Leopoldo Calvo-Sotelo, «in memoriam»

Cuando el 19 de febrero de 1981 Leopoldo Calvo-Sotelo pronunció su discurso de investidura ante el Congreso de los Diputados su programa de gobierno tenía como propuesta principal la de modernizar y «occidentalizar» España. Cuando es investido Presidente del Gobierno, el 25 del mismo mes, las circunstancias -el golpe de estado del 23 de febrero de ese mismo año- le han forzado a introducir un nuevo capítulo en su oferta: el de acabar para siempre con el protagonismo golpista militar en la historia del país. En los pocos meses que residió en la Moncloa, apenas poco más de un año, dedicó lo mejor de sus capacidades a sentar las bases de una cierta idea de España en la que ambos aspectos quedaran adecuadamente reflejados. La historia deberá recordarle al menos como el principal de los artífices en ambos terrenos. Que si bien se mira, es sólo uno: el de una España moderna, anclada en los valores democráticos, que recupera el sentido de su europeidad y refuerza los vínculos de solidaridad con el mundo occidental y atlántico.

Calvo-Sotelo fue el que, desde la Presidencia del Gobierno, decidió e instrumentó la entrada de España en la OTAN. Con claridad y clarividencia, y adelantándose a las objeciones que el tema ardorosamente recibía desde las fuerzas políticas de la izquierda y asimiladas, expuso en su discurso de investidura lo que quería hacer y las razones para hacerlo: «No cabe plantearse como objetivos un distanciamiento entre la Europa occidental y los Estados Unidos ni en lo político, ni en lo económico, ni en lo militar. Hay que buscar una relación equilibrada de cooperación y solidaridad... (teniendo presente) la existencia de una solidaridad de fondo y de unos intereses comunes expresados políticamente en la relación atlántica y en la organización en que ésta cristaliza. Sin desconocer que la incorporación de España a la OTAN está vinculada a otros condicionamientos de nuestra política exterior, el Gobierno que aspiro a presidir reafirma su voluntad atlántica, expresamente manifestada por la Unión de Centro Democrático, y se propone iniciar las consultas con los grupos parlamentarios a fin de articular una mayoría, escoger el momento y definir las condiciones y modalidades en que España estaría dispuesta a participar en la Alianza». Advirtió: «No toleraremos que terceros países, concretamente la Unión Soviética, se arroguen el derecho de vetar la entrada de España en la OTAN, no aceptaremos las doctrinas de la congelación en sus actuales dimensiones de las alianzas existentes, o de que nuestra soberana voluntad de acción en este campo suponga un gesto agresivo susceptible de quebrar el equilibrio de fuerzas en Europa». Explicó además que la entrada en la OTAN respondía a «una coherencia con nuestra concepción general de la política española»; que la decisión tenía un importante elemento de política «defensiva y de seguridad... que tiene un componente militar»; que para España la «neutralidad armada o desarmada... no son ni posibles, ni útiles, ni viables»; que la entrada en la OTAN no suponía «un aumento de los riesgos sobre nuestro espacio territorial»; y que la «afirmación atlantista hace que la relación bilateral con los Estados Unidos deba considerarse desde una nueva perspectiva».

El 29 de octubre de 1981 el Congreso de los Diputados por mayoría absoluta aprobó la entrada de España en la OTAN, que se materializó el 31 de mayo de 1982. En todo el proceso, uno de los más trascendentales vividos en la política española en los últimos treinta años, situado en una de las coyunturas más delicadas de la transición a la democracia, Calvo-Sotelo mantuvo sus objetivos con invariable constancia. Sabía que la entrada de España en la OTAN era la primera e inevitable seña de identidad de la España «normalizada» en el exterior y puso todo su empeño en conseguirlo, aun sabiendo de los escasos réditos electorales que la decisión acarreaba. No es exagerado afirmar que si la entrada de España en la OTAN no se hubiera realizado entonces posiblemente no habría tenido lugar nunca. Como tampoco es exagerado imaginar que una España fuera de la organización atlántica habría encontrado dificultades añadidas en su camino hacia el Mercado Común europeo. Con independencia de los abundantes beneficios de todo orden que el país ha recibido de su participación en la Alianza.

Leopoldo Calvo-Sotelo tuvo que lidiar desde el primer día de su mandato con los responsables y con las consecuencias del golpe de estado llevado a cabo por ciertos estamentos militares precisamente el día en que se realizaba la votación de su investidura, el 23 de febrero de 1981. Para los que vivimos la asonada desde dentro del Congreso y seguimos con preocupación y angustia los acontecimientos anteriores y posteriores resulta difícil evitar la evocación de momentos convulsos, cargados de falsas reclamaciones patrióticas primero y luego de convocatorias a una no menos falsa compasión, concebida como tapadera de la impunidad. Calvo-Sotelo se mostró impermeable a unas y a otras. Patriota hondo, español sin aspavientos, demócrata convencido, mantuvo siempre a raya a los que querían utilizar su apellido para aventuras antidemocráticas y, contra aquellos que las emprendieron, hizo desde el Gobierno que la acción fiscal asegurara el castigo que merecían. Y, como en el caso de la OTAN, no le falló el pulso ni perdió el tiempo. Cuando la UCD pierde las elecciones el 20 de octubre de 1982 los tribunales de justicia han dictado ya las sentencias condenatorias contra los responsables y participantes del 23 de febrero. Calvo-Sotelo dejaba así resueltas para su sucesor dos arduas papeletas.

En el camino Leopoldo Calvo-Sotelo había contribuido a cimentar sólidamente la supremacía del poder constitucional y civil. Frente a los que, en la vorágine del momento, mantenían que la mejor manera de conjurar las salpicaduras del golpe era contar con militares en el Ministerio de Defensa, mantuvo al frente del mismo a un civil, en muestra clamorosa de creencia en los principios de la Constitución de 1978 que los golpistas pretendían abrogar. Tampoco es arriesgado mantener que, sin la firmeza desplegada en aquel momento por Calvo-Sotelo, las secuelas decimonónicas del golpismo habrían seguido planeando sobre la vida española.

No era Leopoldo Calvo-Sotelo un simpático al uso. El populismo no estaba entre sus inclinaciones. Había sido siempre, y lo siguió siendo en la vida política, un hombre de convicciones, tan contundente en su aplicación como privado en la expresión de sus afectos y preferencias personales. Tras la fachada de su cara enigmática e inquisitiva cual esfinge, se escondía una rara capacidad de comunicación hecha de curiosidad, ironía y respeto. Era culto, empedernido lector, ilustre aficionado a la música y, cuando tomaba la pluma, buen y cáustico escritor. Le venía la convicción monárquica de antiguo y desarrolló al servicio de la misma una dedicación escrupulosa y tan llena de lealtad como ausente de servilismo o adulación. Heredero de un nombre con resonancias trágicas nunca emitió juicio alguno que no fuera a favor de la reconciliación de los españoles y de la superación de las terribles historias fratricidas del pasado. Respetuoso y tolerante con las creencias de los demás, nuncaocultó la profunda raíz de su fe católica, de la que resulta testimonio emocionante ese rosario anudado en las manos de su cuerpo sin vida. Que el Dios en que tan fervientemente creyó le tenga hoy en su gloria. Y a los que tuvimos la dicha de conocerle y apenadamente le sobrevivimos nos conceda la gracia de recordar e imitar su ejemplo. Descanse en paz.

Javier Rupérez, Embajador de España.