Liberados y liberadas del temor y de la miseria

El 10 de diciembre de 1948 en París, en el Palacio de Chaillot, se proclamaba solemnemente la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Atrás habían quedado meses de trabajo del comité de Naciones Unidas encargado de la redacción del texto que, si bien en sus comienzos había sido considerado “cuasi testimonial”, y de poca importancia por los gobiernos, con el paso del tiempo había empezado a resultar incómodo, precisamente por el tesón de Eleonor Wilson de que el resultado de tantos meses de trabajo no fuera una declaración descafeinada y descomprometida para los Estados, sino la herramienta que sustentara una concepción nueva del mundo, como ella misma no se cansaba de repetir.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos tenía que ser difundida ampliamente, enseñada en los colegios, en las universidades. Debía ser un instrumento inspirador del comportamiento entre las personas, inspirador de las actuaciones cotidianas de instituciones y gobiernos porque la memoria de la II Guerra Mundial estaba todavía muy fresca y “el desconocimiento y menosprecio de los derechos humanos habían originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la Humanidad”, como bien manifestaba su preámbulo.

Para ello era y sigue siendo imprescindible liberarse del temor y de la miseria. El temor y la miseria como herramientas de dominación y sometimiento. Como resultados aceptados cuando no queridos por quienes las manejan (sean gobiernos, mercados, corporaciones, e instituciones) en un contexto de “modernidad líquida” proclive a la desconfianza y el individualismo.

Setenta y tres años después de la Declaración, el temor y la miseria siguen bien vivos. En el informe a la Asamblea General de Naciones Unidas titulado La lamentable situación de la erradicación de la pobreza (A/HRC/44/40) hecho público en noviembre de 2020, el entonces relator de la ONU para los derechos humanos y la extrema pobreza, Philip Alston, denunciaba que no se estaba instaurando una protección suficiente que permitiera reducir la pobreza y alcanzar los objetivos de desarrollo sostenible, y citaba fundamentalmente cinco causas: el hecho de que el FMI, el Banco Mundial y la OCDE evitaran por todos los medios relacionar sus iniciativas con la existencia de un derecho humano a la protección social; en segundo lugar, la cuestión de que muy pocos gobiernos hubieran dado prioridad a la protección social; en tercer lugar, la postura del FMI, considerada como “tibia” y matizada” por el relator en cuanto a la protección social; en cuarto lugar, la política neoliberal, cuyos postulados y prescripciones son incompatibles con toda prioridad de protección social; y, finalmente, las políticas de austeridad que predominaron durante la anterior crisis económica y que podrían volver a surgir en el futuro.

El miedo, por su parte, también gana terreno. En su obra Miedo líquido, Zygmunt Bauman alertaba de la paradoja de que es precisamente en la Europa occidental, que es considerada una de las zonas más seguras del mundo, donde viven las personas que se sienten más asustadas, inseguras e indefensas. Son los miedos “reales o ficticios”, convenientemente manejados, unidos al debilitamiento de referentes comunitarios los que conducen a adoptar reacciones defensivas que van desde la obsesión compulsiva por poner alarmas y cámaras por todas partes, hasta levantar muros y concertinas o rociar con gases lacrimógenos a quienes buscan protección internacional. Todo ello “sazonado” con la estigmatización de las personas empobrecidas, inmigrantes, personas sin hogar, niñas y niños extranjeros no acompañados o personas vulnerables a quienes se presenta como responsables de su situación por no haber sabido aprovechar las oportunidades de un sistema presentado como posibilista y meritocrático.

En su informe a raíz de la visita a España realizada durante los meses de enero y febrero de 2020 (A/HRC/44/40/Add.2) poco antes de la pandemia de la covid-19, el relator de las Naciones Unidas sobre los derechos humanos y la extrema pobreza, Philip Alston, cuenta cómo la palabra que más escuchó de parte de las personas con las que se entrevistó fue “abandonados”. Hoy día, a pesar de los intentos del presente Gobierno por crear un escudo social contra la pobreza, sigue habiendo millones de personas en nuestro país en situación de pobreza y exclusión social que se sienten abandonadas. Las cifras no mienten: el último informe sobre El estado de la pobreza de EAPN (seguimiento del indicador de la pobreza y la exclusión social en España 2008-2020) habla de un enorme crecimiento de la privación material severa y del aumento del riesgo de pobreza (AROPE), que en nuestro país habría alcanzado a un 21% de la población. Los informes de la Fundación FOESSA o de la Asociación Estatal de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales denuncian las importantes carencias todavía existentes en materia de garantía de protección social y que acaban resultando en vulneraciones de derechos humanos.

Una de las reflexiones que más se repiten en los informes de los relatores es que la pobreza no es resultado del infortunio o de la fatalidad, sino consecuencia de decisiones políticas. La ciudadanía como sujeto político y los ciudadanos y ciudadanas como seres humanos y titulares de dignidad y derechos inalienables deben empoderarse como tales y exigir de sus gobiernos decisiones y actuaciones conducentes a sociedades libres del temor y de la miseria.

La falta de decisiones políticas para acabar con la pobreza, junto con la estructura económica mundial caracterizada por la globalización neoliberal hegemonizada por las finanzas provocan que la pobreza siga existiendo, a pesar de los avances de la medicina y la tecnología, así como los incrementos de renta y riqueza habidos desde la Declaración de 1948. La pobreza aparece como invencible, pero no debe ser así ni mucho menos. Su existencia es el incumplimiento de un derecho humano y un fracaso del orden económico actual.

Carlos Berzosa fue rector de la Universidad Complutense de Madrid, es vicepresidente de la Federación de asociaciones para la promoción y defensa de Derechos Humanos y presidente de CEAR; Emilio José Gómez Ciriano es profesor titular de Trabajo Social de la Universidad de Castilla-La Mancha, y responsable de Derechos Humanos de Justicia y Paz; Francisca Sauquillo Pérez del Arco es abogada y presidenta de honor de la ONG Movimiento por la Paz-MPDL.

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