Lecciones del conflicto del transporte

Los conflictos de gran trascendencia social suelen provocar un tsunami de opiniones, todas en la misma dirección. Con ellas irrumpe un estado emocional colectivo que nos impide ver qué hay detrás de lo más visible. La lógica y justa indignación por los abusos y violencia intolerables que se han producido estos días no debería llevarnos a pasar por alto las muchas lecciones que deja este conflicto. Esta inquietud y un interesante artículo de Xavier Salvador en EL PERIÓDICO me han motivado a reflexionar en público.

La sociedad ha descubierto abruptamente la importancia que tiene el transporte en un modelo de producción que va más allá del just in time para situarse en una filosofía de vida de producir y vivir al segundo. Las empresas beneficiarias de este modelo de producción descubren su fragilidad cada vez que surge un conflicto en alguna de las empresas que trabajan para ellas. Pero no suelen analizar las razones que lo provocan para introducir cambios organizativos, sino que se limitan a intentar endosarle los costes a sus trabajadores o a los fondos públicos. Y ello les conduce a una competitividad ineficiente.

Estamos descubriendo la debilidad de una economía hiperdependiente del petróleo. Algunas voces llevan años insistiendo en ello, pero, como parecía que las consecuencias eran lejanas y los costes, difusos --por ejemplo, en forma de emisiones de CO a la atmósfera--, no se les ha hecho caso. Estos últimos años estamos comprobando las consecuencias del abandono de las inversiones en ferrocarril. Periódicamente nos convertimos en rehenes de un modelo de movilidad y lo- gística, dependiente del transporte por carretera, que es exageradamente frágil. En cambio, no parece que hayamos descubierto las razones profundas del conflicto del transporte. La competitividad exige una reducción de los costes, pero solo es eficiente si viene de la mano de la innovación tecnológica y organizativa.

No es el caso del transporte, donde no ha habido eficiencia por innovación, sino pura y dura externalización de los costes a terceros. Ello ha sido posible por la fuerte desregulación de un sector con una gran atomización empresarial y graves ineficiencias, que intentan compensarse con una competencia brutal en tarifas, largas jornadas de trabajo y una cadena de subcontrataciones que acaban en el transportista autónomo. Este proceso, iniciado en los 80, tiene un momento determinante en el año 1994, con la reforma del Estatuto de los Trabajadores, que, recuerden, provocó una huelga general, no del todo comprendida por la opinión pública de entonces. La reforma, la misma que legalizó las ETT, expulsó de la protección de la relación laboral a los transportistas que realicen su trabajo al amparo de una autorización administrativa y aun cuando sus servicios se presten de forma continuada para un mismo cargador o comercializador.

Así terminaba en forma de derrota sindical --de momento-- un largo contencioso ante los tribunales y los gobiernos para conseguir lo que finalmente aceptó el Gobierno del PSOE: introducir flexibilidad y competitividad en la economía, según dice la exposición de motivos de la reforma del 94. Y, de paso, lograron parar las muchas sanciones millonarias que había impuesto la Inspección de Trabajo a esas empresas. Desde entonces, la desregulación del sector no ha dejado de crecer, su innovación ha sido nula, porque la han sustituido por un proceso de autoexplotación de los autónomos, que, además, presiona a la baja las condiciones de los asalariados.

Hasta ahora todo ha quedado camuflado tras la abundancia generada por el crecimiento económico. Pero la confluencia de una fuerte bajada de la actividad económica y la subida del gasóleo y los tipos de interés han hecho saltar por los aires este modelo. Es verdad que el conflicto del transporte se da también en otros países, pero afecta mucho más a los que tienen una estructura empresarial más atomizada e ineficiente, lo que les hace más frágiles ante el cambio de ciclo económico.

Las empresas deben aprender que las prácticas competitivas que excluyen la cooperación empresarial para basarlo todo en la externalización de riesgos a terceros provocan ineficiencia y acaban pasando factura. Los sindicatos debemos ser conscientes de que, aunque este conflicto está fuera de nuestra responsabilidad, es de nuestra incumbencia. No solo porque estos trabajadores autónomos son socialmente de los nuestros, aunque no sean asalariados, si no porque o paramos este modelo de externalización de riesgos o ello nos arrastra a todos. Y por ello llevamos tiempo luchando por una reestructuración del sector.

Espero, por último, que la sociedad haya tomado buena nota de que cuando la cadena de externalizaciones topa con un colectivo que ya no puede endosar los riesgos a otros, los rebota a la sociedad en forma de conflicto desestructurado y con altos costes. Cuando sucede, nos quejamos justamente del precio a pagar. No somos nosotros los protagonistas del conflicto, pero olvidamos que estos son los valores dominantes en nuestra sociedad: externalizar los riesgos a los demás. Siento ser agorero, pero si no incidimos en las causas que los provocan, este tipo de conflictos se generalizaran cada vez más.

Joan Coscubiela, Secretario general de CCOO.