Libertad de elegir

Hoy empezaremos con un ejercicio.

Piensen en las siguientes situaciones y alternativas: Primera, están en el supermercado y les atraen dos posibilidades: pechugas de pollo a 4 euros y langosta a 120.

Segunda, pensando en la vivienda tienen que escoger entre un piso de 60 metros cuadrados en un barrio obrero (vale 120.000 euros) y una casa de 400 metros en Sant Cugat (coste: 3 millones).

Tercera, su hijo tiene que hacer un máster en Administración de Empresas. De nuevo dos alternativas: Autònoma a 10.000 o Iese a 75.000 euros al año.

Cuarta, se rompen una pierna y el médico les dice que hay dos procedimientos: la tradicional escayola que le cura en tres meses (con un coste de 30 euros) o unas gotas mágicas que se acaban de inventar que suelda el hueso en tres horas (10.000 euros).

Quinta, le han diagnosticado un cáncer y aquí también hay dos tratamientos: la radioterapia tradicional de 35 sesiones durante seis meses y una probabilidad de supervivencia del 80% (coste del tratamiento: 500 euros), la radioterapia de dosis única de última generación con una probabilidad de supervivencia del 90% (con un coste de 20.000 euros).

La pregunta para ustedes no es qué escogerían en cada caso sino quién debe tomar la decisión: ¿ustedes o el Gobierno?

Si la toman ustedes mirando sus preferencias y sus presupuestos, seguramente escogerán más o menos lo que les interesa. Si, por el contrario, decide el Estado, a menudo se equivocará, porque, para no discriminar, va a establecer las mismas reglas para todos y no van a entender que, a igualdad de ingresos, uno puede querer gastar mucho en langosta cada día y otro pueda preferir tener una casa más grande o pagar unos estudios más caros a sus hijos.

En la España actual, está ampliamente aceptado que las compras del supermercado y las decisiones sobre vivienda las tomen ciudadanos. Eso sí, para garantizar que todo el mundo pueda comer y tenga una vivienda mínima, el Estado hace una redistribución previa a través de un sistema fiscal progresivo y de algunos subsidios. El tema educación es un poco más complejo: el Estado obliga a todos a estudiar hasta los 16 años y proporciona escuelas públicas y concertadas semigratuitas. La asistencia a la universidad, por su lado, es voluntaria, aunque el Estado también proporciona opciones subsidiadas.

Finalmente, el tema más peliagudo: la salud. La opinión pública mayoritaria española no acepta que las decisiones sobre salud las tomen los ciudadanos sino que piensa que debe ser el Estado. Y así es como está organizado el sistema sanitario público. El problema es que, dado que el Estado debe pagar la factura de todos (con nuestros impuestos, eso sí), a menudo el mejor tratamiento es financieramente inviable: las gotas mágicas que sueldan el hueso en cuestión de horas y el tratamiento de radioterapia de dosis única son demasiado caros para administrarlos a todos los ciudadanos, por lo que todos acaban con el tratamiento de menos calidad. ¿Todos? ¡No! El sistema español permite que los ricos paguen de su bolsillo (o del bolsillo de su mutua) otros médicos y otros tratamientos más caros en clínicas y hospitales privados o del extranjero. Es decir, el sistema sanitario español garantiza una calidad mínima para todos y deja que los ricos elijan libremente el tratamiento.

¿Por qué les explico todo esto? Pues porque el Senado norteamericano está debatiendo la propuesta de Obama de reforma del sistema sanitario. En la actualidad, en EE. UU. existen dos sistemas de sanidad pública: el primero, llamado Medicaid, es para los ciudadanos con rentas bajas y al que están acogidos 40 millones de personas. El segundo, llamado Medicare, es para los jubilados y a él se acogen otros 41 millones de norteamericanos. El resto de las familias puede contratar voluntariamente seguros privados. De hecho, la mayoría de las empresas ofrece seguros médicos como parte de la compensación a sus trabajadores. Al ser voluntario, hay unos 47 millones de personas que deciden no comprar seguro. Una parte importante de ellos son jóvenes de entre 18 y 35 años que renuncian al seguro de la empresa a cambio de un salario más alto. Ya se sabe: los jóvenes piensan que ellos nunca estarán enfermos y prefieren utilizar el dinero en coches o casas. Dicho esto, también existe una bolsa de ciudadanos de rentas bajas que no son suficientemente pobres para poder acogerse a Medicaid pero que no tienen suficiente dinero para comprar un seguro privado. Y ese es el principal problema que el plan Obama intenta solucionar. Para ello, propone dos cosas. Primera, un sistema de subsidios para que las familias de menos rentas puedan comprar un seguro privado. Segunda, un seguro público que, al competir con las aseguradoras privadas, contribuya a reducir precios y a permitir que los pobres tengan acceso a algún tipo de seguro. Una tercera propuesta del plan intenta impedir que los ciudadanos enfermos que cambien de aseguradora pierdan la cobertura que tenían con la aseguradora anterior.

No sabemos cómo será la ley que finalmente apruebe el Senado ni las distorsiones que los subsidios y los seguros públicos van a crear. Lo que sí sabemos es que el sistema sanitario norteamericano no será como el español, donde el Estado decide por los pobres mientras que los ricos deciden por sí mismos. La propuesta de Obama es parecida a la que los españoles tienen para alimentos o vivienda: primero el Gobierno redistribuye rentas y da subsidios y, después, todos los ciudadanos, pobres y ricos, tienen libertad de elegir.

Xavier Sala i Martín, Columbia University, UPF y Fundació Umbele.