Por Pedro González-Trevijano. Rector de la Universidad Rey Juan Carlos (ABC, 31/03/06):
EL Estatut de Catalunya lleva mucho tiempo monopolizando la vida nacional. Primero, en el Parlament y, ahora, en el Congreso, donde la discusión intensa y acalorada de sus líneas programáticas y rasgos principales ha centrado la refriega política. Un debate, por lo demás, que no se ha circunscrito a las instituciones políticas y al ámbito público, sino que ha llegado a la ciudadanía. A ésta me gustaría dirigirme, más que a la pléyade de actores políticos e integrantes varios de la circunspecta Academia.
De entrada, una aclaración: no soy un detractor de nuestro modelo de descentralización política -el Estado autonómico o Estado de las Autonomías-. Nada más lejos que la rancia defensa de un desfasado marco jacobino y asfixiantemente centralizador. Por el contrario, creo en las ventajas de un sistema descentralizado, respetuoso y cercano a las ricas singularidades y pueblos de España, tanto por lo que tiene de protección de nuestra pluralidad territorial, como de una mayor eficacia en la prestación de los servicios públicos. Si bien, no pueden ignorarse algunas innecesarias duplicidades en el obrar de las Administraciones Públicas y sus consecuentes costes económicos.
Pero aclarado esto, no puedo ir en contra de mis convicciones. ¡Este no es el modelo de Estatuto que necesita Catalunya, y por ende España!, toda vez que se ampliará inexorablemente -¡y vuelta a empezar!- al resto de Comunidades Autónomas. ¿Qué otro significado tiene entonces la cláusula Camps de la Comunidad Valenciana?
La primera de las razones, por sensibilidad social. Me resisto a pensar que la reclamación autonomista, por lo menos en su tenor excluyente, responda a los deseos reales de la población. A los ciudadanos de la España constitucional, como acontece con el resto de los europeos, nos preocupa -así lo dice el Informe del Centro de Investigaciones Sociológicas de este mes de marzo- otras cuestiones: la inmigración, el empleo, la sanidad, el medio ambiente, la vivienda o la educación. Las reclamaciones estatutarias se han vertebrado mayoritariamente, ¡no nos engañemos!, para satisfacer las ansias partidistas de una endogámica clase política y de un exacerbado clientelismo, al tiempo que para lograr el indefectible respaldo parlamentario para poder gobernar.
La segunda razón, por lógica y metodología. Si desde el Gobierno se auspicia una reforma constitucional, incidiendo alguna de ellas -la denominación de las Comunidades Autónomas y el papel del Senado- en nuestro modelo autonómico, lo razonable sería impulsar, de entrada, la revisión constitucional, para desde ésta encauzar los cambios estatutarios. Construyamos los cimientos y, luego, instalemos el tejado. Pero no al revés. No deben ser los Estatutos los que arrastren, de facto, a una reforma no prevista y tácita de la Constitución: las denominadas modificaciones constitucionales encubiertas o mutaciones constitucionales. Pero hay más. En el Dictamen del Consejo de Estado, del mes de febrero, se postula algo diferente al sentido de la reforma estatutaria aprobada: la conveniencia de cerrar el modelo, poniendo pues coto a sus rasgos centrífugos y fortaleciendo los elementos comunes e integradores.
La tercera razón, por fáctica operatividad, toda vez que la descentralización ha sido de tal intensidad y extensión, que poco destacado queda razonablemente susceptible de delegarse a las Comunidades Autónomas, si no queremos deconstruir el Estado o transformarlo en una imposible Confederación. Lo que habría que hacer en este momento, por contra, sería reforzar -en la línea del federalismo cooperativo- los mecanismos de colaboración/coparticipación multilaterales entre Estado y Comunidades Autónomas para mejorar la coordinación, la eficiencia y la cohesión nacional.
La cuarta razón, por la ruptura del consenso constitucional, la piedra angular en que descansa el éxito del vigente régimen político de 1978 desde la Transición. Un consenso que no afecta sólo al texto de la Constitución, sino que hay que extender también -hasta ahora se había respetado- a los Estatutos de Autonomía, cuya aprobación no es únicamente cuestión de mayorías cualificadas. Sancionar una reforma estatutaria sin el acuerdo de las dos grandes formaciones políticas nacionales, es un desafortunado error.
La quinta razón, por causas de inconstitucionalidad / inoportunidad. Es cierto que el texto del Estatut ha mejorado en el Congreso (Ponencia y Comisión Constitucional), habiéndose eliminado flagrantes violaciones constitucionales, como la conformación de España como Estado plurinacional; la competencia de la Generalitat para convocar referéndum; la excluyente apelación a derechos históricos; y, aunque aquí las reservas son mayores, en la financiación, pues si bien desaparece el pseudo concierto/convenio, su diseño final incidirá lamentablemente en la solidaridad interterritorial.
Aunque, en este punto, lo que no se ha podido subsanar -seguramente porque, a pesar de los esfuerzos, era imposible- es su música soberanista. Basta con leer su pretencioso Preámbulo, acercarse a su disparatada extensión -227 artículos frente a los 57 del Estatut de 1979 o los 169 de la Constitución- para concluir, como ha señalado el profesor Meilán, que éste disfruta de «alma de Constitución y cuerpo de reglamento». Y aquí es donde se justifica la pugna por explicitar la nación catalana, aunque sea sólo en su Preámbulo, como si éste careciera de relevancia jurídica interpretativa y, sobre todo, de dimensión simbólica, histórica y política (soberanía, poder constituyente y autodeterminación). ¡Y si no que se lo digan a los Preámbulos de la Constitución americana de 1787 y de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789! Un reconocimiento que rompe la unidad de la Nación española desde la Constitución de Cádiz -«La Nación Española es la reunión de todos los Españoles de ambos Hemisferios»--, en beneficio de una irreal relación cuasi paritaria y bilateral.
Desde tales parámetros, no extrañan ya otras materias. Es el caso de un fútil Título dedicado a los derechos. Una competencia reservada a los Estados (Título I y artículos 139. 1 y 149. 1. 1ª de la Constitución) que, aunque no sea inconstitucional, si su aplicación futura no violenta la igualdad práctica en el territorio nacional, no se entiende qué consecuencias jurídicas pueda tener. Una regulación que extiende una sensación discriminatoria en las demás Comunidades, que se apresurarán pronto (Comunidades Valenciana y Andaluza) a mimetizar tan megalómana normativa. Ni tampoco, pese a todas las salvaguardias -con remisiones continuas a las leyes orgánicas del Estado-, la brecha en la unidad del Poder Judicial: la constitución de un innecesario Consejo de Justicia de Catalunya, injustificados requisitos del personal de justicia o presentación de complejas ternas para la designación del Fiscal Superior de Catalunya. Así como la formalización de unos derechos lingüísticos, que desconocen -frente al deber de conocer el catalán- el castellano como «lengua oficial del Estado». Y más cosas: el blindaje de las competencias autonómicas, la limitación del alcance de la legislación básica del Estado, la creación de una Agencia Tributaria independiente, etc.
Pero hay otra razón añadida para su crítica: la apelación al seny catalán. Estamos ante un Estatut de un reglamentismo patológico, que va a hacer problemático el ejercicio de políticas liberalizadoras y flexibles. Un enfermizo intervencionismo que, junto a la fragmentación del orden jurídico y económico, complicará no sólo el gobierno de Catalunya, sino su deseado desarrollo económico.
Así las cosas, ¿diluye definitivamente el Estatut la unidad de la Nación española, mientras dinamita su correlativo marco constitucional? Seguramente, no. Hoy es exagerada tal conclusión, pues, aún admitiendo la práctica irreversibilidad de muchas de sus medidas, las espaldas de la España constitucional son firmes y anchas. Sin embargo, éste no es el camino. Y es que, como en la ópera de L ´elisir d´amore de Gaetano Donizetti, representada hace semanas en el Teatro Real de Madrid, la tisana d´amore de Nemorino para conquistar a Adina, se ha visto sustituida por l ´elisir nazionalista.