Leones bajo el trono

Una de las más famosas polémicas registradas en la historia de la teoría política fue la que enfrentó en el siglo XVII al rey Jacobo I Estuardo con los jueces ingleses. Frente a la pretensión de autonomía de éstos, a efectos de garantizar el imperio de la justicia, Jacobo I exigía una subordinación radical a las decisiones del monarca absoluto. En sus palabras, los jueces debían ser 'leones bajo el trono'.

Lo que estaba en juego no era otra cosa que la confrontación entre despotismo y libertad civil. De hecho era la divisoria existente ya entre la concepción jurídica del absolutismo, que implicaba al menos en la forma la posibilidad de acceso del súbdito a una justicia imparcial, aunque estuviera personificada en el rey -ahí está el teatro del Siglo de Oro, de Fuenteovejuna a El caballero de Olmedo-, y la sumisión inexorable a las decisiones de un poder arbitrario, caso de la autocracia rusa. En los albores del liberalismo, la fórmula quedará definitivamente fijada: la división de poderes constituye la garantía de la libertad.

Eso no significa que el poder judicial, a pesar de esas premisas doctrinales y de lo que afirman las distintas constituciones, quedase libre de un riesgo de injerencia desde el poder ejecutivo. En la polis griega los componentes de los tribunales eran designados por sorteo, pero esta solución no parece válida cuando al jerarquizarse los niveles de la acción judicial resulta imprescindible introducir un criterio de competencia que en parte puede ser mediante concursos estrictamente sometidos a una normativa, y que en los superiores, cuando el judicial asume facultades de control de las decisiones y normas del ejecutivo y del legislativo, hace pertinente la intervención de estos poderes en la designación de los magistrados. En nuestro ordenamiento, el Consejo General del Poder Judicial, el Fiscal General del Estado y el Tribunal Constitucional serían tales claves de bóveda del sistema.

El resultado negativo de esa eventual injerencia política está a la vista. En un sistema político de orientación bipartidista a escala nacional, y tanto por sus orígenes como por el quién de la designación, los jueces de esos niveles superiores han sido clasificados en 'progresistas' y 'conservadores', prescindiendo de los datos que informan acerca de su competencia, de manera que cuando un tema espinoso llega a un determinado tribunal, los medios de comunicación, empezando por los más prestigiosos, informan de entrada como si de un partido de balonmano se tratase: seis conservadores y cuatro progresistas, o a la inversa. Un ejemplo: hemos tenido todos que apreciar en directo las cualidades como juez de Gómez Bermúdez en el juicio del 11-M para que muchos dejen de pensar que este 'conservador', por el hecho de serlo y tener mayoría sus correligionarios, estaba robándole un concurso al 'progresista' Garzón. Pero algo debe de haber, singularmente en el Constitucional, cuando las partes enfrentadas por el Estatuto de Cataluña han tratado de sacarse de encima, unas al juez A, otras al juez B, para deshacer el equilibrio al parecer existente entre supuestos 'progres' y supuestos 'pro PP'.

En semejante escenario, nada tiene de extraño que los gobiernos traten de convertir a esa cúspide del judicial en instrumento de sus posiciones. La defensa a ultranza desde la mayoría conservadora del CGPJ, designada por el PP, y desde las propias filas populares, a su renovación reglamentaria, es buen ejemplo de ello. El PP, en los poco gloriosos tiempos de Cardenal y Fungairiño, definió un modelo de dependencia que ahora el PSOE conserva, sólo que con otro sesgo ideológico, en la actuación como leal entre los leales de Conde-Pumpido. Y los rumores procedentes de medios bien informados acerca de las presiones ejercidas sobre los miembros del Constitucional, al parecer hoy empatados, al estimar los recursos sobre el Estatut, nos hablan de la extrema gravedad del asunto. Prueba evidente de que algo huele a podrido, y no precisamente en Dinamarca: cada vez que hay una cuestión de importancia debatida en uno de esos tribunales, aparecen filtraciones fidedignas en la prensa afín donde se da cuenta de la postura adoptada por cada juez, siempre con ese propósito poco santo de descalificar aquella decisión del tribunal que se estima desfavorable. Nos encontramos, por consiguiente, ante un problema estructural que afecta a la médula del sistema democrático y que introduce grietas amenazadoras en el Estado de derecho.

Sólo faltaba el fracaso de la tregua de ETA para que esas tendencias perversas se acentuasen. Ahora que se habla tanto del ejemplo británico, es cuidadosamente olvidado que ante el incumplimiento de la tregua en Irlanda del Norte, Tony Blair ha tenido suspendida su autonomía durante cinco años. Frente a esa línea de negociación y firmeza, nuestro presidente de Gobierno ha optado por suspender los tratos, algo inevitable tras el atentado de la T-4 y las sucesivas declaraciones de ETA y Batasuna, proclamando la aplicación de la Ley de Partidos, pero al mismo tiempo haciendo concesiones y dejando puertas entreabiertas, para que no se le pueda cargar la responsabilidad de un eventual atentado etarra, y de paso, cuando sea factible, y medio país esté chamuscado por la kale borroka, como en la vieja canción, proponer a Batasuna un 'olvidemos el pasado, olvidemos nuestro enfado ....'.

Como esa pretensión de proclamar el cumplimiento de una ley e incumplirla en lo que sea necesario, constituye un imposible. No hay otro remedio que presionar sobre el judicial. Es lo que ha sucedido desde el caso De Juana hasta la sentencia del Constitucional sobre ANV.

En estas mismas páginas, di mi opinión favorable a la prisión atenuada de De Juana, acordada y puesta en práctica dentro de una interpretación favorable de la norma, y sin trato de favor alguno. Todo cambia cuando resulta evidente que al antiguo etarra se le otorga una situación penitenciaria excepcional y que su prisión atenuada fue decidida por el Gobierno en un nivel exclusivamente político, sin mancha de intervención judicial penitenciaria.

Sigue la anulación de listas de la ficticia ANV. Tal y como puso de relieve el Supremo, si ANV no iba a presentarse a las elecciones, no tenía militantes para las listas, éstas aparecieron trufadas de batasunos, Antza lo había anunciado, e incluso se detuvo a un etarra ocupado en la confección de tales listas, lo procedente era solicitar la ilegalización del partido-testaferro, lo cual por otra parte, añadimos, no impedía solicitar la anulación puntual de las 133 contaminadas. Corolario: el Gobierno, con su ministro de Interior lógicamente a la cabeza, ignora que el derecho está para ser aplicado, y no puede estar subordinado en temas de esa gravedad a maniobras políticas que encima salen mal.

Cierra el círculo la sentencia del Constitucional. Con independencia de lo acordado, y de cara al Estatut, pone los pelos de punta la consideración de que ilegalizar ANV hubiese sido «desproporcionado». Como si entre ser la máscara de Batasuna y ser un partido independiente hubiese términos medios. Y encima la filtración 'progre' del párrafo favorable al Gobierno para que surta efectos de cara a la opinión, antes de que sea retirado y quepa informar de que si no figura es por exigencia de dos jueces 'peperos'. Estamos tocando fondo.

Antonio Elorza, catedrático de Pensamiento Político en la Universidad Complutense.