Ley de memoria: reflexión póstuma

La historia proporciona los materiales para la construcción de la memoria colectiva, pero ello no significa que ésta sea el resultado del conocimiento de los procesos históricos. La variedad de posibilidades es muy amplia. Veamos algunas. Resulta posible que un acontecimiento de suma gravedad determine por sí mismo la formación de una memoria cuya incidencia se imponga a los intentos de reelaboración ideológica. También cabe que el referente quede borrado, bien porque la sociedad al cambiar se ha alejado del problema, bien porque una eficaz labor de propaganda desde el poder haya eliminado su visibilidad. Lo cual, por otra parte, no excluye que pueda renacer si respondía antes de su eclipse a demandas de suficiente fuerza por parte de un grupo social (como la resurrección del Ku Klux-Klan tras El nacimiento de una nación).

Nada menos que desde el Egipto clásico, el poder político y religioso ha intervenido reiteradamente con el fin de construir o condenar la memoria colectiva. Esto no es irrelevante, ya que de sus resultados se derivan los comportamientos de los grupos sociales y la consolidación o desgaste de la legitimidad para quienes ejercen o ejercieron el gobierno.

Sobran los ejemplos. En cuanto a la formación espontánea de la memoria, tenemos el rechazo de los ciudadanos españoles a todo lo que pudiera propiciar el retorno a 1936, muy por encima de las ideologías, que fue una de las causas del fracaso del PCE en las elecciones de 1977. En sentido contrario, destaca cómo el mito de Napoleón, por encima de su derrota final, impulsó la restauración bonapartista de su sobrino, hombre de escaso atractivo político.

La damnatio memoriae operada desde el poder se inició con los faraones al hacerse con la titularidad de los templos mediante la supresión del nombre del antecesor en los signos de identificación. Alcanza límites espectaculares en tiempos recientes, cuando todo vuelco en el sistema de poder se traduce en la eliminación de cualquier símbolo o recuerdo del régimen anterior. De los zares por la Revolución de Octubre o de los antecedentes liberales y republicanos por el franquismo. El caso límite sería la estrategia implacable de Fidel Castro para borrar la República neocolonial que media entre 1898 y su victoria de 1959, depurando hasta el fondo centros documentales, e incluso los libros viejos que se vendían en la Plaza de Armas.

Nada tiene de extraño que la construcción de la memoria en torno a la Guerra Civil haya sido un campo de batalla incesante, por haber supuesto el parteaguas, no solo militar entre los bandos, sino entre intereses políticos, económicos y culturales opuestos, los cuales todavía no se han extinguido. Es obvio que tal pervivencia constituye un obstáculo para que ver realizada la vieja propuesta del PCE en 1956, la reconciliación nacional. El tema regresa a la actualidad con la nueva Ley de Memoria Democrática, que va mucho más allá de la ley de 2007 y por su campo de aplicación tendrá seguramente más consecuencias que aquella.

La primera objeción reside en que precisamente por el riesgo de sumisión a planteamientos ideológicos, casi siempre maniqueos, la elaboración de una ley de la memoria debe partir de las demandas nacidas de la propia Historia, con mayúscula, y no de conveniencias políticas. Esta observación en modo alguno niega la pertinencia de regular de una vez el tema de la imagen del franquismo. Alude a la forma en que ha sido abordada la ley.

Así, en vez de colocar la carreta delante de los bueyes, con los objetivos políticos determinando el contenido de la memoria, esta debería dar respuesta a las exigencias que el análisis histórico ha fijado previamente. La cosa no era complicada. De una vez por todas conviene cumplir la exigencia de atención a los vencidos, desde su rehabilitación al “honor de los muertos”, en el marco de lo que significó el proceso continuado que enlaza el golpe militar del 36 con la dictadura de Franco. La segunda cuestión se refiere al evidente límite temporal de la recuperación, el establecimiento del nuevo régimen democrático con la Constitución de 1978. En este punto, la enmienda de Bildu, prolongando en el fondo la continuidad dictatorial hasta 1983, abre la puerta a todo tipo de problemas.

Sin que pueda olvidarse qué es Bildu y de donde procede: nunca ha pronunciado una autocrítica de su matriz ETA, lo cual la confirma en su condición de heredera suya y lógicamente en su vinculación con el terror. No se sostiene el argumento de que es un partido democrático y en democracia. Menos que ETA desapareció. En dichos, hechos y personas, Bildu perpetua su espíritu. Consecuencia: la sumisión a la enmienda de Bildu no deja de ser un impresentable aval para su intervención, además muy significativa, en la visión institucional de un proceso histórico que le concierne. Un oportunismo siniestro. El Reagrupamiento Nacional de Le Pen está en situación similar, y sin muertos a la espalda, pero a nadie se le ocurriría en Francia darle la iniciativa sobre los crímenes cometidos en las guerras coloniales.

Más allá de la confusión suscitada por la plétora de disposiciones normativas frente a la escueta definición del problema, lo preocupante es también la damnatio memoriae de la otra cara de la realidad. El texto debiera partir abiertamente de la definición de la guerra como genocidio, con Lemkin en la mano, ya que el levantamiento militar es precedido por una conspiración dirigida al exterminio de todo elemento republicano, incluidos sus antecedentes históricos. Un aniquilamiento llevado a cabo durante la contienda y prolongado hasta los años 60 (con el asesinato de Julián Grimau).

La memoria descansa aquí sobre bases sólidas, pero tampoco es lícito olvidar el otro lado del espejo, si no queremos provocar una malformación de la imagen del pasado. Frente al infierno no siempre estuvo el paraíso. El terror rojo o rojinegro fue algo real, siendo practicado por comunistas —checas, Paracuellos, sacas, Andreu Nin—, anarquistas —García Oliver lo contó satisfecho en El eco de los pasos—, bárbaros actuantes a favor del caos inicial y grupos socialistas. Nunca fue auspiciado por la República, pero existió. El actual secretario general del PCE debiera leer a Manuel Azaña y a Juan Peiró. Lo mismo que los redactores de la ley, si querían formar una conciencia democrática.

La enmienda de Bildu nos sitúa en otro terreno. Primero, ¿por qué 1983 como fecha límite? Tal vez para que resulte olvidado el terrorismo de Estado socialista, los GAL. Segundo, al cometer el enorme y deliberado error de olvidarse de ETA, admitimos su implícita inclusión entre las fuerzas democráticas que sufrieron la represión de tipo franquista bajo Suárez. La Transición pasa entonces a ser inculpada, mediante esa amputación del principal responsable de la crisis de la democracia y el aplastamiento de los derechos humanos: el terrorismo de ETA.

Bildu, “partido de gobierno” feliz, como el PNV, olvidado en el Memorial de Vitoria. “ETA ya no existe”, proclama Pedro Sánchez. Happy end. Resultado, como hemos visto en Pamplona: las semillas del odio siguen dando frutos. La muerte de Miguel Ángel Blanco no tuvo lugar para Bildu. Tampoco existen Hitler ni Mussolini, aunque sí sus ideas y herederos. Ningún demócrata lo olvida en Alemania y en Italia. Tampoco debiera hacerlo aquí y ahora.

Antonio Elorza es profesor de Ciencia Política.

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