Leopoldo Calvo-Sotelo o las formas

La escrupulosidad en el traspaso de poderes de 1982, tras la clara victoria del PSOE, define a Leopoldo Calvo-Sotelo, un político constructivo, con ese sentido de Estado que hoy se confunde políticamente con la musculatura de esteroides o con la capacidad estilística de socavar risueñamente al adversario. Por veleidoso y desasosegado, Benjamin Constant está en las antípodas de Calvo-Sotelo, pero en su pensamiento liberal aparece un principio que guió la biografía política de aquel niño a quien, al pasar por el Cantón de Ribadeo, le gritaban el 13 de julio de 1936: «Mataron a Calvo-Sotelo. ¡Fixeron ben!». Su tío, José Calvo-Sotelo, había sido asesinado, en Madrid, de dos tiros en la nuca. El liberalismo de Constant está siempre muy atento a las formas, y decía que lo que preserva de la arbitrariedad son las formas, esas formas que son las divinidades tutelares de las asociaciones humanas, las protectoras de la inocencia, las únicas relaciones de los hombres entre sí.

Como ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, le puso a la UCD acueductos, contrafuertes y ejes ferroviarios para que el instinto político y la sonrisa de Adolfo Suárez acertasen en la sintonía de la transición democrática. Cuánta Historia había visto y rememorado Calvo-Sotelo para llegar a aquel día inaugural y la que tendría que ver y padecer -tantas veces en solitario- en los años posteriores, cuando la insania coaguló en una intentona como la de Tejero y hubo que reconstruir el motor del sistema democrático, deshacerlo en piezas y volverlo a montar sin que perdiera credibilidad ni vocación de transparencia. De principio a fin, de aquel 13 de julio hasta el 3 de mayo de 2008, la fidelidad monárquica de Calvo-Sotelo tiene algo de órbita astral, de rotación indeclinable en un mundo de turbulencias asiduas y a veces poco espontáneas. Asumió siempre la responsabilidad que se le entregaba, en la formación de UCD, en la negociación para el ingreso de España en lo que hoy es la Unión Europea, al asumir la candidatura a la presidencia de Gobierno, presenciar cómo Tejero entraba pistola en mano en la primera votación, presidir el Gobierno durante el juicio del 23-F, dar el gran paso atlantista, y ver cómo el PSOE llegaba al poder. Luego frecuentó su escaño en el Parlamento Europeo, hasta 1986. Sabemos que España, la de ayer y también la de hoy, no trata bien a sus mejores hombres. En eso no somos del todo distintos a otros países pero lo hacemos casi con complacencia. Nos superamos en el olvido de lo excelente. Por una cierta desconfianza picaresca ante la idea de servicio público, pronto perdimos memoria de que Leopoldo Calvo-Sotelo había nacido para servir a la Corona y a España como, en todas las naciones, un noble afán de las dinastías políticas se presta a protagonizar la vida pública.

Fue hombre de palabra precisa, de oratoria muy ceñida y con atajos irónicos fulminantes. Legítimamente incentivado, así también escribía: fue memorable su reseña de «El poder y la vida», de Valéry Giscard d´Estaing. La crítica, con certeza de tono orteguiano, demolía a Giscard limpiamente: «Podría decirse que el narcisismo, presente en todo hombre público, ha vencido a VGE a la apologética». Calvo-Sotelo ha sido hombre de humor, distante, con una curiosidad ilimitada por la naturaleza de la política. Son muy saludables los retratos breves que deja escritos en «Memoria viva de la Transición». El último de sus libros había sido la deliciosa rememoración de «Pláticas de familia».

Por tener que salvar las formas -es decir, todo- en un trance tan traumático como el 23-F, la estabilidad institucional se convirtió aún más en la prioridad de Calvo-Sotelo y de su Gobierno. Tras la moción de censura del PSOE en 1979 y el intento socialista de generar una mayoría no por transversal menos artificiosa, la posición de Adolfo Suárez se vio muy erosionada. La avidez de poder del PSOE era tan legítima como rebosante de descaro. Hubo entonces en la UCD una crisis de liderato cuyo entorno de secretos e intrigas tal vez nunca vaya a ser expuesto con plena ecuanimidad. La AP de Fraga asintió a la estrategia socialista de desgaste de una UCD prácticamente abierta en canal en la mesa del quirófano. En pocos meses, Suárez visita al Rey y anuncia su dimisión. Por la noche propone a UCD que su sucesor sea Calvo-Sotelo, entonces vicepresidente segundo para asuntos económicos. Llega el desastroso 2º Congreso de UCD, en Palma de Mallorca, funestamente preludiado por una huelga de celo de los controladores aéreos. Lo peor y lo menos bueno de la política española quedó expresado en los brindis de las cenas conspirativas de aquellos días en Palma. El Rey visita la Casa de Juntas de Guernica y Herri Batasuna canta el «Eusko gudariak». Cae muerto el ingeniero Ryan. A los pocos días, retumban las ráfagas de ametralladora en la Carrera de San Jerónimo en votación de investidura que -según lo previsto- no iba a ser conclusiva. En la siguiente sesión, es aprobada la investidura de Calvo- Sotelo. Tuvo que ser el presidente de Gobierno para aquella circunstancia de zozobra y no para una etapa de parlamentación razonable, de políticas para el crecimiento, de prosperidad, de política exterior cualitativa en Europa y en el escenario trasatlántico: en eso hubiera sido un gobernante de confianza, más matemático que escenógrafo, sobrio, escasamente popular, sin sorpresas, poco ambivalente, sin trucos ilusionistas, «a safe pair of hands», como dicen los británicos. Pero le tocó gobernar en tiempos álgidos, de vulnerabilidad institucional y de crisis económica, de tensiones territoriales, y lo hizo. En otoño de 1982, el PSOE ganaba las elecciones generales por mayoría absoluta, con una tasa de participación de casi el 80 por ciento.

El joven Calvo-Sotelo asistía a las clases de Zubiri en la Unión y el Fénix. Le oyó decir que al infierno sólo van los que libremente deciden ir al infierno. Captó el dilema de la libertad y el mal. Desde la prehistoria de la Transición a esta segunda legislatura de Rodríguez Zapatero, la trayectoria política de Calvo-Sotelo consistió en navegar -según gustaba de citar- por «el ruidoso mar de la libertad» de Jefferson. Había intentado racionalmente la empresa imposible de una armonización autonómica. Más suerte tuvo como atlantista y como europeísta con sentido de la realidad, aunque hoy no lo parezca. Puede decirse que fue el presidente de Gobierno más occidentalista de la Transición española.

Valentí Puig

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