Lerroux, Rajoy y el Constitucional

El 20 de agosto de 1932, al caer la noche, como acostumbraba, Manuel Azaña apuntó en su diario lo siguiente: "Lerroux ha hecho a los periódicos unas declaraciones asombrosas; dice que Sanjurjo le invitó a tomar parte de la conspiración, y que él se negó". Breve y demoledor, este comentario del entonces presidente del Gobierno (página 1.066 del tercer volumen de sus obras completas, recientemente editadas en un gigantesco esfuerzo en favor de la memoria y la democracia por Santos Juliá y el Centro de Estudios Constitucionales) resume en dos frases la personalidad de Lerroux, a la sazón dirigente del Partido Radical. Lerroux, que no es hoy ni siquiera una sombra en el pensamiento de la mayoría de los españoles, constituyó, sin embargo, el epítome del político venal, inconstante, de verborrea fácil y frivolidad oceánica, cuya habilidad maniobrera le encumbró durante un breve y desgraciado momento de la historia a los más altos cargos en la Segunda República.

Hay que situarse en la escena para comprender el asombro de Azaña por la reacción de Lerroux a la sanjurjada, como vino enseguida a denominarse el golpe de Estado que, calentados los cascos por el Estatuto de Autonomía de Cataluña, entre otros asuntos, había intentado en Sevilla el general Sanjurjo diez días antes. La asonada fracasó, primero en Madrid y luego en la capital andaluza, y el general, llevado a juicio, fue condenado a muerte, pena que resultaría luego conmutada por cárcel a instancia, precisamente, del propio Azaña.

Resulta fascinante, visto en retrospectiva, que entre declaraciones en galimatías a los periódicos, tarascadas en el Congreso de los Diputados y la confusión propia de tales situaciones tenga Azaña unos segundos para acertar con este pequeño apunte en dos de las características que han arruinado tantas veces las mejores oportunidades de España a lo largo del siglo XX: el carácter voluble de muchos de sus políticos y la debilidad de sus convicciones democráticas, rasgo este último del que la parte más asilvestrada de la derecha política no ha logrado deshacerse del todo aun hoy.

La anécdota de Lerroux, además, pone el foco sobre otra cuestión que en cualquier democracia occidental sería imposible de ignorar, pero que en la España de hoy resulta casi siempre inasible. A saber: ante la revelación de un hecho especialmente grave que afecte al Gobierno o al Estado, la pregunta de cuánto sabía el líder, cuándo lo supo y hasta dónde consintió. En la barahúnda que debieron ser aquellos días, Azaña garabatea sólo unas palabras, sumergidas además en un mar de centenares de páginas que abarca uno de los periodos más agitados de nuestra historia, pero ahí se perfila esa pequeña joya sobre la relación entre carácter y complot político: "Dice que Sanjurjo le invitó, etcétera".

Viene esta larga introducción a cuento de uno de los episodios más graves que ha sufrido la democracia en España en los últimos años. Quiero hacer constar por adelantado, para evitar en la medida de lo razonable los aspavientos de los corifeos mediáticos que tratarán de arrimar el ascua a sus mentiras, que no planteo paralelismo histórico alguno entre la sanjurjada y el reciente intento del Partido Popular de hacerse con el control del Tribunal Constitucional para, so capa de buen derecho, dejar en las raspas la legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero, a comenzar por la reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña (siempre el Estatuto de Cataluña), el matrimonio entre homosexuales después, la ley de paridad, y así hasta una docena de normas aprobadas por el Congreso de los Diputados que han transformado este país desde que el PSOE ganase las atormentadas elecciones del 14 de marzo de 2004.

Si traigo a colación la idea de Azaña es porque, muy oportunamente, coloca el debate del desgraciado asunto del Constitucional en unos términos que el Partido Popular ha logrado evitar en las últimas semanas, con lo que todo el suceso amenaza con acabar en un espulgadero jurídico para especialistas en técnica procesal sin consecuencia política alguna para sus responsables.

La pregunta, por tanto, es: ¿qué papel ha jugado Mariano Rajoy en el intento de asalto del PP al Alto Tribunal? ¿Cuándo supo de las intenciones y de los métodos empleados para ello por sus lugartenientes? Y, sobre todo, ¿hasta qué punto estuvo informado de lo ilegítimo del procedimiento? Procedimiento, por cierto, merecedor luego del más grave reproche ("abuso procesal" y "fraude de ley") que el Alto Tribunal ha dirigido en sus años de historia a un partido político, lo que, en el caso del PP, formación que con diez millones de votantes aspira legítimamente al Gobierno de la nación, resulta especialmente inquietante.

Los hechos son conocidos, aunque no por la generalidad de los españoles, puesto que como viene aconteciendo de unos años a esta parte, una facción de la prensa nacional oculta o deforma la información a su parroquia hasta hacer imposible de todo punto el debate democrático, cuyo deterioro intencionado socava las condiciones de posibilidad de la democracia misma. Por lo demás, resulta comprensible que, habiendo formado parte de la conspiración, algún periódico que se autoproclama adalid de la investigación no quiera afanarse ahora en contar con claridad el suceso que, en esencia, consiste en lo siguiente.

El 26 de octubre, 62 diputados del Partido Popular, entre los que no se encontraba Mariano Rajoy, presentaron una recusación contra tres magistrados con la intención declarada de reequilibrar a su favor las fuerzas en el seno del Constitucional, garante último de la Carta Magna e institución, por tanto, que cualquier partido político con un mínimo de decencia y responsabilidad democrática debería mantener fuera de la batalla diaria. Para ello, tuvieron la ocurrencia de fotocopiar, como único sostén de tan alocada e irresponsable estrategia, una noticia prefabricada que oportunamente había difundido el diario El Mundo el día anterior y que a la postre habría de demostrarse falsa cuando seis magistrados, progresistas unos, conservadores otros, asqueados todos por la mentira publicada, decidieron negarla en público en los términos más contundentes.

Ha querido la casualidad que precisamente esta semana, en la que vence el mandato del tercio de magistrados del Tribunal que nombra el Senado sin que sus señorías estén en condiciones de elegir a los sustitutos por el chantaje al que el PP tiene sometido al sistema constitucional español (en situación similar se encuentra el Consejo General del Poder Judicial), hayamos venido a conocer la vis más esperpéntica de uno de los protagonistas del enredo. El magistrado Roberto García-Calvo, elegido para el Tribunal Constitucional en 2001 a propuesta del partido de Rajoy, antiguo falangista con mando en plaza en Almería, tuvo un insustancial incidente de tráfico con un joven el pasado julio. Donde hubo siempre queda y, pistola en mano, García-Calvo amenazó al muchacho con meterle un tiro en la sien al grito de "yo soy juez", según la denuncia que el afectado presentó en comisaría al día siguiente de los hechos sin conocer todavía la identidad del caballero, relato que éste niega. La responsabilidad principal de que un individuo como García-Calvo se siente en el más alto tribunal español reside, en primer lugar, en el PP, que le propuso. Pero también los socialistas, que aceptaron su candidatura (la ratificación exige tres quintos de los diputados) a cambio de algún plato de lentejas en otro organismo, deben una explicación a sus votantes.

Es posible que personajes como García-Calvo (o su compañero en las desgraciadas andanzas que han atormentado al tribunal este año, Jorge Rodríguez-Zapata) hayan diseñado desde dentro la malhadada estrategia para tratar de asegurarle al Partido Popular el control del Constitucional. Es más que posible también que los sectores más irresponsables del Partido Popular hayan cedido a estos deseos de mangonear en demasía y se hayan adentrado así, sin más reflexión, en la ciénaga de la desestabilización del Tribunal. Pero resulta inadmisible que el líder del partido les haya dejado hacer o, peor todavía, les haya dado su visto bueno, de lo que cabe sospecha razonable.

Envuelto en una cultivada mezcla de nonchalance, aroma de cigarro habano y afición a los deportes -a lo que cabe sumar las escasas o nulas decisiones arriesgadas que ha tomado en el seno de su organización-, Rajoy pasa por hombre prudente. Pero acreditar que se está capacitado para los más altos puestos de responsabilidad exige también apartar el puro, dejar el fútbol y frenar a los suyos cuando la desmesura les lleva, como en esta ocasión, a poner en peligro todo el entramado jurídico del Estado. Si en marzo Mariano Rajoy pretende la confianza de los españoles, debería haber explicado antes qué supo, cuándo lo supo y qué hizo, o dejó de hacer, para impedir el mayor dislate que un partido de gobierno ha cometido en el ámbito institucional en España en los últimos años. Lerroux, al menos, aclaró luego que él se había negado.

Javier Moreno