Letras de Navidad

¿Por qué leemos? Hay tantas motivaciones como lectores y, en los múltiples fondos de cada uno, tantas razones como moléculas de agua en el curso irrepetible del río de Heráclito. Simplificando, unos leerán para saber más, otros para soñar mejor, algunos por puro placer y los más un poco por todo, depende. Me gusta recordar una frase repetida por grandes escritores como García Márquez, Bryce Echenique, García Lorca: escribo para que me quieran más. Aplicársela al lector es seguramente excesivo: leo para que me quieran más. Pero también puede haber algo de eso. Yo, cuando no es por obligación, leo para cambiar. Ya me querrán más. Entro en una librería y creo que allí, agazapado en un estante o exhibiéndose impúdico entre las novedades, está el libro que va a cambiar mi vida, que va a descubrirme el modo de ser otro, mejor, por supuesto. Como el tiempo libre no da para mucho, a veces hojeo los libros, otras veces sólo los toco (seguro de que, por ósmosis, los libros les hablan a los dedos), y hasta hago de zahorí: oriento mis antenas hacia una zona de la librería y me acerco o me alejo llevado por una intuición infalible; o eso creo entonces, porque pronto volveré para hacer otra prueba antes de darle tiempo al librero, pobre, de mudar un poco la mercancía. A veces los pasos de nuestra vida guiados por la combinación de unas pocas palabras. Lo decía Antonio Tabucchi buscando una frase de Chateaubriand perdida entre las muchas páginas de sus Memorias de Ultratumba a propósito de una isla remota en las Azores: el faro inútil de la noche era la frase y la isla de Pico su referente. La frágil geografía de la memoria, física y verbal a un tiempo.

No es una ensoñación. Me ha pasado con algunos libros y espero que vuelva a sucederme. Todavía de niño, iniciándome en la tarea infinita de domesticar el inglés, Una canción de Navidad, de Charles Dickens, cambió mi conciencia social. Esa era la intención de Dickens cuando en 1843, abrumado por las condiciones en que los niños trabajaban y malvivían en la Inglaterra de la Revolución Industrial, decidió abandonar el panfleto que preparaba (Un llamamiento al pueblo de Inglaterra, en nombre del hijo de un hombre pobre) y convertirlo en un cuento fantástico, donde los espíritus de las Navidades pasadas, presentes y futuras le muestran a un sujeto ruin, Ebenezer Scrooge, durante el sueño, la deformidad de su verdadera imagen a través del tiempo. Scrooge sólo cambia cuando despierta y recuerda de un plumazo su vida, enfrentado a niños harapientos, diablos vagabundeando donde debería haber ángeles entronizados, con los que no sabía qué hacer, enhebrando el protagonista los peores vicios de una sociedad insolidaria hasta un final en el que él es olvidado por todos. El cuento tuvo un éxito inmediato. William M. Thackeray lo saludó como un bien nacional; y ciento cincuenta años después, sir John Mortimer, abogado y dramaturgo, todavía podía decir, ante la vigencia hiriente de la desigualdad de los niños del mundo, que necesitamos otro Dickens, «un novelista que revuelva nuestras conciencias y tenga éxito donde tan clamorosamente han fallado políticos, predicadores y panfletistas». La obra de arte dirigida al corazón, una feliz combinación de palabras, puede tener más potencia transformadora que la denuncia social dirigida a la pesada maquinaria de la política. Si la miseria material del hombre implica la miseria moral de quienes la permitimos, Dickens acertó a darnos el espejo para contemplar nuestra propia miseria, el poder de la mirada transparentada en el lenguaje, la lucidez que despiertan algunos textos, a veces de golpe, a veces lentamente.

Es difícil imaginar al autor de A sangre fría, el minucioso relato de un asesinato múltiple y de la ejecución de sus responsables, escribiendo un tierno cuento de Navidad. Pero Truman Capote, que se confesaba alcohólico, drogadicto, homosexual y genio, lo hizo y, en otra medida, también me cambió: Recuerdo de la Navidad. Un joven cuenta su amistad de niño con una mujer mayor. Él tenía siete años, y ella sesenta y tantos y le llamaba Buddy. No se llamaba así, pero era su mejor amigo y ella recordaba otro mejor amigo con ese mismo nombre muerto años atrás. Buddy –no el auténtico sino éste– se refiere siempre a él y ella con un «nosotros» que los une frente a los demás familiares que habitaban la casa. Ninguno de los dos tenía dinero, pero, con pequeñas economías domésticas, apañaban unos dólares que utilizaban, por ejemplo, para hacer dulces. Un diciembre compraron un poco de whisky para cocinar. Lo probaron y, traicionados por un aliento ligeramente alcohólico, recibieron la reprimenda de la familia, ambos a causa de su edad. Él la consoló y ella, al día siguiente, le llevó a buscar un árbol para talarlo, traerlo a casa y adornarlo con regalos. Mientras lo arrastraban por el camino de vuelta, alguien les ofreció un dólar por él. Ni siquiera se detuvieron en su orgullo de cazadores con la pieza cobrada. El árbol tenía dos veces la talla de Buddy para que ningún niño pudiera coger la estrella colocada en lo alto. Ella, que no alcanzó a vender el cameo de su padre para comprarle a Buddy la bicicleta que quería, le hizo una cometa azul y la puso en el árbol. Él tuvo la misma idea para ella. El viento de la vida acabó separando ambas cometas. Veinte años después, Buddy seguía pensando que su casa sería siempre donde ella estaba aunque él nunca volvió allí. Se escriben de vez en cuando. Ella cada vez le confunde más con el Buddy anterior. Él aguarda el momento en que la mujer ya no pueda levantarse para preparar sus dulces y busca en el cielo un par de cometas que, como corazones rotos, se hayan soltado de las cuerdas que los ataban a la tierra, a esa parte de uno mismo que ya no volverá. Es diciembre de nuevo.

Tiene todos los elementos de un cuento navideño: el invierno, la casa que es el lugar de los sueños, y una amistad por encima de las convenciones. Pero en el cuento de Capote, como en el de Dickens, esos elementos se combinan para crear un pequeño mundo mágico cuya emoción, a mí al menos, me hace sentir mejor, ser mejor quizás. La literatura no es mucho más que eso: una vasta red de otros mundos posibles, un tejido de sueños ordenados, un multiverso de universos alternativos, donde quien se interna por el laberinto de sus noches puede hallar el consuelo que echamos de menos entre estas cuatro paredes negras flanqueadas por Orión. No hace falta mucho –es verdad– para mejorar el triste mundo que habitamos, pero quiero pensar que la buena literatura nos hace mejores a todos los que, leyendo o escribiendo, nos aventuramos por los terrenos inexplorados de lo que llamamos ficción, y que, sin embargo, conforman nuestra experiencia cotidiana, ayudándonos a entenderla, a soportarla y a transformarla. La Navidad –la historia que hay detrás del nacimiento de Jesús– acaso no sea algo tan distinto de la gran literatura, como propone Harold Bloom, incluso para quienes creemos: otro mundo, coherente y consolador, capaz de explicar nuestras cuitas y al que cada uno otorgará un grado distinto de realidad de entre los infinitos que podemos imaginar, como infinitos son los reflejos del mar bajo el faro incierto de la fe. Las Navidades siempre son un buen motivo para reflexionar sobre los horizontes borrosos de nuestra existencia y el misterio de lo que tal vez haya más allá, guiados por el resplandor de la estrella de Belén, al Oeste, y por la ilusión de la paz.

Antonio Hernández-Gil, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

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