Lenguas que nos hacen ciudadanos

El torpe intento del PP de utilizar el artículo 155 para atacar el modelo de escuela catalana se está topando con una contestación social amplia y transversal. El Gobierno querría que este rechazo se explicara por alguna suerte de atavismo nacionalista. Pero no. Dentro y fuera de Catalunya, es muchísima la gente que, más allá de su posición sobre la cuestión nacional, considera que la diversidad lingüística es una riqueza y sabe que el modelo de escuela catalana ha sido un factor central de cohesión y convivencia.

Mi propia experiencia, como vecino, como docente y como servidor público municipal, da cuenta de ello. Argentino de origen, llegué a Barcelona en el 2001, después de cuatro años de vivir y estudiar en Madrid. Estaba familiarizado con algunas letras de canciones de Llach, Serrat, e incluso de Ovidi Montllor. También había leído buenas traducciones castellanas de escritores como Montserrat Roig o Josep Pla, pero mis conocimientos de la lengua catalana eran casi inexistentes.

Mi contrato como profesor universitario me obligaba, como es lógico, a conocer con suficiencia las dos lenguas oficiales de Catalunya. Pero mi 'inmersión' no fue solo producto de un deber legal. También tuvo que ver con la curiosidad, con el amor por los idiomas en general y con la convicción de que estos permiten descubrir nuevos mundos, compartir proyectos con otros e implicarte mejor en la vida de una comunidad.

Como ocurre con otras lenguas, hay que admitir que la radio, los telediarios y algunas series de TV-3 ayudaron bastante. También las clases de Lali, una excelente profesora del Consorcio de Normalización Lingüística que nos llevaba a pasear por los mercados para enseñarnos el catalán que se hablaba en la calle. Pero lo que más me ayudó a hacerme con mi nueva lengua por elección fueron mis compañeros, vecinos y amigos, que aceptaban no pasarse por cordialidad al castellano cuando escuchaban mis toscos ensayos de ir más allá del «bon dia» y del «adéu».

Todavía recuerdo que en la Facultad de Derecho, algunos alumnos hijos de familias migrantes marroquís o latinoamericanas comentaban, entre risas, que «el 'profe' de Constitucional habla el catalán con mucho acento, como nosotros». Esto los alentaba a soltarse y a asumir sin complejos una lengua clave, también, para acceder con igualdad de oportunidades al mundo social y laboral.

Salvando las distancias, mi historia y la de estos chicos no es diferente a la de miles de familias trabajadoras que llegaron a Catalunya desde diferentes rincones de España el siglo pasado. Su lucha por la normalización lingüística, en medio del antifranquismo, fue una lucha por sus derechos y los de sus hijos. Me siento cercano a ese sentimiento. El catalán es, también, lengua propia de mucha gente que quiero. Y es la que me ha ayudado, como a muchos migrantes de última generación, a incorporarme y participar de forma activa en los asuntos públicos de mi ciudad.

Nada de esto ha ido en detrimento del apego por mi lengua materna ni de mi entusiasmo por otros idiomas. Mis hijos han crecido en la escuela pública catalana, a la que estoy profundamente agradecido. A sus 15 y 10 años disfrutan por igual con poemas de Maria Mercè Marçal, Borges o García Lorca. Escuchan con el mismo entusiasmo canciones de Manel, La Raíz o Maria Arnal. Y han crecido con profundo respeto y cariño por lenguas hermanas, como el gallego o el euskera.

Quizá por eso me subleva tanto oír a los émulos del ministro Wert sugiriendo, de manera demagógica, que la solución es «españolizar a los niños catalanes». No, lo que haría falta es lo contrario. Conseguir que los niños y niñas de todo el Estado sientan el catalán, el euskera, el gallego, además del castellano, como patrimonio común, con presencia en las escuelas y medios de comunicación públicos, así como en el mundo institucional.

En realidad, si de verdad se quisiera que nuestros hijos aprendan mejor el castellano, el catalán, el inglés o el chino, no se esgrimiría el 155 de manera amenazante como si fuera un cinturón de castigo. Lo que harían los gobiernos, tanto de España y como de Catalunya, sería revertir de una vez los recortes sistemáticos a los que se ha visto sometida la educación pública en los últimos años y destinar más recursos a sus maestros y maestras. Eso y mejorar las políticas sociales para que en las casas no se eduque con miedo y angustia a perder el trabajo o la vivienda.

Esto no pasará por arte de gracia. Nadie nos regalará una educación pública de calidad, plurilingüe y compensadora de las desigualdades. Como ocurre con todo derecho, habrá que exigirla con buenos argumentos y persistencia. Contra los que se lucran con el deterioro de lo que es de todos, y contra quienes querrían hacer de las lenguas elemento de división en vez de puentes de ciudadanía.

Gerardo Pisarello, primer teniente de alcalde del Ayuntamiento de Barcelona (Podemos)

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