Las vacaciones suelen ser un momento propicio para la lectura. A la sombra, al sol, por la mañana o a partir del atardecer, leer en tiempo de descanso es hacerle más espacio a lo que de por sí brinda una buena lectura. Hace unas semanas apareció en los medios de comunicación la noticia de que la comprensión lectora de nuestra juventud es bastante mejorable. Los datos de los que disponemos para tratar de cuantificar el grado de comprensión lectora en el alumnado de primaria indican que en los últimos años este valor ha bajado. Aunque la situación está extendida, dado que en otras partes de Europa se aprecia la misma realidad, en España andamos a la cola.
No hace falta ser muy perspicaz para atisbar que la dificultad que, en general, tenemos jóvenes y no tan jóvenes para prestar atención tiene que ver con esta situación. La atención, como apuntó la filósofa Simone Weil, no depende tanto de la voluntad como del deseo. Y el deseo por consultar a cada rato el teléfono, por ejemplo, es difícil de sortear. Sabemos que el hábito del 'pantalleo' es en la mayoría de las ocasiones completamente posponible, pero aún así vamos una y otra vez tras 'eso' que reporta cada una de las consultas. Tal es, a la práctica, una de las interferencias más usuales que enturbian la comprensión lectora. La sucesión y superposición de distracciones y chispeantes novedades lastran cualquier ejercicio de concentración y atención. En la lectura, y también en el trabajo, en la calle o durante la conversación amistosa en la terraza de un bar.
Tras leer esta noticia inmediatamente rememoré mi época escolar. Y advertí que, si bien tenía destinadas regularmente unas cuantas horas a la lectura, siempre en silencio y con la mirada angulada hacia el libro, no había aprendido en demasía a compartir y dialogar acerca de lo que estaba leyendo. Ha sido con el paso de los años que he comenzado a entender y practicar la lectura de una forma más relacional, como un diálogo de miradas y palabras con aquellas personas que habían pasado por ese libro o lo estaban haciendo en ese momento. Una manera comunitaria de entender el acto de leer que ilumina muchos ángulos muertos y que en mi caso me ha hecho caer especialmente en la cuenta de que «leemos, pero también somos leídos por otro», en palabras de la mencionada Simone Weil.
Como sucede con tantos asuntos nucleares de la vida, la lectura no se puede entender unidireccionalmente. Nunca leemos completamente solos ni enclaustrados en nuestro mundo, sino que siempre resuenan otras voces. En cada una de las lecturas que llevamos a cabo está presente todo aquello que configura nuestras construcciones identitarias, también aquellas palabras heredadas e incorporadas que a veces ni siquiera sabemos que están ahí. De la familia, de la educación, de las redes sociales, de los bares y restaurantes, de los podcast, de otros libros y de cualquiera de las múltiples formas de interrelación que frecuentemos. Leer es, ante todo, un acto de conversación, y así lo recuerda Marcel Proust en su librito 'Sobre la lectura' al hacer referencia a una de las grandes ideas del filósofo francés del siglo XVII, René Descartes: leer un buen libro es mantener una conversación con quien lo ha escrito.
Es cierto que cuando se lee se pone uno frente al espejo. Sea una novela, un poema o un ensayo, en todos los casos la relevancia de lo leído depende de cómo se está en ese aquí y ahora. Y dicha contingencia se descubre al leer, puesto que los libros, como los caminos, se transitan, y cada lectura, como cada senda, las tiene que recorrer cada cual. Incluso es posible que un libro no suscite el deseo de seguir leyendo y entonces tengamos que dejarlo para otro momento. Sin embargo, en cada uno de estos trances somos más conscientes de nuestra mirada sobre el texto y, por lo tanto, de nuestra visión del mundo, en la medida en que compartimos nuestra lectura y escuchamos otros puntos de vista que nos ayudan a comprender cuál es nuestra perspectiva sobre ella y de qué modo podemos enriquecerla. Leer implica conversar, y el arte de conversar implica alteridad. Una alteridad que se refiere tanto al libro que nos interpela como a las personas con las que intercambiamos las impresiones que ese texto nos suscita.
Por eso entiendo que deberíamos cuestionar por qué no leemos más en primera persona del plural, por qué no potenciamos más el hábito de un tipo de lectura grupal y relacional, en nuestras casas, en las escuelas o en los encuentros de ocio. Del mismo modo que practicamos deporte en grupo, pues sabemos que nos conviene y ayuda a generar otro tipo de rutinas, potenciando una dinámica común y diferente que nos repercute tanto a nivel personal como relacional, también podríamos leer más así. Al hacerlo de manera dialógica, la lectura se incentiva, se focaliza la atención, se ensancha la comprensión y se fortalece el compromiso mutuo.
Se puede leer de muchas maneras: en silencio o en voz alta, en soledad o en un club de lectura. Y cada ejercicio de lectura depende del hábito que uno tenga, siendo el más común y extendido hacerlo en soledad. Pero estos hábitos no son celosos, así que leer en grupo no comporta dejar de hacerlo a solas, del mismo modo que jugar un partidillo no conlleva tener que dejar de salir a correr con los auriculares puestos.
Quizás una vía para tratar de revertir los indicadores de comprensión lectora de nuestra juventud sea la promoción de este tipo de lectura, no solo en el ámbito escolar, sino sobre todo fuera de él. Del mismo modo que procuramos que puedan ir a jugar, a tocar música, a practicar deporte o sencillamente a dar una vuelta con sus amistades, también podríamos animar a nuestros jóvenes a que descubran que leer un libro en diálogo con otras almas lectoras puede ser mucho más divertido y sorprendente que hacerlo a solas. Todo es cuestión de encontrar el entorno y el libro adecuados y esperar a que la lectura haga su parte.
Claro que para ello los menos jóvenes deberíamos predicar con el ejemplo, lo cual puede llevarnos a tener que reforzar o directamente modificar nuestros hábitos de lectura. Algo fácil de proclamar pero bastante menos de lograr, pues ya sabemos que los hábitos no se generan solos ni se consolidan a base de buenos propósitos. Aunque al menos en este caso no estaríamos solos en el intento, que es precisamente de lo que se trata.
Miquel Seguró Mendlewicz es profesor e investigador en la Universitat Ramon Llull y en la Universitat Oberta de Catalunya.