Ley Audiovisual catalana

Por Javier Cremades (ABC, 24/12/05):

El próximo 17 enero se cumplen 300 años del nacimiento de Benjamín Franklin, redactor de la Declaración de Independencia y de la Constitución de los Estados Unidos de América y pionero del periodismo como director-fundador de «La Gaceta de Pensilvania», que publicó entre los años 1728 y 1748. Su trayectoria política le avala para poder afirmar que «quien quisiera derrocar la libertad de una nación debe empezar por someter la libertad de expresión». En los siguientes siglos de historia del constitucionalismo, la libertad de expresión -y su corolario del derecho a la información- ha sido siempre uno de los pilares para construir y mantener una democracia real. Por este motivo, la Constitución Española de 1978 no sólo incluyó ese derecho -tanto activo, como pasivo- en su estrecho catálogo de «derechos fundamentales», sino que, por vía de jurisprudencia constitucional, ha adquirido una «posición preferente». Es decir, que goza de una cierta preeminencia frente a otros derechos con los que puede colisionar, siempre que se den determinadas circunstancias -principalmente de veracidad e interés público de la información- y sin que éstos desaparezcan nunca, pues no hay derechos absolutos. Se trata de una suerte de principio hermenéutico que podría enunciarse como «in dubio, pro derecho a la información».

Esta construcción jurisprudencial llegó al mundo del Derecho español vía Bundesverfassungsgericht alemán, el guardián constitucional más prestigioso de Europa. Éste a su vez, la recogió de la reiterada doctrina de la Supreme Court norteamericana, que la creó para la cultura jurídica contemporánea. En la sentencia que resuelve el caso United States v. Caroline Products Co. (1938), el magistrado Harlan Fiske Stone sugirió la posible reducción del alcance de la presunción de constitucionalidad en el caso de que la legislación incurra, en una primera aproximación, en una de las prohibiciones de la Constitución, entre las que se encuentran las contenidas en las diez primeras Enmiendas. En la sentencia Scheneider v. State of New Jersey (1939) ya se conecta de modo específico esta construcción con las libertades de expresión y prensa de la Primera Enmienda. La doctrina de la posición preferente resulta expresamente admitida ya en el caso Jones v. the City of Opelica (1942), si bien se hace en una opinión discrepante del mencionado magistrado H. F. Stone. En un ramillete de jurisprudencia posterior, el Tribunal Supremo consagra la citada construcción jurisprudencial: Murdock v. Pennsylvania (1943), Thomas v. Collins (1945), Speiser v. Randall (1958), todas ellas devenidas en los años de despegue de los medios de comunicación de masas, principalmente la radio y la televisión.

¿Por qué estos privilegios de los que ni siquiera disfrutan los llamados derechos de la personalidad -la intimidad, el honor y la propia imagen-, sin los que uno no podría seguir siendo lo que es, y que son claros límites de la libertad de expresión? Porque la libertad de prensa goza, a diferencia de las demás, de una clara eficacia institucional, pues se afirma, en última instancia, como garantía de una opinión pública libre, indispensable para la realización del pluralismo político, valor esencial del Estado democrático. Sin ella quedarían sin contenido real otros derechos consagrados por la Constitución. Como decía Benjamín Franklin, «no puede existir lo que llamamos libertades públicas sin libertad de expresión».

No es ésa la dirección que se observa en un acontecimiento recentísimo. El Parlamento de Cataluña acaba de producir una norma, la ley Audiovisual, que ha causado perplejidad, inquietud y rechazo en el mundo de la información. La oposición al texto legal es prácticamente unánime entre los representantes de la profesión periodística y se basa, principalmente, en una cuestión que conviene analizar con detalle. Sólo así puede llegarse a un correcto entendimiento de lo que de verdad se esconde en el debate que acaba de abrirse, y cuyo final me atrevo a augurar líneas más abajo.

Se recrimina a la norma -y por ende a sus patrocinadores- que restablezca, sin llamarlo así, un sistema de control político de la información. La posibilidad de que un órgano de origen político, en virtud de una resolución de naturaleza administrativa -aun cuando ésta siempre sea controlable por los jueces-, pueda incluso suspender un medio de comunicación no tiene sólo que ver con la prohibición constitucional (también en su artículo 20) de la censura previa, sino más aún con el derecho de todos a saber, de la que ésta no es sino una salvaguardia. Estoy convencido de que es un error político y, sobre todo, jurídico enfrentarse al mundo informativo de esta forma. Conviene recordar una vez más que la libertad de expresión es fundamento y condición necesaria del propio sistema democrático, del que gozan por igual todos los ciudadanos, a los que protege frente a cualquier injerencia de los poderes públicos que no esté apoyada en la Ley, e incluso frente a la propia Ley en cuanto ésta intente fijar otros límites que los que la propia Constitución admite (sentencia del Tribunal Constitucional 12/82, de 31 de marzo). El Parlamento de Cataluña acabará rectificando, bien por decisión propia tras la avalancha de críticas fundadas, bien por imposición del Tribunal Constitucional.

He empleado tres años de mi vida en estudiar, en exclusiva, la libertad de expresión y sus límites. Fruto de ese trabajo son mis dos tesis doctorales sobre la materia. Ya la Constitución republicana de 1931, en su artículo 34, establecía la imposibilidad de suspender a ningún periódico sino en virtud de sentencia firme. Así ha sido hasta la aparición de la reciente ley Audiovisual. Con esa imposibilidad se pretende, hoy y ayer, favorecer el clima de libertad necesario para el ejercicio sin trabas de la libertad de información. Quizá sea eso, precisamente, lo que se ha querido combatir con la desafortunada iniciativa legislativa del Parlament.