Letras gallegas: vindicación y victimismo

«Por ser mujer» y «por haberse apartado algún tanto, en las cortas páginas en que se ocupó de Galicia, de las vulgares preocupaciones con que se pretende manchar mi país». Son palabras en homenaje a Fernán Caballero escritas por Rosalía de Castro en la dedicatoria de sus Cantares gallegos. Están datadas el 17 de mayo de 1863. Un siglo después, en una España más permisiva con las conmemoraciones literarias que con cualquier reivindicación dudosa o imprudente, Francisco Fernández del Riego, un intelectual cuyos servicios a Galicia se plasmaron en acciones fundamentales para el desarrollo cultural del país, aprovechó el centenario redondo de aquella fecha para instituir una jornada consagrada a la «exaltación do libro galego e do seu autor». La iniciativa, formalizada a través de la Real Academia Gallega, única institución habilitada por entonces para revestirla de cierto marbete oficialista y dispensarla de sospechas, fue suscrita, además de por Del Riego, por el arquitecto Gómez Román, secretario del Partido Galeguista desde su fundación en 1931, y por el historiador y arqueólogo Ferro Couselo, vinculado también a los movimientos galleguistas desde antes de la Guerra Civil.

Lo que empezó siendo una celebración aislada entre las 365 fechas del almanaque adquirió extensión anual a partir de 1988, con la consiguiente repercusión en los programas lectivos de los centros escolares y para satisfacción de los herederos de los derechos de autor de la figura exaltada. Ese es, grosso modo, el origen del Día das Letras Galegas, instaurado pronto hará medio siglo y que desde 1991 tiene carácter festivo en el calendario laboral para todo el territorio autonómico.

El primer Día das Letras Galegas estuvo dedicado, como era de cajón, a Rosalía de Castro. El segundo, en 1964 (el dato no es irrelevante: al franquismo le quedan todavía once años de recorrido), a Castelao, creador indiscutible y orientador indiscutido del pensamiento nacionalista gallego. Fueron viniendo luego Eduardo Pondal, Curros Enríquez, Ramón Cabanillas, Sarmiento, Blanco Amor, Rafael Dieste, Ánxel Fole, Álvaro Cunqueiro… Inevitablemente los nombres mayúsculos se fueron mezclando con los medianos y hasta con los minúsculos, porque el catálogo de escritores con obra en gallego no permite mantener año tras año un nivel ininterrumpido de excelencia y obliga a hacer concesiones cualitativas, ya sea con excusas emocionales, ya por valoraciones extraliterarias, ya en razón de oportunidad política. Se comprende fácilmente que, dada la imposibilidad de establecer criterios objetivos para la estimación de méritos, pueda parece inexplicable la designación de algunos escritores de alcance dudosamente significante, al mismo tiempo que, a la espera de vientos favorables, perdura el veto sobre figuras tan relevantes como Carballo Calero, Aníbal Otero, Celestino Fernández de la Vega o Pastor Díaz, autor de A Alborada y de la égloga Belmiro e Benigno, dos obras que marcan el repunte inaugural de la literatura en gallego.

Desde el mismo momento de su nacimiento, en realidad el Día das Letras Galegas tuvo más de reivindicación idiomática que de conmemoración literaria, cosa nada extraña en un país cuya intelligentzia participa de un cierto victimismo lingüístico, con cuentas pendientes por lo menos desde el siglo XV, cuando según la sobada expresión del padre Zorita se procedió a la «doma y castración» de Galicia por parte de los Reyes Católicos. El inmemorial sometimiento al castellano aflojó levemente a partir del Rexurdimento, época cuya consolidación se hace coincidir convencionalmente con la publicación de los Cantares gallegos rosalianos, pero volvió a recrudecerse con el conminatorio ¡Hable en cristiano!, puesto en circulación por la última dictadura para atajar cualquier tentación que pudiera resultar lesiva para la salvaguarda de «la lengua del imperio».

La situación actual no es ni remotamente equiparable a la de épocas tan sombrías, calificadas en su segmento franquista de «anos escuros» por Xosé Luis Franco Grande y de «longa noite de pedra» por Celso Emilio Ferreiro. Lejos de eso, el gallego disfruta ahora de un notable estatus preferencial y de blindajes inconmovibles, consecuencia, por una parte, de un insuperado complejo de culpabilidad del castellano (es decir, de los castellanohablantes), y por otra, de las ventajosas disposiciones decretadas por los sucesivos gobiernos autonómicos para garantizar el uso del gallego en todos los ámbitos de la Administración pública, en muchos de ellos (Parlamento, disposiciones oficiales, radio, televisión) con carácter monopolizador y excluyente. De modo que la secular tesitura diglósica del gallego respecto al castellano parece haberse dado la vuelta: el gallego es ahora la lengua de las oportunidades políticas, sociales y laborales; el idioma exclusivo de los gobernantes, el de las estrellas de la radio y la televisión domésticas, el de los discursos protocolarios y el de los mítines electorales, el de las subvenciones culturales, el de los escritores que aspiran a publicar o a ganar un premio. No discutimos si tal estado de cosas está bien o está mal. Nos limitamos a constatarlo. Y a expresar nuestra certeza de que en este terreno, como en todos, la política pendular terminará por adaptarse a la realidad social, que en Galicia no es otra que la de una civilizada convivencia entre el gallego y el castellano. Una convivencia sin abusos y sin complejos, plenamente respetuosa y recíprocamente enriquecedora. Tal es, además, el espíritu que parece desprenderse de nuestra Constitución («El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla. Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas») y de nuestro Estatuto de Autonomía («Os idiomas galego e castelán son oficiais en Galicia»).

Con o sin diglosia volteada, con o sin leyes discriminatorias, con o sin respeto a la cooficialidad, lo cierto es que entre la sociedad gallega no existe la mínima conflictividad lingüística, salvo que por «sociedad gallega» se entienda la estrecha y altisonante parcela de los especialistas en crear problemas allí donde no los hay. Ni siquiera los denodados esfuerzos de quienes se empeñan en convertir el castellano en un idioma nefando y confinar su uso al gueto meramente privado son capaces de perturbar la tranquila realidad bilingüe de Galicia, reflejada a diario en la calle. Afortunadamente, en esa materia, como en tantas otras, los ciudadanos gallegos marchan muy por delante de quienes pretenden erigirse en intérpretes de su voluntad y administradores de sus sentimientos.

Por Juan Soto, periodista y escritor.

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