Lenguas a la greña

España es un país lingüísticamente plural que, a diferencia de otros, como Bélgica, Suiza o Canadá, que carecen de una lengua oficial común, sí tiene una lengua común, el castellano, y tantas lenguas cooficiales como definan los respectivos estatutos de las comunidades autónomas (artículo 3 de la Constitución). La Constitución de 1978 (como la de 1931) evitó denominar como «español» al castellano para poder adjetivar como «españolas» a las demás lenguas cooficiales (a saber, el euskera, el catalán, el gallego, el valenciano y la variante lingüística del catalán propia de las Islas Baleares). Pero el castellano es más bien una koiné, es decir, una lengua común construida con aportaciones de lenguas habladas no sólo en Castilla y no sólo la lengua de Castilla, como recordara Unamuno en su memorable discurso en el Congreso de septiembre de 1931 al hilo de la discusión del artículo 4º de la Constitución de la II República. Y es la lengua común no sólo porque lo diga la Constitución, sino porque es la lengua conocida y usada por todos los españoles, al margen de que la lengua materna de muchos de ellos sea cualquiera de las otras lenguas que en España se hablan.

Lenguas a la greñaEl cuadro lingüístico de España –al margen de cuestiones nominalistas– tiene un encaje constitucional definido en el propio texto y perfilado en numerosas sentencias del Tribunal Constitucional del que se derivan básicamente tres consecuencias. La primera, que el conocimiento de la lengua oficial común es un derecho y un deber de todos los españoles. La segunda, que existe un margen para definir la anchura de la utilización de las lenguas cooficiales cuyo límite constitucional es la no discriminación de quienes usen la lengua común. Y la tercera es que en cualquier ámbito, especialmente en el educativo y en el de los servicios públicos, la regulación práctica del uso de las lenguas cooficiales debe hacerse compatible con la condición común de la lengua castellana.

En mi opinión, es completamente natural que los distintos poderes autonómicos hayan llevado a cabo políticas lingüísticas encaminadas a fomentar el uso de sus lenguas cooficiales en todos los ámbitos. Lo problemático es la articulación de esas políticas con la necesidad de preservar los derechos y deberes constitucionalmente reconocidos respecto a la lengua común.

Transcurridos varios decenios de vigencia de este régimen lingüístico en la mayor parte de las comunidades con lengua cooficial, el uso de la misma no ha causado mayores problemas. Sin embargo, hay dos ámbitos en los que han surgido y permanecen dos problemas enquistados: el acceso a la función pública y la utilización vehicular de las lenguas en la educación. El primero, con mayor o menor relieve, se ha planteado en todas las comunidades con lengua cooficial. El segundo, predominante pero no exclusivamente en Cataluña. Sobre lo primero, la legislación de las comunidades autónomas se ha ido inclinando progresivamente a considerar como un «requisito» y no simplemente como un «mérito» el conocimiento de la lengua cooficial para el acceso a la función pública autonómica. El último ejemplo lo proporciona la Ley Valenciana de Función Pública aprobada días atrás.

La doctrina constitucional a este respecto es matizada: avala la consideración de ese conocimiento como mérito y sólo entiende que se pueda exigir como requisito en aquellos casos en que el contacto del funcionario con el público haga preciso ese conocimiento para atender al ciudadano en la lengua cooficial. Ese principio es, a veces, difícil de discernir. Por ejemplo, la mayoría de los funcionarios docentes han de acreditar, además de los conocimientos pedagógicos y específicos, la competencia lingüística en las dos lenguas, puesto que en todas las comunidades la lengua cooficial específica es lengua vehicular en la enseñanza. En cambio, cuando el contacto del servidor público con el ciudadano tiene más que ver con su competencia técnica específica que con su dominio de las lenguas (el caso típico es el de los médicos), la exclusión radical de profesionales capaces sólo por un criterio lingüístico es más discutible. Desde la perspectiva del aspirante excluido, porque puede vulnerar los principios de «mérito y capacidad» en el acceso a la función pública. En la perspectiva del ciudadano, porque probablemente prefiere ser atendido por un médico con mayores méritos como tal que por uno con mejor conocimiento de la lengua cooficial.

Sin embargo, el problema de más envergadura relacionado con las lenguas es su uso en la educación. La utilización armónica de la lengua cooficial común y la específica como lenguas vehiculares en la enseñanza es congruente con la Constitución, conforme con el sentido común y beneficiosa para los propios estudiantes. No existe en España ninguna comunidad autónoma con lengua cooficial en la que esa lengua no tenga carácter vehicular en el sistema educativo. Sí existe, en cambio, una comunidad –Cataluña– en la que en la práctica no existe un uso vehicular en el sistema educativo de la lengua común. Y lo que es peor: el Estado ha renunciado de facto y de iure a que el castellano sea vehicular junto al catalán en esa parte de España.

En los años que estuve al frente de la cartera de Educación fui objeto de un despiadado señalamiento por defender y llevar a la ley educativa básica dos elementos: que el castellano «es lengua vehicular de la enseñanza en todo el Estado» y que «las administraciones educativas garantizarán el derecho a recibir las enseñanzas en castellano». En uno y otro caso esa proclamación y esa garantía se extienden a las lenguas cooficiales en sus respectivos territorios. Pues bien, en una incalificable cesión a las exigencias del independentismo catalán, esa proclamación y esa garantía han desaparecido de la Lomloe, la nueva ley cardinal del sistema educativo español.

Cuesta entenderlo. Las falacias que el independentismo catalán ha propalado a propósito de la inmersión lingüística –y que en un ejercicio masoquista de sumisión intelectual ha comprado el Partido Socialista– lo presentan como un «modelo de éxito». Ese mantra ha sido desnudado empírica (Calero y Choi) y teóricamente (Ovejero) de manera convincente: no hay tales pruebas de ese éxito y sí las hay en cambio de las graves quiebras de equidad que origina al perjudicar el rendimiento del alumnado castellanoparlante, el menos favorecido económica y socialmente. Por no hablar del perjuicio en capital humano que se para también al alumnado catalanoparlante, al privarle de un conocimiento preciso y exigente de una lengua hablada por cerca de 600 millones de personas en el mundo.

PERO lo peor es que esto no va sólo de educación (y tampoco va sólo de Cataluña, porque el mal ejemplo cunde). A través de estas agrias disputas con las lenguas como involuntarias antagonistas estamos asistiendo a un delirante proceso en que al castellano –la mayor riqueza simbólica que como nación atesoramos y compartimos con tantas otras naciones hispanoparlantes– se le achaca una supuesta condición avasalladora, colonial y, ya puestos, hasta franquista. Y es que el intento de relegar al castellano responde al propósito de presentarlo como una lengua ajena, impuesta y rechazable... por una nación ajena, impuesta y rechazable. Esta es una enfermedad social y política que debemos denunciar y desenmascarar. Cuando, en el año 2012, afirmé en el Congreso que era partidario de «españolizar» a los niños catalanes en el preciso sentido de que «sintieran el orgullo de su identidad española y catalana, porque las dos les enriquecen», fui objeto de encarnizadas críticas, como si reclamar esa identidad compartida fuera una ofensa o una desmesura. Casi nadie advirtió entonces que la reacción entonces desatada ponía de manifiesto el virus que se estaba incubando y que acabó desembocando en el procés. Hoy defender el castellano y evitar su arrinconamiento del espacio público es una tarea nacional a la que todos los actores políticos constitucionalistas deberían sentirse llamados. El problema es si no resulta demasiado tarde.

José Ignacio Wert fue ministro de Educación entre 2011 y 2015. Uno de sus últimos libros es La Educación en España. Asignatura pendiente (Almuzara, 2019).

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