Líbano: ¿una tragedia importada?

Sea cual sea el resultado inmediato del estallido de violencia que sacude Beirut, es muy difícil adivinar los varios escenarios que se presentan a medio y largo plazo. Salvo uno, que podemos excluir casi con toda seguridad: que el Líbano recupere una plena estabilidad, que vuelva ser el modelo de referencia en cuanto a elecciones abiertas y competitivas, el modelo social e institucional que durante años fue la excepción en el variado abanico de regímenes políticos autoritarios del mundo árabe. Y, por ello, quizá convenga poner este nuevo estallido de violencia en perspectiva histórica. Porque, la verdad, uno se pregunta qué puede haber hecho un país de cuatro millones de habitantes, y una superficie que viene a ser la mitad de la de Catalunya, para tener tanta desgracia.

Es verdad que desde 1943, cuando de la mano de la Francia gaullista (que se impuso a la de Vichy en Oriente Próximo) consiguió en plena guerra mundial la independencia y se dotó de una original y sólida Constitución, creativa e integradora (el país es pequeño, pero muy complejo por la heterogeneidad de sus comunidades), el Líbano vivió una gran estabilidad política, económica y social. De sus 30 primeros años de existencia viene el famoso (y perdido) apodo de la Suiza de Oriente Próximo. Cierto, hubo un momento de inestabilidad en 1958, que incluyó un breve desembarco de marines norteamericanos a petición del Gobierno de la época, pero la crisis se cerró rápidamente.

El desastre empezó en abril de 1975, y no se ha cerrado. Se desencadenó una terrible guerra civil, a la que se invitaron demasiados vecinos, amigos, y no tan amigos. La chispa fue la matanza de los pasajeros de un autobús de refugiados palestinos que cruzaba un barrio cristiano de la capital. Ya entonces, como estos días, Beirut se partió en dos, el este y el oeste. La verdad es que las organizaciones armadas palestinas, expulsadas militarmente de Jordania en 1970 cuando la crisis de septiembre negro, campaban a sus anchas, incurriendo en todo tipo de provocaciones que a la larga fueron fatales. En aquella época, vale la pena recordarlo, llegó a haber más de una docena de grupos armados, aunque los chiís, resulta sorprendente, no tenían ninguno; no existían ni Hizbulá ni Amal, que aparecieron después de 1982.

En un bando, las facciones palestinas y diversos grupos libaneses sunís, más, a veces, sí, y a veces, no, los drusos del clan Jumblatt. En el otro, varios grupos armados cristianos, algunos netamente inspirados en la tradición fascista europea (más italiana que otra cosa), variedad que para 1982 la facción de la familia Gemayel unificó (a tiro limpio) en un único grupo llamado Fuerzas Libanesas. Como pueden observar, 1982 fue un mal año: Israel, de la mano de una pésima maniobra inventada pieza a pieza por Ariel Sharon, entonces ministro de Defensa, y avalada por el primer ministro israelí, Menajem Beguin, invadió el Líbano con la absurda pretensión de cambiar por completo su orientación política, aunque consiguió otro objetivo: expulsar a Arafat del país y, con él, a todas las facciones palestinas. Aunque los refugiados se quedaron, y lo pagaron caro. Conviene aquí recordar que a Sabra y Chatila (septiembre de 1982) siguieron otras matanzas de palestinos, estas a manos árabes: la segunda expulsión de la OLP del norte del Líbano por obra de tropas sirias, en octubre de 1983, la guerra contra los refugiados, que duró desde 1984 a 1987, en la que el trabajo sucio corrió a cargo de los dos grupos chiís recién creados, Amal e Hizbulá.

No olvidemos la brutal intervención militar siria de 1976, en la que borró del mapa literalmente dos campos palestinos, en Tall el Zatar y Qarantina, cerca del puerto de Beirut. Israel, que ya en 1978 había entrado hasta el río Litani, se retiró parcialmente en 1985, y finalmente, en mayo del 2000. Cometió de nuevo el error de entrar en verano del 2006, en una guerra de 34 días que perdió, simplemente porque no la ganó ni militarmente ni políticamente. Este factor es el que encumbró definitivamente a Hizbulá como el aglutinante de la comunidad chií, pero también de sectores cristianos (la facción del general Michel Aoun), contra el Gobierno y el Parlamento legítimamente surgidos de las elecciones del 2005.

Si al lector le parece todo esto complicado, hay que decirle que se trata de la versión simplificada. En teoría, 2005 era el año de la normalización política, de (por fin) la retirada de las tropas sirias después de 30 años de pesante presencia. Pero, desde entonces, una sospechosa cadena de asesinatos afectó en todos los casos a políticos netamente partidarios de reforzar la plena independencia del Líbano, es decir, antisirios: el exprimer ministro Rafik Hariri, Pierre Gemayel, el diputado Walid Eido, Antoine Ghanem, el general François Hajj, segundo jefe del Ejército, y Wisam Eid, que dirigía la inteligencia militar, y por ello, las investigaciones del asesinato de Hariri. Además de Israel y Siria, se han invitado a la mesa Irán, la Liga Árabe, junto con Estados Unidos y otros. ¿Cómo detener esta locura? La llave está fuera del Líbano, pero la nueva guerra civil, que van a librar libaneses, solo la pueden parar los libaneses.

Pere Vilanova, catedrático de Ciencia Política de la UB.