Lecciones del pasado para el tiempo presente

Por Esteban Arlucea, profesor de Derecho Constitucional en la UPV-EHU (EL CORREO DIGITAL, 07/07/06):

Una muy notable diferencia enfrenta dos grandes momentos de la historia reciente de nuestro país. Y ambos con el nexo común de ser precisamente sus actores la característica diferenciadora: la presencia, en un caso, y la ausencia, en el otro, de la intelectualidad. Historia reciente en cuanto a la definición del modelo orgánico y estructural de Estado que arranca de las premisas del texto constitucional de 1978. Y quienes sin mayor reflexión se lanzan al coso de las declaraciones no hacen sino teñir de oscuro un escenario normativo que fue como fue, pero que difícilmente pudo haber sido algo netamente distinto. Me refiero, obviamente, a la Constitución, fuente de la situación en la que -según quién lo aprecie- nos hallamos, o padecemos. Estemos de acuerdo o disintamos, esta norma singular supone, brevemente destacado, dos realidades que representan las bases de los modernos Estados: de un lado, ser elemento simbólico de consenso y unidad; de otro, un conjunto de disposiciones más o menos afortunado organizador de una convivencia determinada. Y esto es, 'grosso modo', el significado de toda constitución desde el advenimiento del Estado moderno, un símbolo de unidad y una ordenación social conforme a ciertos parámetros.

Pero en estos momentos ambas características se encuentran atacadas y vilipendiadas desde (me atrevo a afirmar) casi todos los órdenes, aunque curiosamente los esfuerzos destructores pretenden precisamente la reinstauración de esas mismas ideas, ahora bien, en los propios feudos creados o por crear en la imaginería política de algunos. Con otras palabras, es la sempiterna tensión española entre nacionalismo centralista y los conocidos como nacionalismos periféricos, eso sí, redefinidos en nuestros días en cuanto a su número.

Desde que a principios de los ochenta el filoregionalismo se convirtiera en nacionalismo, éste no ha parado de reproducirse anulando otros sentimientos no sólo menos intensos, sino diferentes, aquello que se llamaba más castizamente apego a la tierra que te viera nacer. Hoy en día este sentimiento o se transforma en nacionalismo o no tiene cabida en nuestro vocabulario, lo cual significa poco menos que carece de existencia. En una sentimental novela de un buen amigo, su protagonista -Lázaro Valbuena- afirmaba ante su alumnado que lo contrario de nacionalista era ser humanista ¿Qué falacia y simpleza en nuestro país! Simpleza porque ya no basta calificarse de nacionalista. Ha de adjetivarse, vasco, gallego, andaluz... Falacia porque lo enfrentado al nacionalismo vasco, gallego, andaluz es, precisamente, otro nacionalismo, el español, el francés, etcétera; como muestra ahí tenemos los esfuerzos baldíos por construir una Europa constitucional.

De modo que fuera del nacionalismo (del signo que sea) no encontramos, por desgracia, sino utopía. De alimentar esa alternativa se han encargado diligentemente bien nuestros dirigentes y quizá sea una de las pocas cuestiones en las que reina un acuerdo unánime. De modo que el momento político que atravesamos no es sino hijo de tales vientos. Hijo en exclusiva de tales vientos y con ello exonero de responsabilidad a nuestra Constitución, a la que recurrentemente a lo largo de todos estos años no se ha dejado de achacar el haber permitido la situación presente.

Quienes nos dedicamos a trabajar con ella nos preguntamos con frecuencia si hubiera sido posible otra de signo bien diverso a la luz de la difícilmente resoluble problemática que parece haber generado. En definitiva, si esas Cortes constituyentes que nacieron a mediados de 1977 integradas mayoritariamente por eruditos pudieron hacer otra cosa que no fuera un amplio reconocimiento de derechos e instaurar una monarquía parlamentaria, una descentralización política y un guardián de todo ello, el Tribunal Constitucional. Quizá, puestos en el plano de las meras hipótesis, pudieran haberlo hecho, pero el caso es que, tanto interna como externamente, era lo que había que plasmar para conducir a la sociedad española al escenario de la modernidad. Año y medio de debates constituyentes, que se dice fácil, con algaradas de todo tipo (intento de golpe de Estado incluido) para que ahora, sin el intermedio del tiempo que tanto enseña, se altere aquello que con tanto esfuerzo se logró consensuar, porque tiempo es sinónimo en este ámbito de madurez y, muy posiblemente, de encuentro.

Y en este revuelto escenario aparecen las reformas estatutarias, que deben ser solamente eso, «reformas» de las «normas institucionales básicas de cada comunidad autónoma», como las define la Constitución. Sin embargo, poco entendido hay que ser para ver que el fallido proyecto vasco, el refrendado proyecto catalán y el andaluz en modo alguno son aquello que deberían ser, esto es, normas institucionales básicas. Pero es más, ni siquiera la pacífica reforma ya aprobada del Estatuto valenciano promovida por un Gobierno del PP se ajusta a la definición constitucional. Parece ser que todo vale frente a una Constitución a la que estamos analizando bajo el rasero más capitalista posible: tras casi treinta años de vigencia hay que sustituirla por vieja, sin entrar a ver ni si representa un modelo válido y eficaz en la actualidad ni cuál sea el relevo que se propone. Porque no se pierda de vista que estas 'supuestas' reformas estatutarias en modo alguno lo son. Sus textos no son estatutos de autonomía; son formal y materialmente constituciones (ni siquiera miniconstituciones), aunque con ausencia absoluta de poder constituyente, en las que se excede con creces los doscientos artículos. Y en cuanto reformas, en efecto, lo son, pero primordialmente de la Constitución. Y no es que nos encontremos con la primera vez que se opera una reforma constitucional sin atender a sus mecanismos 'ad hoc'. En los primeros ochenta la firma de los pactos autonómicos UCD-PSOE no supuso sino una reformulación de ciertos preceptos del título VIII (el de las comunidades autónomas), como también ocurrió con los segundos pactos autonómicos de 1992. Pero fíjense en la gran diferencia: en estos antecedentes hablamos de pactos, acuerdos, entre el partido gubernamental y el principal de la oposición (en el pacto de 1992 el acuerdo también se extendió a otras formaciones políticas) mientras que en el presente el 'talante' del partido en el Gobierno parece no poder canalizarse a través de acuerdos generales fruto de reflexiones y debates previos (a poder ser con un hueco importante a la intelectualidad) que exterioricen un proyecto maestro de futuro. Mientras que ello no suceda, cada uno seguirá intentando en su pequeña realidad nacional o como se permita llamar, construir su ansiada nación con mayúsculas, cuyo primer paso ya se ha dado de forma velada con esos estatutos-constitución.