Legislar, gobernar y juzgar o el sitio de cada cual

Supongo que a estas alturas nadie duda de que la democracia y el Estado de Derecho descansan en la separación de poderes, doctrina clásica atribuida a Montesquieu, aunque, para ser precisos, antes que él ya la había elaborado gente tan bien pensante como Aristóteles o el inglés Locke. Pero con independencia de quién de los tres fuera el padre de la criatura, a mi juicio el primero fue el que mejor la explicó. Frente a principios tan maquiavélicos como que el poder no se comparte o que el poderoso debe preservar intacto el teatro de su ceremonia, Montesquieu escribió que era indispensable que el poder contrarrestase al poder, que si el poder legislativo iba unido al poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos, eso sería arbitrario y si era al ejecutivo, entonces el juez podría tener la fuerza de un opresor. O sea y más gráficamente, que un excesivo poder envicia demasiado.

Este preámbulo, lo mismo que los tres verbos que sirven de título al artículo, viene a propósito de la polémica surgida a raíz de la decisión de cinco de los seis jueces de instrucción de la Audiencia Nacional de no aceptar la limitación que, según ellos, la Ley Orgánica 1/2014, de 13 de marzo, ha supuesto para el principio de «persecución universal» o de «comunidad de intereses» al acotar la extensión de la jurisdicción española más allá de nuestras fronteras.

Anticipo que por respeto a la resolución final –al parecer, cercana en el tiempo, no es mi intención entrar en el fondo de los procedimientos en curso –aparte de que cada uno tiene sus peculiaridades y, por ejemplo, el instruido por el «genocidio del Tíbet» es diferente al caso José Couso– sino analizar lo ocurrido desde la perspectiva de lo que algunos consideran que es un pulso entre los jueces y el Gobierno, al que, según las crónicas judiciales, aquellos hacen culpable de la «chapuza» y de usar la reforma legislativa como «moneda de cambio de intereses económicos».

Lo cual no me impide recordar que hasta el momento de la modificación legislativa y salvo que esté en un error, la posición de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo sea someter nuestra jurisdicción penal extraterritorial a ciertos límites, como la existencia de algún punto de conexión de los hechos con intereses españoles –«contacto legitimante» escribió un cursi– o el criterio de reserva de necesidad o de subsidiaridad, que significa dar prioridad al principio de competencia territorial sobre el de universalidad y que nunca debe ser entendido de modo absoluto.

Todo es discutible y más en Derecho. De ahí que los argumentos utilizados por los jueces «rebeldes o díscolos» para defender sus tesis –los adjetivos ni son míos ni los comparto– no sean completamente certeros y tampoco plenamente equivocados. Es más. Mi opinión es que en los puntos de vista que sostienen nada hay de extravagante y, por tanto, nadie en sus cabales puede tacharlos de arbitrarios o de infundados.

Distinto es que las discrepancias de criterio respecto a lo aprobado por las Cortes Generales no justifiquen la situación de tensión creada. Menos cuando la impresión del ciudadano medio, incluidos expertos y profanos en la materia, es que sus señorías, con su actitud, no pretenden defender exclusivamente una posición jurídica, a lo que han contribuido divulgando sus divergencias y hacerlo con reproches de grueso calibre que merman la apariencia de objetividad. Y es que, a decir verdad, ¿por qué y para qué rizar el rizo de los argumentos en un foro político cuando los razonamientos jurídicos expuestos en sus autos son de fácil entendimiento y no precisaban de apostillas alambicadas y sutiles?

Alguien dijo en una ocasión que en España es difícil que cada cual sepa estar en el lugar exacto que le corresponde. En este caso, el que asigna la Constitución. Digo esto porque lo mismo que es figura desacomodada la del juez con vocación de redentor de la humanidad –lo que aquí no se da, aunque el personaje haya existido–, nada hay más estrafalario que un político, sea parlamentario o no, erigido en juez, o un ministro con hechuras de profeta, supuesto este último que se agudiza cuando el mesías, que encima es jurista, resulta un lírico partidario de «leyes de emergencia», también llamadas de «para salir del paso» o para dar gusto a clamores populares. Con actitudes como éstas corremos el riesgo de convertir la vida pública en un gran guiñol y también en un río revuelto con licencia para pescadores oportunistas.

En la obra del ensayista norteamericano Alexander Hamilton Los jueces como guardianes de la Constitución se puede leer que de los tres poderes, el judicial es el menos peligroso por el simple motivo de que solamente dispone del razonamiento, además de depender de los otros dos para poder trabajar y ejecutar sus decisiones. A mí este pensamiento nunca me dejó indiferente y poco necesito para sumarme a él. Sin embargo, lo que la mayoría piensa es que el poder judicial en España tiene un perfil muy bajo, cosa que atribuyen a esos responsables políticos extremadamente entusiastas de que los tribunales no sean obstáculo a sus peculiares ideas del Estado. Lo más grave del poder judicial es que lleva demasiado tiempo arrastrando un infinito complejo de inferioridad y girando en la rueda del auténtico poder como un minúsculo rodamiento fácil de engrasar.

Esto lo saben bien nuestros jueces. También que un juez es la persona justa, recta e íntegra que aplica la ley y, en caso de duda, la interpreta o procura que otros jueces superiores lo hagan por él. Tan evidente es esto como lo es que el juez no es legislador, cosa que está en el ánimo de todos, lo mismo que está el que no es beneficioso que la función judicial invada órbitas ajenas o que el espíritu de sus señorías se contamine por anhelos éticos o preocupaciones sociales. Los señores jueces de la Audiencia Nacional, a quienes conozco y reconozco como personajes serenos y hasta escépticos, son los primeros en proclamar que ellos no son depositarios de los valores morales de la sociedad ni, por tanto, tienen el compromiso de enderezar el torcido mundo ni borrar el mal de la faz de la Tierra.

Nunca fui buen consejero y sé que en los tiempos que corren hay propuestas que resultan imposibles de realizar; verbigracia, que nadie supiera qué piensan los jueces, salvo lo que dejan dicho y firmado en sus providencias, autos y sentencias. Ahora bien, a medida que he ido escribiendo esta tribuna se me ha ocurrido que para evitar situaciones de celos jurisdiccionales como la comentada podría servir de ayuda alguna que otra recomendación. Sea el lector y los destinatarios de estas líneas quienes valoren lo que modestamente me permito sugerir. Lo único que pido es que no se vean como censuras, sino como planteamientos discutibles para un escenario delicado. Y así, quizá fuera conveniente:

a) Reparar en que el correcto ejercicio de la jurisdicción implica acertar en el doble y difícil equilibrio de no apropiarse del papel que la Constitución atribuye al poder legislativo y tampoco, por acción u omisión, lesionar el derecho de los ciudadanos a la tutela judicial efectiva.

b) Recordar que nunca las fronteras jurisdiccionales fueron nítidas, sino, por el camino opuesto y en ocasiones, terrenos pantanosos o espacios de penumbra.

c) Que pretender que el legislador defina esas rayas con claridad es una esperanza ingenua que hace necesaria la intervención del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional para que, como superiores en sus respectivos órdenes, pronuncien la última palabra.

d) Ver si acaso no fuera buen momento de encauzar las competencias de la Audiencia Nacional en materia penal y, por tanto, pulir algunas aristas de excepcionalidad que el órgano presenta.

Todo esto podría hacerse con calma y utilizando exclusivamente la razón jurídica en el sentido que Hobbes decía, como perfeccionamiento de la conciencia humana, con habilidad técnica y con sentido común.

Que las instituciones básicas del Estado están en quiebra –a lo mejor la cosa no pasa de suspensión de pagos, hoy concurso de acreedores–, se nota. Que el poder judicial está flojo es algo que muchos piensan, lo mismo que sin necesidad de encuestas, opinan que el ejecutivo es el poder sin más y que, pese a las apariencias, el legislativo no goza del prestigio que debiera. Por eso, lo que en buena lógica se impone es el esfuerzo por lograr el certero punto de mesura, donde cada poder no sea ni más ni menos que los otros. Desde luego, hago mías las palabras de Ranson de que o se libra al juez de la tutela parlamentaria –añadiría que de cualquier otra– o la autoridad de la Justicia será inexistente. Pero quede claro que nada de «el poder de los jueces», que es cosa tan distinta como absurda. El «Estado de los Jueces» no es el Estado de Derecho sino su antítesis.

Javier Gómez de Liaño es abogado y juez en excedencia

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