacto nacional para la educación, desde el nivel preescolar hasta la universidad, que, prescindiendo de adoctrinamientos espurios, prestigie el trabajo del profesor y premie la meritocracia académica de docentes y estudiantes; que se establezca una legislación completa sobre la familia, que estimule la procreación y evite trabas en el progreso laboral de la mujer que quiere ser madre; que se perfeccionen las leyes laborales para fomentar el mercado laboral, garantizando los derechos de los trabajadores y la retribución equitativa al capital…

Urge aceptar esa responsabilidad porque, como estamos constatando, cuando de la cultura vigente se excluye todo valor trascendente, emerge el ídolo del dinero, el ‘becerro de oro’, con el que se consiguen la seguridad, el poder y el placer para construir ilusoriamente un paraíso en la tierra. Y entonces, no es de extrañar que la corrupción, la insolidaridad, la infidelidad, el egoísmo, la mentira... campeen en los ámbitos políticos, económicos y familiares

Se dice que la «historia es la maestra de la vida». Esta pandemia entraña unas lecciones que no deberíamos despreciar.

José María Bastero de Eleizalde es catedrático emérito de Universidad.

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