Líbano, acto poco sospechoso

Aún antes del brutal ataque que ha costado la vida a seis soldados del contingente español encuadrado en la FINUL reforzada, cabía ya considerar absurdo que alguien intentara ocultar que nuestros soldados están en un escenario de guerra. Nadie que conozca mínimamente Líbano y su historia de los últimos treinta años puede albergar la más mínima duda. Se trata, por definición, de una misión de alto riesgo, derivado de la compleja situación libanesa y de las propias limitaciones del mandato de la fuerza internacional. Por eso resulta aún más extraño que el principal líder de la oposición vuelva a recurrir a argumentos tan sobados para calmar no se sabe muy bien qué demonios internos, como piedra arrojadiza contra un Gobierno que contó con el unánime respaldo parlamentario para enviar a los 1.100 soldados por un plazo inicial de un año.

A estas alturas resulta hasta aburrido tener que repetir que la clave no está en el grado de conflictividad de la situación a la que se enfrentan nuestras tropas, sino en la cobertura legal y el respaldo interno que dan sentido al despliegue, así como en la adecuación de los medios desplegados a la misión encomendada. En este caso, y a diferencia de la infausta decisión adoptada en 2003 por el Gobierno de entonces, la legalidad internacional (concretada en la Resolución 1701 de la ONU, que propició el despliegue de esta fuerza desde septiembre pasado), el consenso de las fuerzas políticas y el respaldo de una amplia mayoría social avalan plenamente el envío del contingente. A partir de ahí, y descartada la amnesia o la estulticia, sólo cabe pensar en la cortedad de miras y en la falta de sentido de Estado para explicar la posición de quienes pretenden descubrir ahora un flanco débil por el que criticar a sus adversarios en las próximas elecciones. En lugar de escandalizarse con el supuesto engaño gubernamental, que habría logrado hipnotizar a la población, parece más aconsejable intentar extraer las enseñanzas y consecuencias de lo ocurrido.

Por ejemplo, cabría debatir sobre la amplitud del mandato de la FINUL. Su antecesora, activada a partir de 1978, no fue capaz de evitar la guerra israelí-libanesa de 1982 ni los sucesivos actos violentos que se han ido añadiendo hasta el verano pasado. La actual no parece, en la práctica, mucho mejor dotada, condenada a ser una mera observadora que sólo en caso de defensa puede recurrir a sus propias armas. Formalmente, se encarga de certificar el cese de las hostilidades y de informar puntualmente de las violaciones que pudieran producirse. También debe, en colaboración con las fuerzas armadas libanesas, garantizar que entre el río Litani y la llamada Línea Azul -frontera internacional reconocida por la ONU entre Líbano e Israel desde el año 2000- no haya más medios militares que los que el Gobierno nacional autorice. Por último, tiene que asegurar la protección a las víctimas del reciente conflicto y a los actores humanitarios que les presten asistencia, facilitando el retorno a sus hogares y la reconstrucción del país.

Todo ello, sabiendo que no ha sido posible llegar a los 15.000 efectivos previstos (actualmente hay unos 12.000) y que carece de capacidad real para desarmar a Hezbolá o incluso para interponerse entre los contendientes si, como parece entreverse en el horizonte inmediato, se reabre el conflicto con Israel. Hoy, como ayer, sigue faltando voluntad política para ampliar el mandato y, entre otras consecuencias, eso significa mayor exposición a un riesgo creciente que apenas pueden controlar.

También podrían reconsiderarse las condiciones en las que actúan nuestros soldados. Más que su número, adecuado en líneas generales a la misión actual y a las capacidades nacionales, parece necesario concentrarse en mejorar las condiciones en las que viven y los medios de los que disponen. No resulta justificable, en una misión que probablemente se ampliará más allá del próximo septiembre, seguir alojados en tiendas de campaña, y sin los medios de seguridad inmediata más exigentes (con los inhibidores de frecuencias como elemento destacado) cuando deben moverse en condiciones de creciente amenaza.

La evaluación de la amenaza es otro de los factores prioritarios a repasar. Lo que ha ocurrido en Sahel al Derdara hay que interpretarlo en un marco más amplio, en el que se incluye el creciente deterioro de Oriente Próximo. De momento, a Hezbolá (inmerso en un proceso simultáneo de asalto político al poder de Fouad Siniora y de rearme para el próximo choque con Israel) no le interesa atacar a FINUL. Sin embargo, al igual que se ha constatado en estos días pasados en Gaza, hay otros actores, más o menos directamente conectados a Al Qaeda, interesados en el "cuanto peor, mejor". Si primero fue la apuesta violenta de Fatah el Islam en el campo de refugiados palestinos de Naher el Bader (retando al Gobierno libanés y a su ejército), luego vino el lanzamiento sobre territorio israelí de dos cohetes (buscando la reacción violenta del Gobierno de Ehud Olmert). Ahora, lo ocurrido contra los soldados de la FINUL (al margen de su nacionalidad) pretende, asimismo, provocar una reacción internacional que lleve al abandono a su suerte a los libaneses. Quienes han realizado el ataque cuentan con que, salvo excepciones, los gobernantes que envían a sus soldados fuera del territorio nacional suelen estar mucho más preocupados de evitar bajas propias (para no sufrir el desgaste de unas fuerzas de oposición que difícilmente resisten la tentación de utilizar cualquier medio en su intento por conquistar el poder) que de cumplir sus compromisos internacionales.

El ataque recibido no es un acto sospechoso, como Hezbolá ha afirmado en su exculpación. Es, por el contrario, un apunte más en el marco de la estrategia de violencia que promueven quienes buscan la explosión generalizada de Oriente Próximo. Es preciso, antes de que vuelvan a repetirse sucesos y reacciones como las vistas estos días, consolidar el mensaje de permanencia de nuestros militares en la zona, mejorar la adecuación de los medios a la misión y esforzarse por lograr un mandato internacional más ambicioso.

Jesús A. Núñez Villaverde, codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria.