Lejos de Churchill, cerca de Chamberlain

Es bien sabido que el modelo que George Bush considera digno de imitación, por encima de todos, es Jesucristo, pero que Winston Churchill le sigue muy de cerca. El presidente de EEUU, quien ha comparado Irak con la II Guerra Mundial, admira al ex primer ministro británico hasta el punto de que tiene «un busto de mirada severa» suyo en el Despacho Oval. Reflexioné muchísimo en torno a Churchill cuando trabajaba en mi libro Troublesome Young Men [Jóvenes incordiantes], un relato acerca de un grupo de parlamentarios británicos que se opusieron a la política de Chamberlain con Hitler, obligándole a presentar su dimisión en mayo de 1940 y que contribuyeron a convertir a Churchill en su sucesor. Por eso me llevé una grata sorpresa cuando me enteré de que el presidente estadounidense había leído mi libro. No me ha hecho saber lo que piensa, pero seguro que se identifica con el retrato que hago de Churchill, no con Chamberlain. sin embargo, los paralelismos saltan a la vista, pero no como a él le gustarían.

Al igual que a Bush, y a diferencia de Churchill, Chamberlain llegó al cargo con un conocimiento y una experiencia casi nula en asuntos internacionales. Sin embargo, estaba convencido de que podría meter en cintura a Hitler y Mussolini. Se rodeó de consejeros que pensaban igual que él y se negó a hacer el menor caso a quien le transmitiera cualquier opinión diferente. En los meses que precedieron a la guerra, Chamberlain no vio ninguna necesidad de consolidar una coalición poderosa para hacer frente a los nazis e hizo caso omiso de los llamamientos de Churchill para formar una «gran alianza».

A diferencia de Bush y Chamberlain, Churchill nunca fue partidario de que su país marchara en solitario. Durante los 30, si bien insistía en que Gran Bretaña se rearmara, apoyó enérgicamente el empleo de la Liga de Naciones para proporcionar seguridad a los países pequeños. A pesar del fracaso de la Liga para contener el avance del fascismo, Churchill mantuvo la convicción de que Gran Bretaña debía asociarse sin reservas con Francia e incluso alcanzar un acuerdo con la URSS, a la que despreciaba.

Al igual que el actual presidente, Chamberlain reclamó para sí un poder ejecutivo sin precedentes, sustrayéndose a los controles y equilibrios que han de limitar el ejercicio del cargo de primer ministro. Menospreciaba las opiniones disidentes, tanto de dentro como de fuera del Gobierno, y cuando organizó en 1938 sus encuentros con Hitler, que terminaron con lo sabidos resultados catastróficos, lo hizo sin consultar siquiera a su gabinete. Incluso se saltó a la Cámara de los Comunes, lo que llevó a Harold Macmillan, futuro primer ministro y uno de los miembros del Parlamento contrarios al apaciguamiento, a quejarse de que Chamberlain estuviera tratando a la Cámara «como si fuera el Reichstag, al que se reúne sola y exclusivamente para que oiga los discursos y convalide sus decretos».

Como era el caso de Bush y los republicanos en el 2006, antes de las elecciones de noviembre, Chamberlain y sus conservadores gozaban de una amplia mayoría en los Comunes y, como Macmillan se encargó de subrayar, el primer ministro trataba al Parlamento como un perrito faldero.

«En lo más profundo de mi ser, tengo la sensación de que aborrece la Cámara de los Comunes -escribió uno de los más acérrimos partidarios de Chamberlain-. No cabe duda de que siente un desprecio infinito hacia las intromisiones parlamentarias».

Churchill veneraba el Parlamento. Se consideraba a sí mismo «un hijo» de la Cámara y un «servidor» firmemente convencido del papel constitucional del Legislativo en la supervisión del Ejecutivo. Cuando Chamberlain se empeñó en la suspensión de la Cámara baja durante un período de dos meses, a muy pocas semanas de que empezara la guerra, Churchill, que sólo era un parlamentario de a pie, tuvo un arrebato de cólera y calificó la decisión de «desastrosa y vergonzosa». Animó a aquéllos de sus colegas contrarios al apaciguamiento a que no se reprimieran y cuando Cartland llamó dictador a Chamberlain a la cara, Churchill le felicitó con entusiamo.

Es prácticamente seguro que el héroe inglés observaría con suma desconfianza la campaña de Bush para acallar cualquier debate público sobre «la guerra contra el terrorismo» y el conflicto de Irak. Como Bush y los que le rodean, Chamberlain intimidaba a la prensa, restringía el acceso de los periodistas a las fuentes y sostenía que quien se atreviera a criticar al Gobierno era culpable de deslealtad y perjudicaba el interés nacional. Como Bush ahora, Chamberlain dio su conformidad para que se practicaran escuchas telefónicas de ciudadanos sin autorización judicial; Churchill, que creía firmemente en las libertades individuales, frente a las extralimitaciones del Gobierno, fue uno de los que tuvieron intervenido el teléfono. Eso no quiere decir que no fuera nunca culpable de infringirlas. En junio de 1940, cuando parecía inminente una invasión nazi, ordenó el internamiento de más de 20.000 extranjeros. Sin embargo, en cuanto pasó la amenaza, se puso en libertad, por orden suya, a la inmensa mayoría de los detenidos. «La palabra clave en toda interpretación de Churchill es una sencilla palabra: libertad», escribió Eric Seal, su secretario.

He descubierto que escribir sobre los políticos británicos es como un test de Rorschach. Los lectores sacan paralelismos entre los acontecimientos de los 30 y los de hoy de acuerdo con sus filosofías políticas. He recibido mensajes de personas que ven semejanzas entre las dificultades de EEUU en Irak y la actitud de Chamberlain, pero también me han llegado correos entusiastas de lectores que comparan favorablemente el valeroso enfrentamiento de los rebeldes conservadores británicos y la campaña del gobierno Bush contra los que se oponen a la Guerra de Irak.

Entre los que me han escrito con elogios al libro se encuentran Karl Rove, el consejero cesante de Bush, y Howard Wolfson, director de comunicación de la campaña presidencial de Hillary Clinton. Tampoco cabe duda de que el presidente tiene su propia interpretación de Churchill. «No le temblaba el pulso -ha comentado-, era duro, sabía en lo que creía». Pero Churchill resoplaría incómodo, ante la equiparación entre el «islamofascismo» y la Alemania nazi, una potencia a escala mundial que ya había conquistado varios países cuando entró en guerra con Inglaterra.

Así y todo, miembros clave del Gobierno norteamericano han comparado a los críticos de la guerra contra el terrorismo con los partidarios del apaciguamiento en los 30, situando a su jefe, y situándose a sí mismos, en el mismo plano que los jóvenes incordiantes que ayudaron a Churchill a conseguir el poder. Pero no se les puede perdonar a los partidarios de la mano dura en la Casa Blanca que, en los momentos más aciagos de Irak, hayan seguido confiando en que la Historia los presentará como unos adelantados con visión de futuro.

Churchill creyó que Estados Unidos y Gran Bretaña tenían la responsabilidad de servir de ejemplo al resto del mundo y que ambos países tenían que hacer todo lo posible por garantizar que «el título de propiedad de la libertad» quedara salvaguardado a toda costa dentro de sus propias fronteras. «Vamos a ver si predicamos lo que practicamos -proclamó en su discurso sobre el Telón de Acero, en 1946 en Fulton (Missouri)-, pero vamos a ver también si practicamos lo que predicamos».

Lynne Olson fue corresponsal en la Casa Blanca para el diario The Baltimore Sun.

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