Liberémonos todos

¿Qué es esto, de repente, de los liberados sindicales? Liberados eran hasta ahora los que salían vivos de un secuestro previa acción meritoria de las fuerzas de seguridad -verbigracia Ortega Lara- o vergonzante pago del rescate por un gobierno resignado -verbigracia los pescadores del Alakrana o los turistas humanitarios del Ayuntamiento de Barcelona-. Liberados eran también los miembros de tal o cual comando a los que ETA dedicaba en exclusiva a cometer atentados. Aunque ya veremos hasta dónde llega el 29 la coacción de los piquetes informativos, es obvio que los de UGT y CCOO se identifican más con el primer ejemplo que con el segundo. Lo cual ya es suficientemente grave.

Las palabras nunca son neutrales y a menudo adquieren su verdadero significado a través de sus antónimos. ¿Qué es lo opuesto a alguien que está liberado? Pues alguien que está encadenado, esclavizado, alienado, sometido. Un prisionero, un penado con la bola a rastras y la piedra a cuestas, alguien sujeto por una argolla física o mental, un pringado en suma. Así es como ven los liberados sindicales, mirándoles por encima del hombro, a sus desdichados compañeros obligados a fichar y a cumplir con su jornada laboral.

Ese sigue siendo el primer axioma del libro gordo de Petete del sindicalismo del pleistoceno que aún prevalece en España: trabajar es malo y no digamos si es por cuenta ajena. ¡Explotación, plusvalía, maldito capitalismo! Basta ver los vídeos de UGT. Peste de empresarios, carroña de directores de negociado, hez y estiércol de jefes de personal, mugre de banqueros concertados con los demás para engañar al pueblo con caramelos envenenados: «Los mismos que nos dieron facilidades para endeudarnos ahora nos atacan por haberlo hecho», dice uno de los rótulos sobreimpresos.

Un liberado es, pues, un emancipado, el ser superior que rompe sus cadenas, quiebra los barrotes y revolotea feliz como un pajarillo por el jardín de las Hespérides del cobrar sin trabajar. Son las partidas de cartas y de dominó en el bar de la esquina, las copas de anís y de coñac, el palillo entre los dientes y el rascarse la barriga en toda hora y situación. La vuelta al estado de naturaleza, antes del homo homini lupus patronal. Ganarás el pan con el sudor del de enfrente. Pero siempre por el bien de los demás, por los derechos de los trabajadores, por el progreso de la clase obrera, por el fin de la opresión.

¿Quién dijo que «el trabajo nace con la persona/ va grabado sobre su piel/ y ya siempre le acompaña/ como el amigo más fiel»? Debió de ser un cantante franquista. ¿Qué es eso de que «arrastrar la dura cadena/ trabajar sin tregua y sin fin/ es como una condena/ que nadie puede eludir»? Supersticiones, consignas, supercherías para el consumo de los dóciles y adocenados. Resignación cristiana, el pecado original, el opio del pueblo. Algo ajeno a la vanguardia del proletariado.

Algunos compañeros les miran con indignación, otros con envidia. ¡Fíjate que bien que se lo montan! Les pagan por no hacer nada, cobran por guardias que nunca cumplen, piden el cambio virtual de turno para quedarse con el plus de nocturnidad que sólo devengan en el bar o la discoteca, engarzan la actividad sindical con las vacaciones de modo que todo el año es carnaval. Y algunos, ni siquiera eso. Están en la nómina pero nunca nadie les ha visto la cara en el taller o en la oficina. Tampoco bajo la pancarta. No van ni a los actos del 1 de Mayo, que cae en festivo y hay que descansar. Esperanza Aguirre dice que cuando le montan un pollo por cefas o nefas jamás se ha topado con más de 200 juntos y al acto de solidaridad con Garzón -otro que se liberó y de qué manera durante su año en Nueva York- hubo que convocarlos por escrito para cubrir el cupo de acarreados previsto por el sindicato. Los liberados ya no son lo que eran. Hay mucho absentismo, mucho escaqueo, mucha economía sumergida en esto del pasar por caja a cambio de dejarse la piel al servicio de la causa.

¿Cuántos son? Ah, secreto de Estado, confidencial, top secret. La lideresa nos ha dejado boquiabiertos al hablar de casi 3.500 sólo en la Comunidad de Madrid y al parecer se ha quedado corta. El Sindicato de Funcionarios (CSIF) lo ha corroborado. A partir de ahí no es difícil hacer extrapolaciones. La Junta de Andalucía admite que tiene 1.800 pero sotto voce se reconoce que rondan los 8.000. Todavía estamos riéndonos de la respuesta oficial del Ministerio de la Presidencia cifrando en 499 el total de la Administración Central del Estado. ¿Con qué sistema de cómputo? Cualquiera diría que De la Vega se ha vuelto tan condescendiente con la vagancia ajena como exigente con la dedicación propia. Por lo menos tiene que haber 10 o 15 veces más.

¿Y en el sector privado? La CEOE habla de 4.700 en toda España, pero también se queda deliberadamente corta. No tiene el menor interés en que se hable de eso. Hay mucho conchabeo entre patronal y sindicatos, muchos pactos inconfesables para sustituir incrementos salariales u otras ventajas para el conjunto de las plantillas por más horas sindicales y un mayor cupo de liberados. ¡Ah, los agentes sociales! Si la CEOE no funcionara como un tercer sindicato, Díaz Ferrán no podría seguir atrincherado en la sede de Diego de León como si fuera el palacio de Gamsajurdia, aquel fulano empeñado en continuar siendo presidente de Georgia cuando ya todos le habían abandonado.

La única cifra incontestable son los 18.000 que había el jueves de hace dos semanas en el acto de la Plaza de Vistalegre. Algunos podían ser asalariados de las propias centrales y digo yo que más de un parado se debió dejar caer por allí, pero la inmensa mayoría eran liberados. ¿Quiénes si no pueden permitirse el lujo de dedicar la mañana de un día laborable a servir de claque y de atrezo a la puesta en escena del calentamiento de la huelga general? El hombre del común se quedó atónito. Por primera vez en 35 años de transición y experiencia democrática un acto así no se celebraba ni en festivo ni a última hora de la tarde. Y el recochineo de los compañeros fue lo que más les dolió a las personas cabales con ideas de izquierdas y valores solidarios: «¡Mira, mira… cómo se lo pasan defendiendo nuestros derechos!».

Nunca una institución había cometido un error tan monumental en su política de imagen. En un país con cuatro millones y medio de parados casi 20.000 fulanos hacían alarde de que a ellos les pagan por venirse de excursión a Madrid. ¡Cuántos desempleados sin horizonte no estarían dispuestos a trabajar de verdad de sol a sol a cambio de esos sueldos! No fue el único ejemplo de obscenidad que podemos encontrar en la vida pública española, pero sí uno de los más degradantes.

CCOO y UGT tienen muy fácil acabar con todas estas cábalas, suposiciones y fantasmas. Sólo ellos saben de verdad cuántos liberados tienen en toda España. Si son 5.000 o más bien 50.000, como yo me barrunto. La otra noche en La Vuelta al Mundo José Antonio Alonso dijo que para la dimensión de la economía española una cifra así no le parecería mal. ¡Sí, sí, 50.000! Pero insisto: Méndez y Toxo no tienen más que comparecer públicamente, dar una cifra, desglosarla por comunidades y sectores y ofrecer todo tipo de facilidades a quien quiera comprobarla. Es lo mínimo que cabría pedir a quienes reciben tantos recursos del Estado y basan su actividad en el ejercicio de derechos constitucionales básicos. En paralelo, el Ministerio de Trabajo tendría la obligación de aportar esos datos -o de recabarlos si no los tiene- para saber a qué atenernos, sobre todo en términos de coste; no vaya a ser que, en efecto, la factura de los liberados duplique o triplique lo que se pretende recaudar con la subida del tipo máximo del IRPF.

El fondo filosófico del asunto no cambia en todo caso un ápice porque sean muchos o muchísimos. Un solo liberado a tiempo completo ya supondría un mal ejemplo y un agravio comparativo para los demás trabajadores y no digamos nada para quienes buscan empleo. Cuestión distinta es que los miembros de los comités de empresa deban contar con «los permisos retribuidos que sean necesarios para el adecuado ejercicio de su labor… siempre que la empresa esté afectada por la negociación». Eso es lo que literalmente decía la Ley Orgánica de Libertad Sindical del 85. Fue el nefasto decreto que en la primavera del 95 vino a refundir el Estatuto de los Trabajadores el que fijó un escalado de hasta 40 horas mensuales -aproximadamente el 25% de la jornada- según el número de empleados.

¿A qué pueden dedicarse esas 40 horas mensuales por delegado fuera de la época de negociación del convenio si la inmensa mayoría de los trabajadores no quiere saber nada de vida asociativa sindical? Treinta y cinco años de experiencia laboral en medios de comunicación me han enseñado que en casi todos los casos los representantes sindicales renuncian a buena parte de este tiempo y se esfuerzan para que la tarea en pro de sus compañeros no merme su dedicación profesional. Supongo que así ocurrirá en muchos otros sectores.

El cáncer no está, pues, en la base de la legítima y necesaria actividad sindical sino en esa aristocracia de holgazanes que se beneficia de una disposición tan absolutamente infumable como la de permitir acumular las horas de todos los representantes sindicales y financiar con ellas a tantos liberados como sea posible, incluidas personas ajenas a los comités. Ese fue uno de los precios que pagó el felipismo para que los sindicatos siguieran mirando para otro lado en aquellos meses críticos de hace 15 años en que EL MUNDO publicó las revelaciones de Amedo, descubrió las escuchas del Cesid y dio cuenta del hallazgo de los restos de Lasa y Zabala.

El sistema se ha pervertido aún más mediante la elevación de esas 40 horas, a veces hasta el doble, a través de los convenios y sobre todo de los acuerdos bajo manga. El CSIF asegura que así se pactaba la paz social en Madrid durante los mandatos de Leguina y Gallardón. Y el resultado lo refleja bien el testimonio de uno de nuestros comunicantes: «En la Administración donde trabajo hay tres liberados. Uno por cada 100 trabajadores. Y nos envían un correo electrónico mensual. Incluso dos si hay una huelga general convocada. Entiendo que necesiten siete horas y media diarias para ello».

Ironías al margen, la cuenta atrás hacia el 29-S es el momento idóneo para debatir a fondo este flagrante abuso, tan escarnecedor en tiempos de crisis. Ya que poco o nada se puede esperar del PSOE a este respecto, es hora de que el PP se moje -ahí te quiero ver, Rajoy- y se alinee claramente con Aguirre y Feijóo frente a la condescendencia cómplice de Gallardón, proponiendo cambios legislativos y comprometiéndose a incorporarlos a su programa electoral.

Otrosí habría que decir sobre el sistema puesto en la picota esta semana por Expansión mediante el que UGT y CCOO llevan embolsándose 240 millones en tres años a costa de los expedientes de regulación de empleo. O sobre el agujero negro de los cursos de formación, de nuevo a pachas con la patronal. O sobre los delegados fantasma que al modo de las manos muertas de la Rusia zarista siguen engordando las listas que dan derecho a subvención mucho tiempo después de que sus empresas hayan quebrado.

En definitiva, que yo ya tengo el estribillo de mi himno para ese día en que el último poder fáctico que nos queda como prolongación sociológica del franquismo pretende arrastrarnos al abismo de sus falacias: «Liberémonos todos/de la farsa total/ y se alzan los hombres con valor/ ante el poder sindical». Seguro que les suena, aun sin haber pasado por Rodiezmo.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.