'Ley trans' y menores de edad

EL debate sobre la regulación de los derechos de las personas trans se plantea de manera ontológica, vinculado al carácter o no binario del género. No se trata de algo novedoso. Nos acompaña a la humanidad desde hace muchos siglos. Ejemplo de ello es Eleno o Elena de Céspedes, cirujano que, habiendo nacido como mujer, vivió como hombre durante el reinado de Felipe II. Sin embargo, el fenómeno ha cobrado gran notoriedad estos últimos años, tanto por incardinarse en los movimientos que parecen luchar contra la discriminación de los que no responden a las categorías de género establecidas, como por el incremento insólito de casos que difícilmente pueden derivar de una mayor aceptación social del fenómeno. Los pocos centenares de casos anuales parecen ahora, de manera repentina, ser miles, y ello inquieta en especial a los que se han encargado desde hace mucho tiempo de acompañar y escuchar a las personas que inician un camino nada exento de dificultades, nuestros endocrinos, psiquiatras, psicólogos y otros profesionales sanitarios. Y esta intranquilidad es importante que nos la transmitan a la sociedad, quieran escucharlo o no, les moleste o no a algunos, porque así se lo exige deontológicamente el principio de 'primum non nocere'.

El denominado por el coherente Pablo de Lora laberinto del género debe darnos mucho que reflexionar y deliberar pacíficamente dado que nos afecta a todos como sociedad, al poner en solfa cuestiones tan sustanciales como la propia naturaleza biológica o no del género y las presuntas diferencias de éste y el sexo.

Pero algo que no debemos pasar por alto es en qué medida el nuevo paradigma que pretende implantarse no pone en grave riesgo la salud de los menores de edad trans. Si la polémica debe preocuparnos, más allá de alterar cuestiones esenciales de la propia humanidad, es porque puede suponer un grave perjuicio para los menores que sufren un proceso vital complejo y pueden verse abandonados por la sociedad bajo la absurda pretensión de transformar la categoría de los deseos, expresados en este caso en la minoría de edad, en derechos directamente exigibles.

Me estoy refiriendo al problema que plantea el presunto derecho a la autodeterminación del género, si éste se traslada, sin ambages, a la capacidad jurídica para decidir, incluso a edades muy tempranas, sobre el inicio del proceso clínico de reasignación hacia el género deseado. Cuestión distinta es aceptar el cambio registral, lo que no está exento de discusión, como mostrara la magistrada Roca en su voto particular a la STC 99/2019 –de obligada lectura para decidir legislativamente sobre la cuestión–. Lo registrable, escribible sobre el papel, es reversible; lo que se escribe sobre el cuerpo, hormonal o quirúrgicamente, no.

¿Podemos jurídicamente aceptar que un menor de edad, incluso de 16 años, pueda autorizar, por sí mismo, el inicio del proceso de reasignación de género cuando hablamos de tratamientos como el hormonal de segunda línea o cruzado o el quirúrgico, con relevantes consecuencias sobre la integridad física y moral no reversibles o reparables? Esta cuestión no debiera ser objeto de debate alguno porque su regulación resulta pacífica en el Derecho español. La Ley 41/2002, reguladora de los derechos y deberes de los pacientes, de la que se cumplen veinte años, es ejemplo de buena técnica regulatoria y de que hubo un tiempo en que gozábamos verdadera 'pax' política y territorial. No solo fue aprobado por una amplísima mayoría parlamentaria, siendo fruto del consenso de los dos grandes partidos, con un relevante papel de la ministra Ana Pastor, sino que surgió gracias a la iniciativa del Parlamento de Cataluña que pretendía unificar los derechos de los pacientes en todos los territorios del Estado español por interés nacional (¡sic!).

Su regulación dispone que un menor de edad goza de autonomía para autorizar o rechazar un tratamiento, a partir de los 16 años o a edades más tempranas cuando disponga de madurez suficiente para entender las consecuencias de su decisión. Sin embargo, tal regla general es expresamente matizada cuando de decisiones irreparables se trate. Cuando las consecuencias de la autorización o rechazo del tratamiento son de cierta entidad para la integridad del menor y, además, irreparables, debe exigirse la mayoría de edad. Y lo dice la Ley y también el propio TC en doctrina ya antigua (véase, el caso del menor que rechazó una transfusión sanguínea por profesar las creencias de los testigos de Jehová).

¿Y por qué el carácter irreparable o irreversible de los tratamientos médicos en los menores trans reviste sustancial importancia? La evidencia científica muestra que sus deseos de transitar médicamente hacia un género distinto del asignado por sus rasgos biológicos no parecen mostrarse tan firmes, es decir, irreversibles como algunos pretenden argumentar. La literatura científica expresa que el laberinto no acaba necesariamente en la salida sino que puede hacerlo de nuevo, pocos años después, en su entrada. Y más cuando no se establecen los necesarios mecanismos para evitar errores de diagnóstico y el abordaje clínico inadecuado de los casos, lo que con la descentralización de las unidades de tratamiento y con la desmedicalización del proceso se agudiza. Si entendemos a los menores de edad como personas en desarrollo, dependientes de su entorno, con una marcada plasticidad psicológica y donde la identidad de género puede no ser siempre inmutable, es decir, que no hay garantías en todos los casos de permanencia, es fundamental actuar con extrema prudencia.

No negamos que el interés superior del menor pueda, en algunos casos, exigir que se inicie ese difícil camino algo tempranamente, pero sí que se convierta en el nuevo paradigma no discutible ni objeto de supervisión por los garantes, junto a los padres, de dicho interés superior, los médicos y la autoridad judicial, o que los deseos a edades tempranas deban convertirse inexorablemente en derechos que pongan en riesgo la integridad física y moral de quien no ha alcanzado la plena capacidad.

Cierto es que el polémico proyecto de ley sobre las personas trans no olvida dicha importante regulación de los derechos de los menores de edad frente a los tratamientos médicos, pero sí que parece avanzar hacia una pendiente resbaladiza que llevaría a la proclamación de la autonomía de los menores de 16 años o, incluso, menos, para decidir radicalmente sobre su integridad física y moral. Estos podrían verse facultados, en el futuro, para autorizar un tratamiento hormonal cruzado o una cirugía de reasignación sexual. Y ahí está el riesgo del texto legal objeto de debate parlamentario, no tanto en lo que dice literalmente, sino en lo que, a la postre, promueve como verdadero modelo biopolítico.

No sé con certeza si se puede o no nacer en un cuerpo equivocado. Mi experiencia vital y creencias morales me dicen que no, pero la realidad que me rodea y mis conversaciones, siempre desde el respeto mutuo, con personas trans, me plantean dudas. Unos nos dicen que quizás o que haberlos haylos, pero que no tantos como ahora. Otros que la biología no constituye una realidad y que el género se configura social y culturalmente. Lo que, en esta incertidumbre que se aproxima al caos, solamente espero es que, al menos, no nos equivoquemos con nuestros niños y adolescentes, porque ellos son el futuro y se merecen nuestro cariño y, éste, en muchas ocasiones, se expresa inexorablemente como deber de protección.

Federico de Montalvo Jääskeläinen fue presidente del Comité de Bioética de España.

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