Leopoldo Calvo-Sotelo o la Transición recobrada

La muerte de Leopoldo Calvo-Sotelo me produce un mazazo y un pesar singular. Con él desaparecen demasiados recuerdos entrañables y con él se marcha una figura política de características personales irrepetibles y cuya obra ha merecido menos atención que la exigida por la grandeza de la misma y su elevada trascendencia en la vida española contemporánea.

Conocí a Leopoldo en la primavera de 1965, en Lisboa, en la Embajada de España, siendo su suegro el embajador y el que iba a ser el mío, consejero cultural de la Embajada e íntimo amigo de aquél. Pronto nuestra relación comenzó a estrecharse. Y al tiempo andábamos los dos por los pasillos políticos de diferentes ministerios, en el inicio de la Transición, coincidiendo muchas veces en cuestiones que a ambos nos afectaban. Ahí nació una profunda amistad y, por mi parte, un considerable respeto hacia su persona, su capacidad de análisis lógico-matemático (fruto de su carrera de ingeniero de caminos de la que gustaba presumir, con razón), su inteligencia, su gran ironía que podía ser cruel pero siempre acertada, su dilatada cultura fruto de miles de libros bien leídos, subrayados, papeleteados y asimilados. Y una capacidad para el dominio de las lenguas extranjeras casi universal y de la que hacía uso con galanura sin igual. Cuando años más tarde tuvimos que viajar innumerables veces, él como ministro de Relaciones con las Comunidades Europeas -mister Europa- y yo como ministro de Agricultura, en la dura y siempre eterna y compleja negociación del capítulo agrario, su capacidad para relacionarse con la Comisión en alemán, francés, inglés, italiano o portugués, nos abría todas las puertas sin barrera alguna. Y recuerdo su constante e indignado desprecio hacia Giscard d´Estaing cuya labor no hizo sino obstaculizar nuestro ingreso en la CEE y nuestra lucha contra ETA.

Fue Leopoldo hombre de capacidades intelectuales muy brillantes y notorias. Su doble ingreso en las Reales Academias de Ciencias Morales y Políticas y de Ingeniería le produjeron gran satisfacción. Tuve la oportunidad de presenciar y seguir con atención ambos discursos. Pero en el primero proyectó su alma sobre su obra más personal: lo que él llamaba la Transición exterior. En un discurso bien documentado, sin fisuras, brillantemente contestado por el también académico Marcelino Oreja, fue desgranando su propia obra y fue poniendo de manifiesto cómo, al lado de la Transición interior, en la que nadie duda del protagonismo de Adolfo Suárez y a la que Leopoldo contribuyó con indudables aciertos, hubo otra Transición exterior, la de situar a España en aquellos lugares internacionales que le correspondían cuya obra era suya en muy alta proporción. Había que formar parte de la CEE y de la Alianza. Y en ambos propósitos su trabajo fue eficaz, hábil, inteligente y cuidado. Y en ambos tuvo éxito, aunque el ingreso en la CEE llegara tres años más tarde. Le acompañé muchas veces a Bruselas y sé el enorme trabajo y empeño que puso en ello. Y cómo recuerda en sus memorias la sana envidia hacia su cuñado, Fernando Morán, por ser él y no el propio Leopoldo quien estampara su firma en las actas y el Tratado de Adhesión de España a la CEE firmado en diciembre de 1985.

Pero también sé del inmenso tesón que puso en nuestro ingreso en la OTAN. Defendió siempre la entrada en la Alianza -prefería esta expresión a la de la OTAN- desde la primera hora pues siempre consideró que la Transición interior -pasar del régimen anterior a la democracia- sólo era posible si al tiempo se ingresaba en la CEE y se firmaba la adhesión a la Alianza. Fue una pieza clave de su trayecto por la Presidencia del Gobierno y me consta su satisfacción al haberlo logrado, él y entonces, presidiendo aquel último gobierno de UCD.

Pero sería injusto dejarle sólo como el gran protagonista de esa Transición exterior, que no es poco, aunque sólo eso justifica una vida. Habría que recordar su papel fundacional en la UCD y en las primeras elecciones democráticas o su intervención -política y económica- en los Pactos de la Moncloa. Su preocupación y comprensión de lo económico le llevó también a ser vicepresidente económico con Suárez, a presidir la Comisión Delegada para Asuntos Económicos, y su tino y serenidad en el juicio y en la mesura económica fue siempre modélica.

Pero, sobre todo, hay que recordarlo en la noche del 23-F y sus etapas posteriores. Tras aquella infausta noche golpista, fue investido presidente, tomó las riendas contra aquellos que habían sido capaces de alzarse en armas -pues con armas se alzaron- contra la democracia y la Corona y en poco tiempo, con escasos incidentes, con enorme serenidad, los Tribunales emitían su veredicto sobre todos y cada uno de los insurgentes procesados. Esa labor, dura, peligrosa, que hubo que llevar con mano maestra, fue obra, también de Leopoldo Calvo-Sotelo. Que supo aportar serenidad, pulso tranquilo y buena derrota, buen rumbo, a la nave española tan conturbada por aquel lamentable suceso. Si siempre he defendido que la Transición terminó con la formación del primer gobierno constitucional, siempre defenderé que sin la serenidad impuesta por Calvo-Sotelo en la vida española post 23-F hubiera sido imposible alcanzar las metas posteriores. En aquellos breves meses de Gobierno recuperó lo mejor de la Transición y lo legó a los siguientes en un alarde de consensos y acuerdos.

Tuve el honor de ser ministro de Agricultura y Pesca con él como presidente y, de conseguir que se creara el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación cuyo propósito comprendió muy bien, y finalmente ministro adjunto al presidente y a la vez portavoz de mi grupo parlamentario, la UCD. Y siempre recordaré mis conversaciones con él y las duras horas pasadas a su lado en aquellas postrimerías de una UCD declinante, delirante y sin final.

Pero, en esta hora última, me gusta recordar al Leopoldo que tantas veces vi fuera de la política, y que ayer, en su casa de Somosaguas, planeaba por las habitaciones y sobre las personas; el hombre perpetuamente enamorado de su mujer, Pili, a quien conoció por vez primera en casa de su suegro cuando iba con una comisión de estudiantes a protestar por no recuerdo ya qué tema. A la pasión por sus hijos, por todos, por sus nietos. Al Calvo-Sotelo más familiar. Al que buscaba cualquier rato de ocio para leer, tocar el piano, escribir, hablar, compartir recuerdos, experiencias, relatos, narraciones, con meigas o sin ellas, a navegar allí en la ría, en Ribadeo, cuyo nombre dio origen al título que tan merecidamente creó el Rey para honrar su persona y su obra. Ese hombre, el familiar, el político, el intelectual, el políglota, el ser humano completo, el amigo, se nos ha ido. Y me consta que se nos ha ido contemplando con tristeza, en los últimos meses, una evolución española que le inquietaba. Descanse en paz.

Jaime Lamo de Espinosa, ex ministro de Agricultura y Adjunto al presidente con Calvo_Sotelo.