Libertad de expresión

Resulta una obviedad para quien lleva tantos años escribiendo en los periódicos declarar respeto por la indiscutible libertad de expresión que, según Salman Rushdie, es un bien escaso, y probablemente por ello nos aclara: «Sería terrible dejar a los fanáticos marcar sus límites». Rushdie padeció a esos fanáticos. La publicación de su novela «Versos satánicos» en 1988 llevaría a su condena a muerte en un edicto religioso, o fatwa, que decretó el ayatolá Jomeini por su supuesto contenido blasfemo para el islamismo. El escritor vivió años escondiéndose y bajo protección.

En sus páginas sobre España, un desencantado Orwell, combatiente del trotskista POUM en el frente de Aragón durante la Guerra Civil, que estuvo a punto de morir asesinado por los comunistas, escribe: «Todos creen en las atrocidades del enemigo y no en las de su bando, sin preocuparse de las pruebas», concluyendo que «la verdad se convierte en mentira si la expresa el enemigo». Esta realidad orwelliana es la que padecemos con nuestra llamada «memoria histórica» que cierta izquierda, encabezada por el PSOE, quiere someter, desde el fanatismo, a una nueva vuelta de tuerca, atentando contra la libertad de expresión; otra amenaza inquisitorial. Tras su aventura española Orwell dedicó páginas definitivas a desenmascarar el totalitarismo, como sus novelas «Rebelión en la granja» y «1984».

Quienes acosaron a Rushdie limitando su libertad de expresión y llevaron a Orwell a denunciar la mentira disfrazada de verdad, demuestran parecido fanatismo que quienes confunden esa libertad con una patente para trampear las leyes. A veces tal situación desemboca en sentencias que, por más que se respeten y acaten las decisiones judiciales, no dejan de resultar llamativas.

España es un Estado democrático de Derecho en forma de Monarquía parlamentaria, es aconfesional por lo que respeta la diversidad de credos, y los derechos y libertades de sus ciudadanos están garantizados. Sobre estas realidades se alza a menudo una libertad de expresión entendida de manera expansiva que no siempre se comprende. Pienso en la absolución de quien lideró el asalto a la capilla de la Universidad Complutense en 2011 o en quienes quemaron fotografías del Rey en 2007 amparados por una reciente sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Se produjo un efecto llamada tanto en los ataques a iglesias, los últimos en forma de groseras pintadas el pasado 8 de marzo, como en la reiterada quema de fotos del Rey, agravada tras esa decisión del Tribunal de Estrasburgo del pasado 18 de marzo. Parece que algunos tratan de justificar cualquier desmán en la libertad de expresión.

En este último episodio destacó la actuación del magistrado Luis López Guerra, que había llegado al Tribunal de Estrasburgo en 2007 por decisión de Zapatero y antes de esa última sentencia ya poseía un antecedente chocante como representante español al ser uno de los magistrados que en 2013 condenaron a España por la llamada «doctrina Parot», de la que discrepaba un grupo minoritario de juristas al que él pertenecía, según testimonio de su antecesor Javier Borrego, lo que supuso la puesta en libertad, entre otros criminales, de más de sesenta etarras. López Guerra había sido secretario de Estado de Justicia en el primer Gobierno Zapatero. La controvertida puerta giratoria conduce a situaciones que los ciudadanos reciben con alarma.

Sobre el respeto debido a los símbolos nacionales, si usted, lector, viaja por esos mundos y, cruzados los cables, se le ocurre ofender a una bandera del país que visita, quemar una foto de su Jefe de Estado o injuriarlo públicamente, o atentar contra los sentimientos religiosos de cualquier credo irrumpiendo violentamente en un templo, estará cometiendo un delito que en muchos Estados conlleva penas desde cuantiosas multas a años de cárcel. Nuestro Código Penal contempla como delitos los ultrajes a España y a los símbolos nacionales, las injurias y calumnias al Rey y otros miembros de la Familia Real, incluso la utilización de la imagen del monarca «de cualquier forma que pudiera dañar el prestigio de la Corona». Si se producen hechos notoriamente incursos en estos delitos, suele esgrimirse el socorrido paraguas de la libertad de expresión.

En España hemos asumido el relativismo del todo vale. Es impensable que en cualquier otro país serio con tradición democrática representantes de la soberanía nacional acudan al Parlamento en vaqueros y playeras o que un líder político comparezca de parecida guisa a una audiencia con el Jefe del Estado. No sería admitido. Lo que se busca es devaluar y retar a las instituciones, no «normalizarlas». Alguno de estos líderes desaliñados asiste con esmoquin a actos sociales, para él al parecer más importantes. La libertad de expresión –en este caso desde la indumentaria– a veces no es inocente.

La libertad de expresión no debería entrar en colisión con el Código Penal. España tiene sus leyes que todos debemos cumplir e incumplirlas supone afrontar las consecuencias. No tienen ya dudas sobre ello los golpistas del independentismo catalán que confiaban en apaños políticos para burlar el peso de las leyes ante delitos muy graves, porque confunden los votos con la impunidad. Los independentistas siguen pidiendo soluciones políticas desterrando la acción de la justicia. También esgrimen la libertad para expresar sus ideas. Nada que objetar, pero no se persiguen las ideas, se persiguen los delitos. La independencia del Poder Judicial es un puntal del sistema y si no fuese así supondría una quiebra del sistema mismo.

El nuevo leninismo –aquel «Libertad ¿para qué» de Lenin al que Fernando de los Ríos respondió «Libertad para ser libres»– sacrifica dosis de libertad en beneficio del triunfo del proceso revolucionario, lo que supone una involución democrática. Los líderes populistas propusieron que los altos cargos del Poder Judicial «estuviesen comprometidos con el programa del Gobierno del cambio». Lo hicieron cuando su líder exigía la vicepresidencia en un hipotético Gobierno presidido por Sánchez. Y en la reforma de la Ley de Seguridad Ciudadana exigen, por ejemplo, que los actos violentos no sean causa para disolver manifestaciones y socavan la acción de los agentes de la autoridad. Invocan, cómo no, la libertad de expresión. Es la vieja trampa del radicalismo de izquierda de diferenciar una libertad «formal» de una hipotética libertad «real» que sólo es falta de libertad. La posverdad rampante. En esa espiral nuestro populismo rabioso –y no sólo él– esconde muchas veces sus acciones tras la libertad de expresión, naturalmente reconocida para sus afines pero no para sus adversarios.

El fanatismo limita la libertad de expresión, pero sacralizarla y tratar desde ella de justificar lo injustificable es también una forma de fanatismo. Rushdie y Orwell, entre tantos otros, lo padecieron.

Juan Van-Halen, escritor y académico correspondiente de la Real Academia de la Historia.

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