Libertad de expresión

Las primeras veces que uno sufre la prohibición de hablar cuando desearía hacerlo se dan en la infancia, por definición vida privada; no encajan en la libertad fundamental del título. Apurando, una ligera ‘censura’ nos condiciona pronto en la vida social cuando el docente impone disciplina. Tampoco aquí cabe invocar la libertad de expresión, aun reconociendo cuán lejos llega Michel Foucault al equiparar el aula a otros lugares de disciplina: «La organización de un espacio serial […] ha hecho funcionar el espacio escolar como una máquina de aprender, pero también de vigilar, de jerarquizar, de recompensar». Si nos preocupa el sinuoso regreso de la censura a las sociedades libres del siglo XXI, forzoso será entender que control social y gobierno ya no van siempre necesariamente de la mano. En nuestras democracias, el control social no lo ejercen las instituciones políticas en mayor medida que una nutrida red de espontáneos reales y supuestos.

A los catorce años me sumé a la campaña en favor de Albert Boadella que llenó Barcelona de pegatinas con un esbozo de máscara, la boca atravesada por un brochazo rojo, bajo el lema (helo aquí) «llibertat d’expressió». Habían sometido a la compañía Els Joglars a consejo de guerra y su director estaba preso en la cárcel Modelo, uno de esos panópticos, por cierto, a los que tanto jugo sacó Foucault. Boadella se fugó desplegando recursos de héroe de película. Creo que si el film no se ha hecho es porque el protagonismo recaería sobre el único artista consagrado del lugar que mantuvo, contra el nacionalismo, la llama de la Cataluña perdida, tan movilizada por las libertades y derechos democráticos. Tan apegada entonces a la libertad que nos ocupa, principio fundacional de cualquier sistema democrático merecedor de tal nombre. Más aún, característica de cualquier entorno tolerante del pasado.

La imposición de la censura por reglamentaciones explícitas del poder político pasó afortunadamente a la historia hace cuarenta y cinco años para los españoles. Muchos más para otros países occidentales. Y sin embargo, la censura ha regresado disfrazada. Lo ha hecho de la mano de una izquierda que combina magistralmente el discurso de la rebeldía con la ostentación del poder. Del poder político en muchos casos, como el español, y desde luego de ese poder superior que es la hegemonía cultural. Solo desde esta insólita pero efectiva ocupación de todo el espacio disponible se puede seguir siendo oposición mientras se ocupan sillones ministeriales. Y solo la hegemonía, que establece los marcos de interpretación, explica que nos resulte natural ver a la vicepresidenta del Gobierno exigiendo en la calle medidas a su gabinete.

Tanto se ha crecido la izquierda occidental con todas estas facilidades -que solo nosotros le damos al aceptar sus premisas- como para normalizar la práctica de la cancelación en el mundo libre. Nótese que cancelar no solo tiene efectos directos sobre el autor, el libro, el conferenciante, el cineasta o el artista proscrito. Sus efectos más devastadores son indirectos: el silencio de la élite intelectual, política, empresarial, sobre ciertos temas que los hegemónicos han decretado indiscutibles. O bien la expresión por parte de esas mismas élites de mantras o lemas de los que internamente se discrepa, o sobre los que simplemente cualquiera desearía poder debatir antes de formarse una opinión. Así, la espiral del silencio, que vi formarse y crecer en Cataluña durante muchos años y que solo rompimos con gran dificultad los incapaces por naturaleza de tragar con el nacionalismo, se reproduce como mecanismo represivo y alcanza a cualesquiera cuestiones sobre las que la izquierda haya dictado dogma. Esas cuestiones son muchas porque, a su parecer, todo es política.

Con las élites en tan lamentable estado, unos mintiendo para no desentonar y no ser marcados como viles reaccionarios, otros callando por si las moscas, ¿dónde está la diferencia entre las imposiciones de la cultura ‘woke’ y las de una dictadura? En ambos casos se conculca la sagrada libertad de expresión, que solo debería estar limitada por leyes democráticas pendientes de los eventuales perjuicios injustos a terceros, y con interpretaciones judiciales tendentes a favorecer el principio. En ambos casos el debate público se reduce a su mínima expresión y se deja a los valientes y a los temerarios. Y ahora vamos con las diferencias: si la dictadura política no es de izquierdas, el disidente se llena de prestigio. Con suerte, algún día podrá sacar incluso provecho. Si la dictadura es de izquierdas, como Cuba o Venezuela, el discrepante se juega la integridad dentro y, llegado el caso, es recibido fuera con recelo por los ‘hegemones’. Otra diferencia: sin dictadura política, pero bajo la cultura ‘woke’, quien pretenda no ya negar sino matizar alguna de las causas intocables (el aborto, la emergencia climática, la autodeterminación de género…) no ira a la cárcel, pero quedará etiquetado, perderá oportunidades de promoción profesional, se le vetará en las universidades, se le descartará de entrada por el jurado de cualquier premio, se agotará en sus intentos de dialogar con autómatas suscritos al grito y la consigna.

Que el Gobierno ruso acuse a este diario de censura es una broma de mal gusto: lo único que hay es una dictadura proyectando sus defectos en el prójimo. Que aquí y ahora sea imposible debatir serenamente sobre un alto y creciente número de asuntos es, sin más, la degeneración voluntaria de una democracia, el fruto amargo de una educación que prepara a los jóvenes para la intolerancia.

Juan Carlos Girauta

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