Ley de Memoria: reescritura sobre falsilla

Apenas unas horas después de la aprobación de la Ley de Memoria Democrática por parte del Consejo de Ministros, Yolanda Díaz, vicepresidenta segunda del Gobierno de España, se felicitaba en Twitter por el logro legislativo alcanzado. La escultura de Alberto Sánchez El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella acompañó su mensaje, acaso porque la obra del fundador de la Escuela de Vallecas, que exhaló su último aliento en la URSS, lleva incorporado un destino que corre paralelo al que Díaz reserva para «nuestras hijas»: la reescritura de «la historia de este país», privilegio secularmente otorgado a los vencedores.

Como es sabido, la ley, contrafigura de la Ley de Amnistía de 1977, servirá, entre otras cosas, para habilitar recursos destinados a exhumar los restos de las víctimas «republicanas» de la Guerra Civil y de la dictadura franquista, cifradas, de manera harto discutible en cuanto a su número y a su asignación a tan imprecisa vitola ideológica, en 114.266 «desaparecidos». La exclusiva atención a este colectivo -en realidad, colectivos- se sustancia en el supuesto de que las víctimas del llamado bando nacional ya obtuvieron su reparación durante el franquismo.

Ley de Memoria: reescritura sobre falsillaLa cristalización de esta ley, que ha venido acompañada por una ingente actividad de asociaciones memorialistas, se atiene a un esquema del todo simplista, que divide a quienes vivieron entre 1936 y 1978 entre «demócratas» y «fascistas», colectivos que coincidirían con republicanos y nacionales. Una delimitación maniquea que obvia la enorme complejidad ideológica que se oculta bajo tales etiquetas pues, por más juegos cinematográficos que se empleen, por más uso que se le dé a la reunión de Franco con Hitler en Hendaya, calificar de «fascistas» a todos los que se congregaron en torno al general africanista durante la Guerra Civil solo sirve para alimentar interesadas confusiones ante las que deberían rebelarse, por ejemplo, carlistas, monárquicos y liberales que poco o nada tenían que ver con el fascismo.

La Guerra Civil española no fue, ni mucho menos, un enfrentamiento entre las oscuras fuerzas del mal y las representantes de la luminosa democracia por la que en absoluto apostaban muchos de los que integraron el Frente Popular. De hecho, la contienda estalló después de que las principales fuerzas políticas que operaban dentro de la II República trataran de escorarla, a menudo por medios violentos, hacia sus posiciones, muchas de ellas totalitarias, sintonizadas con las que se movían en el complejo tablero internacional que se abrió tras las revoluciones políticas y la gran crisis económica que cerró la década anterior. La erosión de la república burguesa, que de este modo fue calificada por facciones como aquella en la que milita Yolanda Díaz, comenzó de inmediato con el ataque a la misma por parte de los anarquistas de la CNT, a las que siguió, por el lado opuesto del espectro ideológico, el fallido golpe de Sanjurjo, tan criticado en su día por Franco. A estos intentos de desestabilización se sumó la llamada Revolución de 1934, en la que participaron activamente los hoy socios PSOE, PCE y ERC, bajo cuyas siglas proclamó Luis Companys un patético Estado Catalán que se disolvió por las cloacas barcelonesas en las que, por un momento, convivieron las ratas con algunos asalariados -Josep Dencàs- de Mussolini, y que dio al traste con un proyecto de República Federal Española que sigue constituyendo el brumoso sueño de estos y otros actores de la partitocracia de -Díaz dixit- «este país», tan sujeta a intereses extranjeros.

La pretendida continuidad, a pesar de la germanizante refundación del PSOE durante los años 70 y del giro eurocomunista del PCE, amén del abandono mussoliniano obrado en las filas de ERC, entre aquellas formaciones y las actuales, junto a la adecuada dosis de fundamentalismo democrático adscrito a una República marcada por fraudes electorales, explica los motivos de una acotación temporal tan nítida como la que recoge la ley, convirtiendo al franquismo en una anomalía más o menos aislada temporalmente. Y decimos más o menos aislada porque es evidente que, aunque se trate de legislar sobre esas cuatro décadas, la ley busca unos réditos políticos actuales, vinculando a determinados partidos y colectivos con un franquismo irredento que permanecería latente a la espera de las condiciones precisas para su reaparición.

Un periodo histórico, el franquismo, que se considera monolítico por parte de quienes ignoran, conscientemente o no, lo heterogéneo de su núcleo primigenio, las condiciones que permitieron o, por decirlo de otro modo, precipitaron su surgimiento y, por supuesto, su largo y cambiante desarrollo, sujeto a las condiciones geoestratégicas establecidas por la Guerra Fría. Ello por no hablar del heterogéneo conjunto de fuerzas que actuaron en un tiempo de inciertos límites, el de la llamada Transición, cuyo nombre habla a las claras de la inexistencia de una ruptura clara entre lo ocurrido entre 1936 y 1978 y el tiempo abierto tras la Constitución actualmente vigente. Todos estos factores parecen obviarse en una ley que ha dispuesto la configuración, nada menos que de una Fiscalía de Sala de Memoria Democrática y Derechos Humanos, surgidos, por cierto, después de la finalización de la II Guerra Mundial y respondidos en El Cairo por una importante parte de esa Humanidad, la de los sometidos, que no otra cosa significa Islam.

Aprobado el texto legislativo, las preguntas se agolpan: ¿cómo abordar figuras como la de Dionisio Ridruejo? Muerto poco antes que Franco, el soriano, que había trabajado en el aparato propagandístico del bando alzado, pasó del entusiasmo a la más ácida crítica hacia un general que decepcionó a gran parte del mundo azulado. Captado por la estrategia antisoviética norteamericana, Ridruejo, junto a otras insignes figuras como Marías, Sampedro, Tierno, Laín o Aranguren, ensalzados hoy por tantos transitólogos, deberán ser purgados de sus veleidades ideológicas juveniles para ajustarse a los estrechos quicios de una ley que establece censuras, confiscaciones de bienes, multas y castigos para aquellos que se desvíen de la versión -«relato» lo llaman los posmodernos de todo pelaje- oficial.

A los problemas aparejados estrictamente a la esfera política se suman los que tienen que ver con uno de los puntales del llamado nacionalcatolicismo, representado por la imagen de Franco deambulando bajo palio. En la reescritura de la Historia, responsabilidad que Díaz hace recaer sobre generaciones futuras, ¿qué trato se dará a una Iglesia que pasó de emplear el término «Cruzada» a, lustros antes del advenimiento del Estado de las Autonomías, poner en marcha una Conferencia Episcopal que prefiguraba muchos de los contenidos de éste? ¿Absolución o condena para quienes se han mostrado partidarios de dialogar con un golpismo que fantasea con una Cataluña absolutamente antifranquista?

La nueva ley supone un intento, a todas luces estéril, pues tanto la Guerra Civil como el franquismo son cuestiones que exceden con mucho el ámbito legislativo e historiográfico español, de amedrentar a los estudiosos del pasado gracias a herramientas como el Consejo de Memoria democrática, que dictaminará acerca de la compatibilidad de las visiones de aquel tiempo con la Constitución de 1978, Carta Magna que se redactó, con calculada ambigüedad, durante el tardofranquismo. La puesta en marcha de este proyecto, además de actuar como un señuelo mediático muy útil para ocultar oscuros aspectos de la realidad más inmediata, dejará por el camino unas cuantas sanciones, sin embargo, su objetivo último, la imposición de una visión única sobre el pasado, propósito que muestra la simpleza de muchos de sus impulsores, está destinado a fracasar.

Iván Vélez es arquitecto y autor, entre otros libros, de Sobre la Leyenda Negra y El mito de Cortés (ambos en la editorial Encuentro).

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