Legitimar la ruptura

Por Javier Zarazalejos (EL CORREO DIGITAL, 25/06/06):

El 20 de noviembre del año pasado se cumplió el trigésimo aniversario de la muerte de Franco. Ese día, un importante diario, que no destaca por su actitud crítica hacia el Gobierno, editorializaba sobre la trayectoria política de nuestro país desde entonces. El análisis no era en absoluto banal. «Los cambios de signo político del Gobierno (1982,1996, 2004) han sido a la vez expresiones de la renovación generacional de la sociedad y en el seno de cada partido, lo que ha determinado percepciones muy diferentes de la realidad. La generación de Aznar -continuaba el editorial- no compartía la mala conciencia (tan fructífera) de los gobernantes de UCD, y Zapatero no comparte los temores de la de González y Guerra a tomar decisiones que puedan dividir a los españoles». Es verdad que no se explica por qué la supuesta «mala conciencia» de UCD se elogia como fructífera mientras que la prudencia atribuida a González y Guerra no merece elogio alguno frente el arrojo de Zapatero para dividir a los españoles. Pero lo relevante no es eso sino el valor del análisis como pronóstico que la izquierda en el Gobierno, bajo la dirección de Rodríguez Zapatero, esta cumpliendo de manera implacable.

Presentar el desarrollo de la democracia en España como una liberación de las inhibiciones heredadas de la transición y del proceso constituyente puede sonar muy bien al narcisismo progresista pero, en el fondo, no es más que reintroducir la vieja pulsión sectaria que tanta veces a lo largo de nuestra historia ha visto en la exclusión del adversario el presupuesto necesario para materializar el proyecto político propio. Después de una trayectoria ininterrumpida de acuerdos de diversa naturaleza en el ámbito autonómico y en el nacional, fue el nacionalismo vasco - ¿quién si no podría ser!- el que abrazó la expresión más acabada y aberrante de exclusión política y social del adversario, al suscribir el pacto de Estella y asumir expresamente las exigencias de ETA que ponía la diana sobre populares y socialistas para promover la muerte civil -cuando no la física- de ambas opciones.

El compromiso común del PP y del PSOE frente a esta descarnada expresión del peor sectarismo y, por contraste, la revalorización del Estatuto y la Constitución como marco de convivencia y garantía de derechos, nos llevó a muchos a pensar que el frente nacionalista urdido en Estella había servido como una útil dosis de recuerdo para una sociedad que había mantenido al día el calendario de vacunación contra sus patologías políticas endémicas. Estábamos equivocados. Mientras crecía la impaciencia en la izquierda ante la perspectiva de una tercera legislatura en el Gobierno del Partido Popular, el sórdido legado de Estella -la negación del adversario- era recogido por los socialistas catalanes como ofrenda a ERC para alumbrar el segundo gobierno autonómico basado expresamente en la exclusión, pero ahora sólo del Partido Popular.

El Pacto del Tinell -verdadera conjura de necios- dio lugar a un tripartito saludado desde el balcón de la Generalidad por Rodríguez Zapatero mientras desde tantos otros balcones y tribunas se atribuían a semejante audacia progresista efectos prodigiosos. El fiasco del nuevo Estatuto, precedido de la ruptura del propio tripartito -¿quién lo iba a decir!- no ha hecho más que confirmar una trayectoria de gobierno en Cataluña que hasta los más entusiastas del invento eluden ya defender ni como proyecto ni como simple gestión. No importa que Carod esté como está en su partido, ni que Maragall , tiempo atrás ungido como precursor de la entrada de Zapatero en Moncloa, haya terminado siendo la víctima de lo que, por otra parte, se insiste en presentar como un éxito. A Maragall le cabe el consuelo de pensar que si esto le ha ocurrido por el éxito inapelable del Estatut, al menos se ha librado de lo que podría esperarle si quienes le han defenestrado lo hubieran considerado un fracaso.

La peripecia catalana completa un ciclo en este proceso de exclusión que une a la izquierda y a los nacionalistas. El ciclo se reiniciará de cara a las próximas elecciones autonómicas. El tripartito ha terminado como empezó, buscando su legitimación en la exclusión del Partido Popular, instando a que se vote por la visceralidad del rechazo, expulsando del espacio catalán no a todos los que se han opuesto al Estatut, sino a los señalados para ser convertidos en el objeto fóbico cuyos candidatos pueden ser intimidados, sus mítines reventados y sus derechos cívicos conculcados en medio de la comprensión autodestructiva de un sector de la sociedad en el que prosperan los políticos del silencio o de la justificación cómplice de los agresores. Ecos de Estella que en Cataluña para no pocos se confunden con las voces que llaman a ponerse en camino hacia el destino nacional.

La conclusión tan mediocre del proceso estatutario en Cataluña no sólo ha sellado la suerte de Maragall. Eso sería lo de menos. Ha legitimado como deseable el abandono del consenso en una norma de contenido más que nunca constitucional porque altera la conformación del Estado. Sí, el nuevo Estatuto catalán -de las leyes orgánicas ya ni hablamos- legitima como deseable el abandono del consenso precisamente porque para los socialistas en el poder esa es un servidumbre de la Transición de la que ha llegado el momento de liberarse y porque la exclusión de la representación de casi diez millones de ciudadanos es la prueba del nueve de la audacia gubernamental que, como decía el comentario trascrito, no teme decisiones que puedan dividir a los españoles.

El Gobierno ha demostrado que el abandono del consenso es para él un principio de actuación política y no sólo una posición doctrinal que le lleva a escamotear la paternidad reformadora, parlamentaria y monárquica de nuestro marco político frente a la reivindicación extemporánea de una filiación que pretende ser republicana pero se queda en gueracivilista. Este principio de actuación, básicamente sectario, parece ser lo único que llena el vacío biográfico de tantos dirigentes de esta nueva izquierda vieja. Tal vez, ese criterio de actuación está tan arraigado precisamente porque es el único. Lo cierto es que reaparece una y otra vez en la vida política porque, una vez emprendido ese camino, lo que queda atrás es tierra quemada sobre la que no se vuelve volver. Y ahora ese camino, después de que el cortejo autocomplaciente ha repuesto fuerzas en el oasis, conduce al País Vasco.

«Salvo en estos 25 años nuestra historia constitucional es un recetario de fracasos, una gran página de fracasos ¿Saben por qué? Todos lo sabemos porque todos la conocemos: porque normalmente se hicieron constituciones de partido, se hicieron normas políticas con el 51% y las normas políticas con el 51% para ordenar la convivencia acaban en el fracaso». Esto lo decía el presidente del Gobierno en el Congreso de los Diputados el 1 de febrero de 2005 cuando se rechazó la admisión a trámite del plan Ibarretxe. Un caso peculiar, el de Zapatero, de alguien que no quiere aceptar que tiene razón cuando dice cosas como éstas.