Leve visita a un paraíso

El taxista miraba el billete de 10 euros con suma atención, como si le hubiera extendido una sábana de 500. Por su expresión entre desolada y perpleja ya veía yo que la culpa era toda mía por no llevar los ocho euros que costaba el viaje. ¡Un billete de 10 euros! Me juró que a esas horas de la mañana (eran las 13.10) no llevaba cambio, pero que me daría los dos euros en el muelle, cuando volviera a embarcarme. Era la quinta vez que me estafaban, pero es el precio que hay que pagar para conocer la ciudad más caótica y fascinante del continente. No es mal precio.
La escena, sin embargo, no tenía lugar en Nápoles sino en Procida, la menos popular de las islas napolitanas. Junto con Ischia y Capri forma un trío de colosal atractivo que solo ha tenido fortuna en Capri, isla que ya era célebre en los años 20 del siglo pasado, cuando Alberto Savinio escribió un disparatado reportaje recién editado por Minúscula. En la actualidad Capri es un aparcamiento de masas y el paseo que dio Savinio (o yo mismo hace 15 años) por jardines y huertos solitarios es ya imposible. De ahí el premio de Ischia, pero la sorpresa es Procida.

A 40 minutos de Nápoles en catamarán, se entra en Procida por el puerto comercial que suele estar en sombra ya a mediodía. La impresión es seductora, aunque no alcanza a los soberbios pueblos de la costa amalfitana. Sin embargo, basta caminar media hora o tomar un taxi doloso hasta Corricela, en la ribera opuesta, para llevarse un susto considerable. Las casitas multicolores trepan hasta alcanzar la altura de una iglesia azafranada, con la cúpula recortada contra un cielo de loza. En el puertecillo hay cuatro o cinco restaurantes bien educados con mesas bajo toldado. He usado la palabra susto porque aquel pueblo me recordó, no ya el Cadaqués de hace medio siglo, sino el muy anterior de Josep Pla que yo nunca conocí, pero del que guardo un recuerdo imborrable. Porque los recuerdos más duraderos y dolorosos son los de aquellos lugares y sucesos que nunca conocimos o no tuvieron lugar. Allí, a la vista, estaba el paraíso perdido tal y como me lo había detallado José Vicente Quirante, sagaz guía del Cervantes napolitano.

Al parecer este lugar se ha conservado de modo milagroso por el odio que los napolitanos profesan a la isla. Fue penitenciaría durante siglos y todavía hoy puede subirse hasta la cima donde continúa abierta la cárcel militar con una vista apabullante sobre el Mediterráneo. Imagino que otra de las torturas de la pobre gente encarcelada durante el odioso reinado de los últimos monarcas debió de ser la conciencia de que tras los muros lucía la majestad del mar, el arco cromático del pueblecito, la civil danza de las embarcaciones pesqueras.

Tras la idílica estampa de Caracale', donde todavía se pueden pedir espaguetis con pez espada o con la "polpa delle canocchie", después de la augusta serenidad, del chapoteo de las barcazas, del cabrilleo marino, regresar a Nápoles requiere fuerza de voluntad. Desde que Bassolino se ha rendido, la pasmosa ciudad partenopea ha sufrido un descalabro. El antiguo alcalde era uno de esos excomunistas que no retroceden ante nada y que conocen el farisaísmo de la izquierda italiana (y no solo italiana), su cinismo, su impotencia en el control de los poderosos. Lo más poderoso de Nápoles es la Camorra, no solo porque tiene comprados a jueces, policías, comisarios, políticos de todo pelaje, periodistas y cientos de chupatintas sino porque en la actualidad el Sistema, como se llaman a sí mismos, es un ejército de 30.000 hombres que controla todos los negocios, honestos y deshonestos, del sur de Italia y ocasiona miles de asesinatos. Es aconsejable leer "Gomorra de Roberto Saviano (Debate) antes de emprender viaje a Nápoles. El libro es estremecedor y ha inquietado a los bandidos napolitanos. Como es sabido, estos bellacos han condenado a muerte al buen Saviano, excelente persona, escritor con agallas.

También Bassolino se había enfrentado al crimen con el coraje de los viejos izquierdistas desengañados de la política oficial. Hace 10 años, en mi última visita, la obra de Bassolino era evidente. No había logrado que coches y motos se detuvieran con semáforo en rojo, pero el caos se veía más templado que en este último viaje. La barbarie de los motoristas imita a la barbarie de la Camorra. Como escribió Giorgio Bocca, el origen del crimen es que esta gentuza se cree superior a los demás. Consideran que el orden jurídico, la educación, el respeto al prójimo, son cosa de imbéciles, de cobardes burgueses. Ellos son bravos, anarquistas, más listos que los proletarios, y ganan millones con la misma impunidad con la que las motos saltan por las aceras, van a toda velocidad en dirección prohibida o juegan a bolos con los peatones. Son los amos de la ciudad y pobre del que proteste.

Bassolino les había hecho daño, de modo que los políticos corruptos le dieron la patada hacia arriba. Ahora es el presidente de la región, el equivalente de nuestras comunidades autónomas. Ya no incordia. Dicen que se rindió. Que no pudo con la admiración que sus compatriotas sienten por Silvio Berlusconi, ese fullero campechano que solo cree en el dinero y las mujeres. Por encima de la ley. El modelo nacional.

Félix De Azúa, escritor.