Lentes reduccionistas

Puede que lo mejor de la gala de los Premios Goya fuera la actuación de Rosalía, pero eso no es ninguna novedad ni demérito del resto de las actuaciones: Rosalía siempre brilla un poco más, ése es su misterio. Sin embargo, eso no la ha salvado de las acusaciones de apropiación cultural, una moda importada de los campus universitarios estadounidenses que ha llegado hasta aquí, con cierto retraso, porque todo se copia, hasta lo malo.

La apropiación cultural en sentido estricto se usaba en sociología para explicar un fenómeno que podía haberse dado, por ejemplo, en lugares donde la colonización había sido invasiva y poco respetuosa con la población indígena. Implicaba un cierto desprecio hacia la cultura del otro, que era además una minoría étnica, sobre todo cuando se usaban objetos sagrados para esa cultura para buscar un beneficio económico. La idea se ha ido modificando y ahora ya casi todo es susceptible de ser considerado apropiación cultural.

Si se busca en Google salen fotos de chicas blancas con rastas, trajes orientales o un tocado de plumas parecido a los que usaban los nativos americanos, según las películas del oeste. Pero la apropiación cultural puede referirse a comida, tradiciones, imaginario, ornamento, temas, ritmos, etcétera. Muchas veces las denuncias de apropiación cultural ni siquiera parten del grupo cultural al que presuntamente se le ha robado algo. Como si fuera más una especie de sentimiento de culpa preventivo, que en el fondo es paternalista, y que es sobre todo simbólico.

Las reacciones a esta discusión son diversas desde hace un tiempo. Lena Dunham, creadora de la serie Girls, apoyó una protesta por que se sirviera comida china en la cafetería de una universidad: que en la cantina hubiera sushi podía ofender a los estudiantes japoneses. En cambio, la novelista Lionel Shriver se puso un sombrero mexicano en el festival de Brisbane 2016 para decir: "No deberíamos permitir que las preocupaciones por la apropiación cultural restrinjan nuestra creación de personajes de orígenes distintos a los nuestros. Defendí la ficción como un vehículo vital para la empatía. Si solo tenemos permiso para escribir sobre nuestra experiencia personal, no hay ficción, solo memorias". También la novelista Zadie Smith ha escrito sobre la idea de la apropiación cultural, a partir de la película Get Out, de Jordan Peele.

En su crítica en Harper's, publicada en julio de 2017, Smith recordaba la protesta contra Open Casket, el cuadro de Dana Schutz dedicado a Emmett Till, un adolescente al que lincharon en los años cincuenta después de haberlo acusado de coquetear con una chica blanca. La pintura se exponía en la Bienal del Whitney, y los comisarios recibieron cartas de protesta para que el cuadro fuera retirado de la muestra y destruido: "No es aceptable que una persona blanca transmute el sufrimiento negro en ganancias y diversión, aunque la práctica se ha normalizado durante mucho tiempo", decía la carta.

En realidad, el cuadro nunca estuvo a la venta. Smith sigue la lógica de la carta que pedía la retirada y destrucción del cuadro: «La libertad de expresión blanca y la libertad creativa blanca se han basado en la restricción de otros, y no son derechos naturales», decía la carta. Schutz no tenía derecho a usar ese tema. Y así, siguiendo la lógica que propone la carta, que reemplaza "los derechos naturales por los derechos raciales", Smith reduce al absurdo el argumento y se pregunta si sus hijos, cuya madre es mestiza y cuya abuela es negra, descendiente de esclavos, "son demasiado blancos para comprometerse con el sufrimiento negro". Smith sabe que el de la identidad es un asunto problemático y complejo: es uno de los temas que recorren sus novelas, si no el gran tema.

Lo que pretende denunciar la apropiación cultural es una relación de dominación de una cultura poderosa sobre otra, y vuelve a uno de los conceptos que más aparecen últimamente en cualquier discusión: los privilegios. El profesor y ensayista estadounidense Jonathan Haidt ha escrito sobre cómo la cultura de la ofensa y de la indignación está convirtiendo los campus universitarios en lugares cada vez más intolerantes, sobre todo, dice Haidt, porque la única lente que proporcionan para observar el mundo es la del poder. Todo análisis de cualquier cosa debe hacerse a partir de ahí. "Cualquier cosa que un grupo tenga que sea bueno o válido se considera una especie de privilegio, que produce una forma de opresión entre aquellos que no lo tienen", escribe Haidt. Cuando se interpreta todo a partir de una única idea se acaba por ofrecer una visión simplista y reduccionista del mundo.

"El arte es un tránsito de símbolos e imágenes, nunca ha sido neutral desde el punto de vista político o histórico, y no creo que las discusiones sobre apropiación y representación sean de ninguna manera triviales. [...] Pero cuando los argumentos de apropiación están vinculados a un esencialismo racial no más sofisticado que las leyes de mestizaje anteriores a la guerra, bueno, entonces nos dirigimos rápidamente al absurdo", escribe Zadie Smith.

La Historia de la Humanidad -y en particular la historia de la cultura, desde las ideas a la gastronomía pasando por la pintura, el cine o la moda- es la historia de robos, préstamos, apropiaciones e intercambios. La apropiación cultural es sólo una forma de llamar a la cultura. Quienes acusan a Rosalía de apropiación cultural son, en el mejor de los casos, prisioneros de una mentalidad literal. Parecen haberse quedado en una versión primitiva de la historia del arte, en ese momento en que sólo tenía sentido en tanto que conjunto de símbolos alegóricos, como esas protonovelas escritas en la Edad Media en las que los personajes representaban ideas. Eran lecturas muy aburridas.

Ese celo por evitar la polinización cultural parte de una falacia: la pureza en la cultura no existe. Tampoco en los idiomas, ni en los platos típicos, ni en la poesía -el soneto es una adaptación de una forma italiana-. Los libros, las canciones y las películas son capaces de conseguir llegar a lo universal a través de expresiones profundamente individuales. Por eso nos gustan y nos siguen emocionando. También porque nos permiten ir más allá de nuestra propia literalidad y experiencia: hacen nuestro mundo más grande y a veces hasta un poco mejor.

Aloma Rodríguez es escritora y miembro de la redacción de Letras Libres.

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