Lenguas o naciones

No deja de sorprender que siendo la Declaración de Granada (2013) un buen texto, que situó a los socialistas por primera vez en la vía de la reforma federal de la Constitución, el tema estrella del inminente 39º Congreso del PSOE vaya a ser la traída plurinacionalidad. Nunca el socialismo español había ido tan lejos en la defensa de un federalismo cooperativo y pluralista. Granada sirvió para zanjar la crisis con el PSC cuando todavía este partido se mostraba vacilante sobre el derecho a decidir y vivía una fuerte tensión interna como resultado del envite soberanista. Desde entonces los socialistas catalanes no han hecho más que clarificar su posición. Hoy su negativa a apoyar un referéndum secesionista es absoluta y se reivindican como el referente de la izquierda no independentista frente a la ambigüedad de los “comuns” y Podemos. Por tanto, ¿cómo se ha de entender el renovado énfasis en la plurinacionalidad que Pedro Sánchez hizo suyo en el proceso de primarias y que va a debatirse en la ponencia del cónclave socialista? Sería erróneo interpretarlo como si fuera a desandarse lo andado, pues de lo que se está hablando es de naciones culturales y no se pone en duda la soberanía del conjunto del pueblo español, tal como ha insistido en aclarar el nuevo secretario general del PSOE. Aun así, con la plurinacionalidad se emprende una vía equivocada, que no permite pacificar la querella territorial y puede hacerla más explosiva si se quiere detallar cuáles son las naciones que conviven en España. El error consiste en la pretensión de constitucionalizar sentimientos.

Cuatro años después de Granada es lógico que se quiera profundizar en cuestiones que pudieron quedar solamente apuntadas, pero meterse en “el jardín de las naciones españolas”, como diseccionó en un memorable artículo el ensayista Juan Claudio de Ramón, ni sirve a los intereses del federalismo ni tampoco puede satisfacer las pretensiones de aquellos que solo quieren ver reconocida su nación como palanca para el acceso a la soberanía. Si solo se trata de remozar el artículo 2 para substituir “nacionalidades y regiones” por la afirmación ambigua de la “plurinacionalidad”, estamos ante un cambio semántico que nos desvía del camino que sí podría reforzar la idea de España en su diversidad. Cuando se habla de la pluralidad española la única realidad objetivable son sus lenguas y culturas, no los poliédricos y cambiantes sentimientos que albergan los ciudadanos. Las Constituciones no sirven para catalogar naciones, sino para reconocer diversidades de las que se puedan derivar derechos de los ciudadanos y deberes de las Administraciones.

Una de las cuestiones que quedó en el tintero de Granada fue el reconocimiento en la Constitución del nombre de las lenguas españolas, ausentes en el texto de 1978, salvo la mención al castellano como lengua oficial. Su inclusión repararía una injusticia, establecería el carácter cooficial de todas lenguas en la Administración General del Estado y sentaría las bases para abordar de verdad la asignatura pendiente del plurilingüismo. En esencia significa asumir que las lenguas distintas del castellano no son solo una responsabilidad de las comunidades bilingües ni el castellano solo un asunto del Estado. Todas las lenguas son asunto de todos los Gobiernos que deben implicarse en su promoción, con deberes lingüísticos a los que atender en su respectivo ámbito de actuación. Este nuevo status en España del vasco, gallego y catalán/valenciano haría más fácil modificar el régimen lingüístico de la Unión Europea para lograr allí su oficialidad, reivindicación especialmente sensible para los catalanohablantes por su peso demográfico que ronda los 10 millones.

No basta con proclamas retóricas, hacen falta hechos que acrediten la suerte de ser una sociedad plurilingüe y para ello nada mejor que explicitarlo en la Constitución. A diferencia de las borrosas naciones, la diversidad lingüística es algo tangible, que debe permitir al Estado establecer una relación de complicidad con los hablantes de las otras lenguas, evitando que los nacionalistas se conviertan en sus únicos representantes y gestores. Además, la defensa del plurilingüismo es de ida y vuelta porque también tiene que respetarse en los territorios bilingües. El castellano no puede ser tratado como hace la Generalitat de Cataluña, como una lengua impropia, extranjera. En el discurso federal, plurilingüismo y bilingüismo han de ir de la mano. Porque la única vía para apaciguar la querella territorial es abordar al máximo nivel la realidad de las lenguas en lugar de entretenerse en la metafísica de las naciones.

Joaquim Coll es historiador.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *