Lecciones del pasado y esperanzas del futuro

Como ya comenté en mi Tribuna del pasado 27 de abril, la economía española se encontraba en esos días ante su hora de la verdad, es decir, en el momento de afrontar sin más dilaciones una durísima realidad que había venido encubriéndose con la esperanza de que algún milagro nos librase de sus peores consecuencias. El comportamiento de los mercados el día 28 y, especialmente, los acontecimientos que culminaron en el dramático 7 de mayo pasado, han escrito en la pared de nuestro Gobierno las palabras fatídicas que señalan su final y el de toda una lamentable época de negaciones, subterfugios y escapismos. No hay ya posibilidad alguna para una política de huida frente a la realidad. Nos toca enfrentarnos sin tapujos a una crisis que, si es durísima para todos, resulta todavía más difícil para nosotros, pues incluye niveles de paro próximos al 20% de la población activa, una estructura productiva gravemente descoyuntada y unas instituciones económicas inapropiadas para los nuevos tiempos que estamos viviendo.

En ese contexto, he tenido ocasión de rememorar hace unos días en Cebreros, en el Museo Adolfo Suárez y la Transición y ante una nutrida concurrencia, los graves acontecimientos que vivimos en 1977 y que nos llevaron a los Pactos de la Moncloa para superar una crisis que veníamos arrastrando desde tres años antes y a la que no se le había puesto remedio por las dramáticas circunstancias políticas de aquellos momentos. Las preguntas del público surgieron de inmediato: ¿estamos hoy en la misma situación de crisis que en 1977?; ¿qué política económica tendríamos que seguir ahora?; ¿deberíamos recurrir, como entonces, a un gran pacto de Estado para superarla? Tres cuestiones que creo merecen hoy alguna reflexión.

Para empezar, la situación de la economía española es ahora bien distinta de la de entonces. Había terminado 1976, el año anterior a los Pactos, con un PIB por habitante que, a precios de hoy, vendría a ser de unos 12.100 euros, frente a los casi 23.000 actuales. La población de entonces (casi 36 millones de habitantes) ha pasado ahora a más de 46 millones. La tasa de actividad –es decir, el porcentaje de personas que deseaban trabajar– era entonces de menos del 37% y hoy casi llega al 50%, con una mucha mayor participación de las mujeres. El grado de apertura de nuestra economía (es decir, la suma de importaciones y exportaciones respecto al PIB) era de apenas el 32% en 1976 y hoy alcanza el 50%. La estructura de la producción era también muy diferente. Por entonces la agricultura suponía casi un 9,5% de la producción total y hoy apenas si alcanza el 2,6%. Los servicios han pasado desde un 52% del PIB hasta más del 71%. Nuestra economía es hoy mucho más fuerte que la de entonces y, por tanto, tiene una mayor capacidad de resistencia frente a la crisis.

Pero también la crisis que ahora nos golpea es mucho más extensa y deja señales más profundas. Una tasa de paro próxima al 5% en 1976 –aunque desfigurada por el paro encubierto de aquellos tiempos– frente a casi un 20% ahora. Un déficit público del 0,7% del PIB en 1976 frente a un 11,2 en 2009. Unos gastos públicos equivalentes al 26% de nuestra producción de entonces frente a unos gastos de casi el 46% ahora.

Una presión fiscal en sentido estricto del 22,5% del PIB entonces y del 32% ahora. También en cuanto al endeudamiento frente al exterior la situación de entonces era mucho mejor que la de ahora, en la que las cifras de lo que en conjunto debemos fuera casi dobla nuestra producción actual.

Sin embargo, la crisis de entonces nos llevó a cotas de inflación por encima del 30% a mitad de 1977, mientras que ahora la inflación ha sido negativa durante muchos meses y apenas si llega al 1,8% anual en estos días. La respuesta, por tanto, a la primera pregunta es que afortunadamente ahora tenemos una economía mucho más resistente, pero también que estamos experimentando una crisis mucho más profunda, frente a la que nuestras autoridades han dilapidado con ignorancia, rapidez y escaso éxito, los cuantiosos recursos públicos que teníamos para afrontarla.

La segunda pregunta –qué política económica tendríamos que seguir ahora– tiene una respuesta fácil. Deberíamos seguir un programa que, como entonces, incorporase medidas de saneamiento para superar la crisis pero que introdujese también reformas profundas en nuestro sistema económico que nos permitiesen retomar con rapidez la senda del crecimiento sostenido. La política coyuntural debería tener como prioridad absoluta la reducción sustancial del déficit público hasta límites que no pusieran en riesgo la moneda común europea ni la estabilidad de los mercados. Igualmente debería sanearse nuestro sistema financiero valorando sus activos a precios actuales, limpiando su morosidad y reforzando sus recursos de capital. También se debería dar salida al stock de viviendas no vendidas, induciendo a la reducción de sus precios hasta encontrar compradores.

Pero, como en 1977, también deberían introducirse reformas muy profundas en nuestra economía. Cambios que alterasen la estructura sectorial de nuestra producción; que redujesen nuestros costes, especialmente los energéticos; que modificasen a fondo el sistema actual de relaciones laborales; que mejorasen la formación y capacidad profesional de nuestros empleados; que integrasen de nuevo el fragmentado mercado nacional; que ampliasen nuestras infraestructuras y redes de distribución; que reformasen las cajas de ahorros; que aumentasen los niveles de competencia en todos los mercados; que apoyasen a los emprendedores y a las empresas que se atrevan a salir al exterior; que impulsasen las auténticas actividades de innovación y desarrollo y, sobre todo, que introdujeran criterios de mayor racionalidad en el gasto público; que dosificaran inteligentemente nuestras prestaciones sociales, especialmente las pensiones, para asegurar su viabilidad futura; que pusieran orden en el complejo mundo autonómico actual y que mejorasen la eficiencia de nuestro sistema tributario evitando que constituya una rémora para el crecimiento y el empleo. La lista, aunque larga, no es exhaustiva. Mucho habría que hacer en todos esos frentes, pero no resultaría difícil organizar y coordinar las ideas que ya existen, pues bastante se ha escrito sobre esas urgentes y necesarias reformas. Falta organizar todas esas reflexiones en un programa coherente con objetivos cuantificados y bien definidos. Pero, sobre todo, falta encontrar el Gobierno capaz de llevarlas a término en un plazo que, como mínimo, no debería ser inferior al de una legislatura completa.

Esto último nos lleva a responder a la tercera pregunta, es decir, a si deberíamos recurrir, como hicimos en 1977, a un gran pacto de Estado para poner en marcha ese ambicioso programa. La respuesta, hoy como entonces, tiene que ser positiva, porque ninguna fuerza política, incluso con mayoría absoluta para gobernar, debería emprender un cambio económico tan extenso y profundo de espaldas a las demás. Si esas reformas han de tener continuidad en el tiempo y pacífica aceptación en la calle, su contenido debería ser compartido por las principales fuerzas políticas, como ocurrió en los Pactos de la Moncloa y con nuestra Constitución de 1978.

Es evidente que ese pacto de Estado exigiría elecciones generales previas e inmediatas y de un nuevo Gobierno, pues al actual ya no le queda ni crédito ni tiempo para emprenderlo ni a nuestro país capacidad para esperar otros dos años. Desde luego, de un líder que, aunque sin la brillante aureola de Adolfo Suárez en 1977 después del cambio político, fuese capaz de comprometerse seriamente con el programa sin temor a retrocesos. También de alguien con prestigio en el ámbito económico que, como el irrepetible profesor Fuentes Quintana, utilizase ese prestigio para convencer a los españoles –y especialmente a los mercados– de las dificultades de la empresa y de los sacrificios que tendríamos que soportar, pero dándoles la seguridad de que alcanzaríamos los objetivos propuestos. Y de un equipo que, como entonces, se pusiera manos a la obra en la ilusionante tarea de encontrar futuro para una vieja y sólida nación que lo merece. Demasiados requisitos quizá, aunque nunca se puede perder la esperanza de que lo inesperado termine ocurriendo por difícil que parezca.

Manuel Lagares, catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de El Mundo.