Lejos del Apocalipsis

No te gustará, no será corta... pero, será una crisis. Palabra más, palabra menos, éstas son las que en la película 300 pronuncia la reina espartana Gorgo mientras acuchilla a Theron, el político traidor que vende la patria al tirano persa Jerjes. Y son muy similares a las que han dicho -o cuanto menos pensado- muchos miembros del numeroso ejército de ministros, banqueros centrales, financieros, expertos y miembros de la sociedad civil pro y anti-sistema que hace unos días han participado en Washington en la Asamblea del Fondo Monetario Internacional (FMI), donde se ha consentido hasta coquetear con la amenaza del retorno de la crisis.

Los argumentos que se han presentado para justificar el pesimismo no son novedosos: las turbulencias financieras que se desataron el pasado verano con la crisis de las hipotecas sub-prime conllevarán un cerrojazo internacional al crédito y las apalancadas economías reales acabarán inevitablemente creciendo menos. Si el proceso se hace de forma ordenada, los costes serán razonables. Pero si el ajuste se descontrola, todo puede acabar francamente mal.

Los optimistas hemos dicho también lo de siempre: que Japón, algunos países europeos y, sobre todo, los países emergentes tienen sólidos fundamentos económicos que mejoran la resistencia de la economía mundial al virus de la crisis y que las tormentas financieras de los últimos setenta años no han conseguido repetir el gran éxito global que tuvo el crash de 1929. Precisamente el prestigio de las autoridades reguladoras en los países desarrollados descansa en la baja visibilidad de los costes que han tenido las recurrentes crisis financieras que hemos visto desfilar ante nuestros ojos en estas últimas seis décadas de prodigioso crecimiento de la intermediación financiera en los países de la OCDE.

Cuando el reciente debate en Washington entre optimistas y pesimistas lo trasladamos a España, el tema se pone emocionante.

Muchos creen que de ésta no nos libramos. Que el "modelo" español depende del apalancamiento de las familias y que si antes del verano el patrón ya no daba más de sí -un argumento que se lleva empleando, todo hay que decirlo, desde los primeros años del siglo XXI- ahora ya no hay quién lo sostenga. La restricción del crédito es inevitable, la construcción se desplomará, la destrucción de empleo nos recordará la de tiempos pasados, el crecimiento se irá a tasas por debajo del 2% y nuestra reputación como país modélico y moderno se irá al traste.

Cuando los oigo, me acuerdo de un gran economista, Herb Stein, quien hastiado de las promesas de paraísos inminentes que en los años ochenta hacían los economistas conservadores apuntaba con sarcasmo: "No hay nada en la Revolución de la Oferta que esté tan equivocado que no pueda arreglarse dividiendo por 10". Traducido para los agoreros patrios: es poco probable que la economía española se hunda en los próximos trimestres.

Mal que nos pese, somos ya una economía sofisticada con un patrón de crecimiento razonablemente diversificado. Por ello, aún en caso de parón de la construcción, la economía del país no se hundirá. Ciertamente creceríamos menos -en mis cálculos, entre 0,75 y 1 punto menos- y se generaría menos empleo, pero no sería el Apocalipsis.

Pese a la atención que suscita que el endeudamiento de las familias españolas se haya situado por encima del 100% de su renta bruta disponible, no debe olvidarse que la riqueza de las familias también ha crecido de forma continuada desde 1996 y que, según los últimos datos del Banco de España, la riqueza neta de las familias se aproxima a 6 veces sus ingresos brutos anuales. No es una mala atalaya para hacer frente a la tantas veces anunciada reducción del valor del stock inmobiliario del país. Evidentemente, las "pérdidas" y las "ganancias" del cambio de entorno no se distribuirían simétricamente entre los hogares. Si los tipos de interés suben y cae el precio de la vivienda, los hogares que tengan la mayor posición acreedora neta y que tengan un mayor porcentaje de su riqueza en activos financieros de mayor liquidez y menor riesgo serán también los que menos tendrán que ajustarse. Y, a medio plazo, aquellos que por poder permitirse una mayor tolerancia al riesgo comiencen antes a comprar activos con "precios de saldo" también estarán entre los beneficiados.

Por lo que respecta a la potencial destrucción de empleo, la prudencia aconsejaría no proyectar el pasado. En primer lugar, porque el actual nivel de salarios reales de la economía española -la otra cara del problema de los mileuristas- acota la dimensión del ajuste en el nivel de empleo necesario. Y además, porque los avances en la flexibilidad y en el grado de movilidad geográfica y sectorial de la economía hacen más probable que nuestra economía ya pueda crear empleo neto creciendo a poco más del 2%, cuando en los años noventa había que crecer como mínimo al 3%.

Y esto es decisivo para la dinámica del denominado "modelo español" porque reduce abruptamente la probabilidad de que una desaceleración cíclica se acabe convirtiendo en una crisis bancaria y ésta en una crisis de la economía real. ¿La razón? Que todos los modelos de gestión de riesgos identifican al desempleo -y no a la subida de tipos de interés- como el factor explicativo del estallido de las crisis bancarias.

Reconocer que las reformas que hemos hecho y que los colchones que hemos acumulado -y no es el menor de ellos que en una generación hayamos pasado de 6.000 a 30.000 dólares de renta per cápita- recortan los impactos de los posibles shocks, no tendría que ser una derrota ideológica. En muchos países, ya se sabe que la dinámica del "cuanto-peor-mejor" no paga dividendos y que del ridículo nunca se vuelve.

Si alguien quiere pasar factura porque el crecimiento se puede desacelerar desde el 3,7% al 2,7%, no hace falta que le apueste a la recesión. Basta con sugerir que dejarse sobre la mesa el 25% del crecimiento potencial marca el cambio de ciclo, y que hoy necesitamos tomar las decisiones que determinarán si crecemos igual, más o menos que en los últimos diez años.

Globalización y desvinculación macro-económicamente no riman. El aumento de la integración de España en la economía global nos hizo crecer más que nunca en nuestra historia reciente, pero hoy nos trae una mayor exposición al ciclo internacional y a sus desequilibrios. Y si hay una crisis internacional de liquidez, España, un país que ha importado ahorro externo masivamente, tendrá que ajustarse al nuevo entorno.

Pensar que se puede actuar de otra forma es voluntarismo. Un error tan absurdo como aceptar que no hay escapatoria. Que no se pueden explotar las fortalezas que ya se tienen o seguir creando otras nuevas.

Cuando en Washington se argüía hace unos días que la crisis de las hipotecas basura era el resultado de una prolongada fase de tipos reales de interés injustificadamente bajos que habían tenido efectos devastadores en la calidad del crédito bancario, España era el obvio contra-ejemplo. Pocos países de la OCDE han visto una reducción tan intensa de sus tipos como nosotros, y muy pocos sistemas bancarios han crecido más que el español. Pese a ello, en el balance de los bancos españoles no hay huella de productos tóxicos.

¿Suerte? No. La situación de la banca española no ha caído del cielo, sino que es el resultado de las estrategias de diversificación geográfica y de negocios de las entidades financieras españolas y del excepcional trabajo regulatorio del Banco de España. Ambos se han aliado para evitar a la economía española un lastre que amarga a éste y al otro lado del Atlántico.

Entonces, ¿somos inmunes? Desde luego que no. Lo que pasa es que tenemos una buena tecnología de cooperación público-privada. Sabemos hacerlo. El shock puede llegar y entonces quizás lo que haya que hacer no nos guste mucho. Puede incluso que el ajuste no sea breve. Pero, al menos, la gente de mi generación estoy seguro de que sabría y querría tomar las decisiones que hubiese que tomar para que la "turbulencia" no se convirtiese en crisis.

José Juan Ruiz, economista.