Leopoldo Calvo-Sotelo

Hoy hace diez años fallecía Leopoldo Calvo-Sotelo, el segundo presidente de un Gobierno constitucional en la recuperada democracia española. Llegó a Moncloa tras el fallido golpe de Tejero, producido durante su investidura, y su primera preocupación fue serenar los ánimos de un país que había sufrido el temor a la involución, resucitado el zarpazo de las asonadas militares del XIX. Fui testigo aquella tarde, dentro del Congreso, de la zozobra de lo incierto. Muchos daban por quebrada la democracia naciente. Para el pueblo español el mensaje inequívoco del Rey supuso la recuperación de una tranquilidad abruptamente rota.

A recuperar la confianza del país en las libertades y a llevar un mensaje nítido de estabilidad y solidez de la democracia española al exterior encaminó sus primeros pasos el nuevo Gobierno. La reafirmación del poder civil se manifestó, por ejemplo, en la decisión del presidente de recurrir ante el Tribunal Supremo la sentencia dictada por la justicia militar contra los golpistas, con lo que se daba la última palabra al más alto tribunal civil.

Calvo-Sotelo contaría que cuando abandonaba el Congreso tras ser abortada la intentona recordó aquella frase de Maura en la crisis de 1918: «A ver quién es el guapo que se hace ahora cargo del poder». La crisis económica era grave, con el petróleo por las nubes y el paro rampante; el ingreso en la Comunidad Económica Europea, que él había impulsado como ministro, no avanzaba; la incorporación a la OTAN era un tema enquistado que tenía enfrente a la oposición de izquierdas y sobre todo al PSOE. El momento era difícil.

Desde la propia estabilidad política, la situación tampoco era halagüeña. UCD sería pronto un partido en desbandada que ya daba señales de estar tocado por la carcoma de sus grupos internos. Después escribiría: «Nadie sabía ya cuáles eran los efectivos fieles del grupo parlamentario»; parecía «un Gobierno pirandelliano en busca de un partido». Con esos mimbres tuvo que hacer un cesto complicado. La presidencia de Calvo-Sotelo no llegó a dos años y acaso por ello muchos analistas la han despachado con escaso rigor e injustamente. Asuntos que resolvió con excelente pulso, sin alharacas ni truenos mediáticos aunque los merecieran, incluso no le fueron atribuidos. Chencho Arias cuenta en un libro delicioso que un embajador de Estados Unidos en Madrid, de cuyo nombre no quiere acordarse, se permitió en una cena asegurar que Felipe González había entrado en la Historia aunque sólo fuese por el ingreso de España en la OTAN. Calvo-Sotelo, que estaba presente, se vio obligado a agradecer al embajador sus palabras porque quien había incorporado España a la OTAN había sido él. En esa línea, el supuestamente tan sesudo The New York Times llegó a alabar a Felipe González por «haber sacado a su país del aislamiento y llevarlo a la OTAN». Un anticipo de posverdad.

Leopoldo Calvo-Sotelo nació en Madrid pero se consideraba gallego, de Ribadeo, por el directo entronque familiar, y allí pasó etapas trascendentales de su vida. Siguió la enseñanza media en colegios e institutos públicos –«Me acuso de no haber ido a un colegio de pago, como han ido teóricos socialistas de la enseñanza pública, y van aún sus hijos»– y cursó la ingeniería de Caminos, Canales y Puertos en Madrid al tiempo que trabajaba como corrector de pruebas en la Cámara Oficial del Libro para contribuir a la nada boyante economía familiar de una viuda con ocho hijos. Concluyó sus estudios en 1951 siendo el número 1 de aquel año, por lo que recibió el premio Escalona, y cuando se creó el doctorado, en 1968, se doctoró. A Calvo-Sotelo le atrajo la política desde su juventud; militó en las filas monárquicas de Joaquín Satrústegui, anhelando una monarquía parlamentaria. Ya picado por el gusano de la acción, fue presidente de Renfe en 1967, y después trabajó veinticinco años en la empresa privada en los sectores industrial y bancario; entonces no se solía llegar a la política desde la nada como luego ocurrió. En 1975 fue ministro en el primer Gobierno de la monarquía. En la transición ocupó distintos ministerios: Comercio, Obras Públicas, Relaciones con las Comunidades Europeas, para llegar a vicepresidente de Asuntos Económicos, y tras la dimisión de Suárez ser elegido para sucederle. En 1954 se había casado con Pilar Ibáñez-Martín, una mujer culta, discreta, simpática y conocedora de su papel. Solía acompañar al presidente en sus viajes oficiales y quienes en alguna ocasión hayan figurado, como es mi caso, en las huestes periodísticas que cubrían esos viajes conocen las cualidades que atesora la entonces primera dama del Gobierno. Su presidencia tiene hitos para recordar. El Guernica de Picasso llegó a España –no regresó como dicen algunos, porque nunca había estado–; se cerró el torrente del Título VIII de la Constitución en el pacto autonómico con el PSOE; se dieron pasos significativos para la incorporación de España a la Comunidad Económica Europea cimentándose el preámbulo definitivo de adhesión que culminaría durante el mandato de Felipe González; se aprobó la Ley de Símbolos de España, y aunque interesadamente se repita que es preconstitucional, hasta 1981 el escudo nacional llevaba el águila de San Juan; se llegó a un importante acuerdo de empleo con sindicatos y organizaciones empresariales; se avanzó en la lucha antiterrorista en un tiempo de plomo, con especial atención a la posición de Francia respecto a los santuarios etarras más allá de los Pirineos; se aprobó la Ley del Divorcio, tema delicado que negoció cerca de la Iglesia el ministro democristiano Íñigo Cavero, aunque se lo apuntase el mediático ministro socialdemócrata Fernández-Ordóñez. Sotelo aclararía más tarde: «Yo no tuve una sola presión oficial de la jerarquía eclesiástica».

El asunto que más ocupó, por su importancia y meandros, la presidencia de Calvo-Sotelo fue el ingreso de España en la OTAN. «La política atlántica –escribió– atraviesa de cabo a rabo mis años en Moncloa». Felipe González se oponía de plano, pero Calvo-Sotelo sabía que era un paso necesario para una España abierta; el anclaje exterior de la defensa sólo en los pactos con Estados Unidos era ya impropio tras el acceso a la democracia. Había que actualizar los pactos con Washington e ingresar en la Alianza Atlántica. Calvo-Sotelo consiguió sus objetivos. Se vivieron episodios curiosos. Por ejemplo, ver manifestarse a Javier Solana entre pancartas de «OTAN no, Bases fuera». El futuro secretario general de la OTAN y caballero de la insigne Orden del Toison de Oro se ruborizará con esos recuerdos juveniles. En 1986 Felipe González ya en Moncloa convocó –y ganó– un referéndum que mantenía a España en la Alianza Atlántica. Es lo que quería garantizar Calvo-Sotelo cuando entramos en ella: que ya no hubiese marcha atrás. Le hizo un favor a su sucesor.

Calvo-Sotelo, sobre todo, fue un intelectual en la política al que le hubiese gustado ser filósofo. Dominaba el inglés, el francés, el italiano, el alemán y el portugués y era un amante de la música y, aunque él no quería echarse flores, tocaba pasablemente el piano. Al presidente más culto de nuestra democracia le apasionaban los libros; formaban su biblioteca 11.000 volúmenes. Dejó escritas varias obras, ahora prácticamente inencontrables, de un memorialismo polémico e irónico, plenas de ese humor culto que tenía. Presidió la Fundación Ortega y Gasset y organizó una edición crítica de la obra del filósofo al que admiraba. En 2005 ingresó en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Viajé en su séquito periodístico a Colombia, Perú, Ecuador, Venezuela, Guinea Ecuatorial y Túnez, y hablé con él de poesía, de la que era buen lector y entendido, y ambos amábamos la forma excelsa del soneto. En sus carpetas dejó sonetos satíricos. El activo intelectual que culminó la Transición fue Calvo-Sotelo. Con la victoria por goleada de Felipe González el 28 de octubre de 1982, la Transición, consolidada en sus principales fines, accedía a la saludable alternancia.

Juan Van-Halen, escritor y académico correspondiente de la Real Academia de la Historia.

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