Lengua y discriminación

La Defensora del Pueblo en funciones, María Luisa Cava de Llano, ha recurrido ante el Tribunal Constitucional la ley catalana de acogida de inmigrantes, que considera el catalán como primera lengua. El nuevo código de consumo de la Generalitat también está bajo sospecha por sus exigencias lingüísticas. Podríamos pensar que la ofensiva se debe a necesidades tácticas ante la próxima convocatoria electoral. Pero, a mi parecer, se trata de impugnaciones severas de un incipiente modelo de política lingüística más ambicioso que el aplicado hasta ahora.

La lengua es, por definición, un factor de cohesión (o de discriminación) social. Esta naturaleza ambivalente determina la apertura o el rechazo de la comunidad lingüística hacia otros hablantes. La psicología social distingue, en este contexto, dos tipos de motivaciones para el aprendizaje del idioma: las motivaciones integrativas (o simbólicas) y las instrumentales. Las primeras revelan el propósito de incorporarse a un grupo lingüístico y de participar de sus aspiraciones, lo que supone la adopción de ciertos valores del nuevo grupo. Por su parte, las motivaciones instrumentales se refieren al calibre funcional del idioma, cuyo uso se adquirirá por las posibilidades de promoción y éxito socioeconómico que ofrece. Las políticas lingüísticas exitosas -como las de Israel, por ejemplo- son el resultado de combinar creativamente esta fértil ambivalencia. El caso irlandés, contrariamente, es un ejemplo de simbolización de la lengua al margen de sus usos reales. La República de Irlanda es hoy un Estado europeo con una sola lengua nacional: el inglés. La enfática declaración constitucional («La lengua irlandesa, como lengua nacional, es la primera lengua oficial de Irlanda») no ha evitado que el gaélico sea un idioma residual social y geográficamente.

Volvamos a nuestro caso. Los recursos mencionados, más allá de la humillación que representan, atentan directamente contra la normalización del uso del catalán. Por definición, la ley de acogida potencia los valores integrativos del idioma. El código de consumo, los instrumentales. Son medidas que favorecen su aprendizaje como vía de acceso a la ciudadanía plena de los nuevos usuarios. Al fin y al cabo, la lengua es un bien público que debe tender a la maximización del bienestar social de la colectividad. Como es preceptivo, esta perspectiva materialista de los usos lingüísticos exige unas políticas públicas con un cierto componente coactivo ante las imperfecciones del mercado. Como señaló Jesús Royo hace muchos años, una lengua es (también) un mercado. La normalización lingüística no consiste en el mítico y eterno retorno a un estadio anterior, sino en la vertebración de una sociedad posible dentro de la complejidad sociocultural del mundo actual. Ahora bien, una comunidad lingüística no se construye solo con una red escolar ni aun con una (excelente) cadena pública de televisión. Una política lingüística adecuada a las sociedades urbanas y posindustriales requiere pensar las funciones de la lengua dentro de la estructura social real. La novedad implica potenciar el poder cohesionador/discriminatorio inherente al idioma y asegurar que el catalán cumpla su función de ascensor social y de elemento proteccionista de un cierto mercado interior.

La identidad social catalana, lejos de fundamentarse en rasgos excluyentes, es el resultado de un sentimiento de pertenencia caracterizado por la aceptación de la diversidad y la construcción de una cultura de aluvión. El concepto de identidad como proyecto inconcluso tiene que basarse, precisamente, en la capacidad de integración de los alóctonos, lejos de las visiones xenófobas y excluyentes. Si algún homenaje merece el PSUC aún es el que se deriva de su impagable contribución en la lucha por los derechos universales de los ciudadanos de Catalunya al margen de su origen o de su lengua familiar. Desde esta perspectiva, la normalización real exige reforzar el papel que otorgan a la lengua la ley de acogida, el código de consumo o la tímida -aunque excesiva para algunos- ley Tresserras del cine. Son, a mi entender, propuestas modestas, aún inconexas, de lo que debe ser una efectiva política lingüística arrelada al medi y no a sus versiones esencialistas.

El mayor éxito de la propaganda anticatalanista consiste en hacernos creer, como ha declarado la Defensora del Pueblo en funciones, que «el catalán es un patrimonio común del que debemos enorgullecernos». Si sabemos de qué hablamos al hablar de normalización lingüística, entenderemos que el éxito sociolingüístico de nuestra empresa depende de que el uso del catalán deje de representar un simple valor añadido en un mercado global de fuerte concurrencia y pase a ser, al menos en sus usos públicos y oficiales, un requisito discriminatorio. Al fin y al cabo, el mercado -del cual, no lo olvidemos, forma parte la oferta pública- es la manera de distribuir los bienes y servicios en nuestra sociedad. Gracias a estos bienes y servicios precisamente (educación, sanidad, servicios sociales...) aprenderán el catalán los que no lo saben, y no al valor patrimonial que le otorga, por ejemplo, la ciudadana María Luisa Cava de Llano.

Toni Mollà, periodista.