Lectores que lean ‘Lolita’ sin prejuicios

Le llegó el turno a Nabokov. En realidad, nunca dejaron de rondarle, nunca dejó de ser el autor de un libro peligroso que, en su época, se consideró pornográfico (y solo una editorial sicalíptica de París se atrevió a publicarlo) y, en la nuestra, sostén y apologista de la violencia patriarcal. Ambas acusaciones parecen fútiles, pero la primera se entiende en el contexto de una sociedad puritana que aún no había aprendido a hablar de sexo en público. La segunda, sostenida en España últimamente desde varias tribunas, es mucho más injusta e injustificable. De Nabokov no conocíamos más crimen que los que cometió con su cazamariposas, ni más vicios que la lepidopterología, la literatura y la vida tranquila con su mujer, Vera. Hace falta mucha imaginación para pintarlo como el patrón de los violadores de niñas.

La nueva edición española de Lolita lleva una portada de la ilustradora Henn Kim, que ha despertado cierta polémica. Frente a la tradición de jóvenes lúbricas y de toque pin-up asociadas al mito, Kim ha dibujado una niña encogida, sufriente, con una manivela para darle cuerda en la espalda. A mí me gusta, porque creo que, a diferencia de las últimas revisiones del clásico, entiende muy bien lo que quería contar Nabokov. Como lo han entendido muy bien varias generaciones de lectores y críticos desde 1955, ya que Lolita es mucho más que una grandísima novela: es un mito occidental cuyo influjo seguirá proyectándose mucho tiempo porque narra, como pocos libros han narrado, el asco y el envés de la belleza. Y, como tal, está estudiada hasta en su última coma.

La última de estas críticas la escribió Laura Freixas en estas mismas páginas (“¿Qué hacemos con Lolita?”, 21 de febrero), donde afirmaba que los “defensores de Lolita” creemos unánimemente que se trata de “una historia de amor”, lo que suena, como poco, extraño. ¿Quién la ha leído así? ¿Dónde? ¿Cómo? Lolita habla sobre la depravación, la perversión, la decadencia, la maldad, la soledad y América, entre otras muchas cosas, pero no sobre el amor. De hecho, si en las versiones de cine se ha elegido a actrices casi mayores de edad (Lolita, en la novela, tiene doce años) es para hacer soportable una historia que, en su forma literaria, se presenta atroz.

Escribe Freixas: “¡Qué atractiva es Lolita, qué erótica su indefensión! ¡Qué seductor es Humbert! (…) Humbert resulta, en fin, un caballero encantador, y quienes se oponen a sus designios, intentando proteger a la niña, nos son descritas (se trata siempre de mujeres mayores) como personajes odiosos y ridículos”.

En la novela que yo he leído, Humbert Humbert es de todo menos seductor y caballeroso. Ya desde las primeras páginas se presenta como un tipo oscuro, soez, de pasado turbio, a ratos grimoso, un vagabundo del que ya sabemos que huyó de Europa porque le buscaban por abusar de otra niña. Y Lolita tampoco se presenta atractiva: lo que excita al secuestrador son los atributos de su niñez (su olor, sus malos modales, su forma de comer), lo que hace de su deseo algo repulsivo y antierótico. Todo en Humbert es equívoco y amenazante, pero es que la novela está narrada por él. Por tanto, los personajes aparecen vistos con sus ojos. ¿Cómo no va a odiar a quienes quieren ayudar a su prisionera? El gran talento de Nabokov es conseguir que leamos un libro narrado por un tipo repugnante con el que no cabe identificación y a quien deseamos que condenen.

Pide Freixas que no nos olvidemos de las Lolitas al leer Lolita. ¿Cómo íbamos a hacerlo, si la novela se titula Lolita? No se titula Humbert Humbert. Se titula Lolita porque narra la destrucción de una niña en una odisea cutre de moteles baratos y pueblos desolados donde a nadie parece importarle su suerte. Tan culpable del infortunio de Lolita es su secuestrador como la sociedad americana, decadente, fría y desprovista de la menor nobleza (obsesión nabokoviana, príncipe ruso desterrado, él mismo), que lo consiente. Me resulta inconcebible que estas revisiones modernas no vean esto y sí sientan que “está escrita de tal modo que consigue hacernos olvidar que está mal violar niñas”. No me cabe en la cabeza que alguien conciba Lolita como una apología de la violación.

Lo que Lolita y Nabokov necesitan son lectores desprejuiciados y libres, no decodificaciones ideológicas que impongan lecturas políticamente correctas.

Sergio del Molino es escritor.

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