Es comprensible que cualquier legislador quiera consolidar el fruto de su momentánea soberanía, cincelar para la posteridad sus ideales, como Moisés o Hammurabi, pero siempre será posible la reforma de una disposición jurídica sea cual sea su origen o su rango. No podemos concebir leyes eternas. El imperio de la ley es el de la legalidad, no el de una norma determinada. Lo verdaderamente humano no es la estabilidad, sino el conflicto. En cualquier caso, no conviene olvidar que una modificación del 'estatu quo' jurídico y político acarrea inevitablemente un cierto grado de estrés social. Poco o mucho, eso dependerá del nivel normativo a reformar, o sea, del conflicto político que se ventila.
En cuanto a las reformas constitucionales, el hecho mismo de que se prevean mecanismos más o menos alambicados para ello manifiesta una predisposición poco favorable. Todo procedimiento es, de hecho, una restricción. Constituiría, por tanto, una trampa intelectual, política y jurídica la necesidad de que dicho proceso hubiera de llevarse a cabo 'por los cauces establecidos' si tales cauces condujeran a un laberinto imposible, a un callejón sin salida.
Bastarían, a mi juicio, los cánones clásicos de la renovación normativa: 'lex nova antiquae obrogat'. ¿Qué sentido tiene que sea la norma derogada la que extienda su vigencia a su propia sustitución? ¿Acaso antes de ser letra jurídica muerta no fue ya eliminada del mundo político? Las leyes cambian, sencillamente, porque mayorías de hogaño ven las cosas de diferente manera de como las vieron las de antaño. Lo importante es el procedimiento (la democracia) y no la solución adoptada en cada circunstancia.
Cualquier modificación de una ley supone que en un momento dado alguien (cercano o lejano al poder constituido) ha planteado un discurso político alternativo 'fuera de la ley', discurso que tiene que poder ser efectivamente defendido, lo que implica no sólo su libre expresión, sino el hecho de que, cumpliendo unos requisitos democráticos dados, pueda ser sometido al dictamen del poder representativo para ser aceptado o rechazado.
A la agenda política sólo se llega desde fuera de la agenda política. No hay nada supraordenado a la voluntad democrática de los ciudadanos, excepción hecha de los ciudadanos mismos. Las personas existen en la realidad. Las patrias, los Estados, los pueblos, las religiones, las culturas, etcétera, no son sino artefactos.
Afortunadamente, el constituyente español de 1978 esquivó la tentación de entronizar demasiados elementos axiológicos discutibles (como la propia unidad de España) optando por una declaración de valores superiores netamente liberal que proclama como tales la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político (art. 1º).
Sólo la voluntad de los españoles hará de España una patria común. Nada puede haber, fuera de esa voluntad compartida, que la haga indivisible ni indisoluble, diga lo que diga el artículo 2º de la Constitución española. Y si hubiera españoles que, por razones cuya validez no pretendo ahora enjuiciar, quisieran plantear la modificación de la estructura territorial del Estado, no cabe ninguna duda de que tienen que encontrar un cauce razonable para expresarlo, para buscar la adhesión voluntaria de otras personas y, si alcanzan unos mínimos procedimentales, para someter la cuestión al cuerpo electoral.
No se trata de un particular derecho histórico del que sea titular tal o cual 'pueblo', por más que el discurso nacionalista guste tanto de argumentos mítico-colectivos, ni del tan discutido derecho de autodeterminación definido en los convenios internacionales para resolver las situaciones de descolonización. Se trata de un elemental principio democrático de aplicación interna. Llevar esto a la práctica es un problema a todas luces complicado que se enreda más aún cuando la reforma postulada implica, como es el caso, posiciones divergentes entre el ámbito más directamente afectado y el resto.
Es lógico que el escenario político con capacidad de decisión sobre una posible reforma constitucional de España sea el electorado español en su conjunto. Ahora bien, si la cuestión suscitada fuera (como parece que ocurre, aunque nunca termina de plantearse con suficiente claridad) la secesión de una parte del territorio de la estructura jurídica del Estado, ¿cabría rechazar de modo absoluto la posibilidad de que esas personas expresen su pretensión y puedan, si alcanzan un porcentaje suficiente, someterla al veredicto de las urnas? Yo creo sinceramente que no. ¿Tienen algo que decir los demás ciudadanos de España? Sí, desde luego, pero sin que pueda llegarse al veto. Ésta es la lección del Tribunal Supremo de Quebec, que por otra parte es puro sentido común, claridad por un lado y democracia por todos.
Cuestión distinta es si tales planteamientos (que no dejan de ser emotivos, desgarradores, graves en sus consecuencias, es decir, sumamente estresantes desde el punto de vista de la paz social) pueden llevarse a cabo bajo una amenaza terrorista que envilece cualquier procedimiento democrático. Tampoco debemos olvidar que, desgraciadamente, ETA no es una hipotética amenaza futura, sino una pieza más de nuestro complicado 'puzzle' político cotidiano. Con ETA matando a mansalva hicimos la Transición, aprobamos la Constitución y el Estatuto de Autonomía y con ETA presente hemos legitimado, elección tras elección, parlamentos, juntas, diputaciones, gobiernos y ayuntamientos.
Es justo reconocer que la sensibilidad ciudadana frente al fenómeno terrorista ha pasado, afortunadamente, de una manga más que ancha a la tolerancia cero, pero sería ciego no admitir que, hoy en día, quien se encuentra en decadencia terminal es precisamente ETA y no el sistema democrático, como parecen traslucir algunos discursos. No nos hagamos demasiadas trampas a nosotros mismos.
Para finalizar, es preciso señalar que si aceptamos el principio de que cualquier pretensión pueda ser incorporada a la agenda política en el caso de que exista una suficiente demanda, por la misma razón habrá que admitir que no cabe introducir en la agenda política de terceros algo que ellos mismos no quieran discutir. El debate de asuntos constituyentes tiene, como decía al principio, un elevado coste social que nadie está obligado a soportar por voluntad ajena.
No sólo es evidente que Navarra será en un futuro lo que los navarros deseen, como tan a menudo se repite olvidando que ya son lo que quisieron ser, sino que nada ni nadie, salvo sus propias fuerzas políticas, puede hacer que lleguen siquiera a plantearse estas cuestiones existenciales que tanto nos consumen a los vascos. La agenda política navarra también pertenece a los navarros.
Rafael Iturriaga Nieva, consejero del Tribunal Vasco de Cuentas Públicas.