Legislar contra la desinformación

La democracia europea atraviesa una etapa de amenazas permanentes. Por el flanco este, las tendencias autocráticas de Polonia y Hungría buscan erosionar la separación de poderes y dejar cada vez menos espacio a la sociedad civil, mientras que los movimientos de Rumanía para que la corrupción se pague con impunidad son del todo preocupantes. Y no lo es menos la situación de la libertad de prensa en Malta y Eslovaquia, donde han sido asesinados dos periodistas que investigaban los vínculos de sus gobernantes con los paraísos fiscales y el crimen organizado. Turquía, por su parte, ha dejado de ser ese candidato al que hace no tanto mirábamos con esperanza. Y la Rusia de Vladímir Putin no para de querer interferir en los asuntos internos de la Unión.

Si bien algunos se muestran escépticos ante la posibilidad de que Rusia esté intentando desestabilizarla con una mezcla de desinformación, dinero de doble filo y apoyo a los populismos, no es ficción, sino realidad, que hoy el Kremlin proporciona a cada país lo que necesita para fracasar: miedo al inmigrante, gasolina separatista, movimientos antisistema...

Legislar contra la desinformaciónA algunos asombra y a muchos confunde el hecho de que Rusia no tenga problema en apoyar, dentro de un mismo país, a la extrema derecha y a la extrema izquierda, como ocurre en Grecia o Italia. Ni tampoco en aupar al populismo de izquierda radical y también al rancio nacionalismo en España. Se preguntan cómo es posible que Putin reciba con los brazos abiertos a Alexis Tsipras al tiempo que su televisión RT encumbra tanto al ultraderechista Nigel Farage como al independentista Alex Salmond. La respuesta es simple: lo que Rusia pretende es que nos destruyamos nosotros mismos, desde dentro, sin tener siquiera que movilizar a su ejército.

Y, para ello, apoya y financia los elementos que más daño pueden hacer a la convivencia y a la unidad. El hecho de que su maquinaria de propaganda —quizás el arma más potente con que cuenta una Rusia de arsenal militar obsoleto y en recesión económica— se afanara en inundar las redes sociales con un envenenado artículo titulado ¿Por qué la OTAN no bombardea Madrid durante 78 días? tras el falso referéndum de Cataluña no es un hecho aislado, sino un ataque frontal contra la democracia española y, por ende, contra la democracia europea.

Este ataque se enmarca dentro de la estrategia general que rige la misión política de Putin, y que consiste en debilitar a la Unión Europea. Sin embargo, sabemos que, en verdad, carece de una hoja de ruta bien diseñada para lograrlo. Más bien, da golpes de efecto a tientas, a base de prueba y error, explotando cualquier muestra de descontento sobre el terreno e ideando falsedades para generar malestar allí donde es inexistente.

El mayor desafío, no obstante, viene desde dentro de la propia Unión. Si Rusia no gozara de ayuda interna europea no tendríamos que estar hablando de ella como una de las grandes amenazas de nuestro tiempo. Con dinero y noticias falsas, Putin y su corte de oligarcas y propagandistas insuflan el populismo. Ese populismo que, sintiéndose incómodo con los valores europeos y prefiriendo técnicas autocráticas, ve en la amenaza rusa su propio beneficio.

Ante esta inquietante realidad, los demócratas debemos hacer una defensa firme de los valores que nos definen como europeos: el respeto por las libertades, el Estado de derecho, la igualdad, la justicia, la solidaridad, el pluralismo, la tolerancia y, por supuesto, la diversidad. Valores sin los que nuestra democracia podría acabar devorada por quienes predican el odio y la intransigencia. Es un escenario hipotético, pero no imposible, y recuerda demasiado a lo peor de nuestra historia.

Por tanto, además, ante la diplomacia de las centrales nucleares, Londongrado o los pasaportes de oro, es imprescindible avanzar en la adopción de medidas para la integridad financiera y no prestarse a conceder la ciudadanía europea al primer oligarca que ponga medio millón encima de la mesa. Emitamos señales claras de que Europa va en serio.

A su vez, podemos y debemos actuar contra la desinformación, rusa y autóctona. Y debemos hacerlo cuanto antes. Cada minuto que empleamos en debatir sobre si es mejor o peor legislar para combatir la desinformación es un minuto perdido. Ni es mejor ni es peor: es simplemente necesario. Tanto a nivel nacional como, especialmente, a nivel europeo.

Ni se trata de establecer un Ministerio de la Verdad, ni de cercenar la libertad de expresión. Se trata de proteger la labor de los periodistas y de salvaguardar el derecho de toda la ciudadanía a vivir en una democracia sana y, por tanto, informada y no manipulada.

Esta semana, la Comisión Europea presenta un documento que podría ser el punto de partida para empezar a legislar contra las noticias falsas... o podría quedarse corto. Sería una oportunidad perdida si no exigimos, sino que sugerimos, a las plataformas digitales mayor rendición de cuentas; si no obligamos a los medios rusos a identificarse como lo que son, agentes externos de agitación; y si no impulsamos, de forma sólida, programas de alfabetización mediática que fortalezcan la resiliencia social contra la mentira.

No basta con probar medidas laxas y ver qué pasa. Ni con esperar a que se preste a cooperar la misma red social que dejó los datos de 2,7 millones de europeos al alcance de Cambridge Analytica y que todavía no ha dado explicaciones ante el Parlamento Europeo. No podemos permitir que los populismos sigan utilizando Internet para amplificar su odio; y la maquinaria propagandística del Kremlin, para difundir falsedades incendiarias.

En la Unión Europea, respetar la democracia no puede ser voluntario; ni se puede abusar de la libertad de expresión para, precisamente, atentar contra esta misma democracia. Si no nos ponemos de acuerdo en que urge defender nuestra democracia ante las crecientes tendencias autoritarias que nos acechan —blindándola con nuevas leyes, si es necesario—, entonces Putin habrá ganado. Y, con él, todos aquellos a los que la democracia les molesta y preferirían imponer una república en la que la oposición no tuviera voz, el president eligiera a los jueces a dedo, los políticos golpistas se supieran inmunes ante la justicia y los niños fueran adoctrinados desde la escuela. ¿Les suena?

Ramón Luis Valcárcel es vicepresidente del Parlamento Europeo y eurodiputado del PP.

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