Libertad de expresión y respeto al otro

A vueltas con Mahoma. Esta vez han sido un vídeo casero obsceno y chabacano sobre la vida del profeta y unas viñetas jocosas en una revista satírica francesa. De nuevo se repite el mismo escenario de hace unos años. Por una parte, las provocaciones mediáticas sobre la figura y vida de Mahoma y, por ende, sobre el islam, que son el reflejo de una islamofobia latente en ciertos sectores; y por otra, las respuestas violentas, fanáticas y sangrientas ante aquellas, orquestadas por una manipulación política de los sentimientos religiosos más viscerales de las personas.

En el debate político y social del Occidente democrático se enarbola la bandera «sagrada» de la libertad de expresión, el ejercicio de un derecho humano universal frente a sociedades sin derechos, pobres y oprimidas, que han sufrido una marginación histórica tras ser ocupadas y colonizadas. En las sociedades islámicas se acude a las posturas ortodoxas del islam, según las cuales está prohibida la reproducción de imágenes de Mahoma, y mucho más su sátira o burla, en cuanto símbolo «sagrado» del islam.

Sin embargo, las reacciones violentas contra intereses y personas occidentales no son simplemente una cuestión religiosa o cultural, sino que tienen un fuerte componente político. Ni son reacciones espontáneas. Detrás de las mismas existe todo un orden ideológico estructurado, que manipula y agita, con cierto matiz trágico, lo que para millones de personas en el mundo es sagrado y no simplemente una mera caricatura.

En el mundo occidental moderno, la libertad de expresión -al igual que otros derechos de libertad- ha tenido históricamente y tiene una fundamentación clara: ha de ser ejercida como límite al poder. Límite para denunciar y controlar las arbitrariedades en las que todo poder puede caer una y otra vez. Todos los derechos de libertad surgen en el origen de la modernidad para limitar a los poderes establecidos tras el pacto social. Se trata de salvaguardar unos espacios de libre actuación de todos los seres humanos en los que los poderes políticos, económicos o religiosos establecidos no pueden interferir, y sin los cuales los grandes avances de la humanidad no se habrían producido.

La libertad de expresión es un derecho universal. Pero su función es luchar contra los abusos del poder político o económico y contra la intolerancia de los poderes religiosos establecidos. En ningún caso lo es provocar enfrentamiento, odio y hostigamiento entre culturas y credos diferentes, ni criminalizar a algunos de ellos en sus símbolos sagrados. Esto sería, sin más, un exceso en su ámbito de aplicación; e incluso en muchas legislaciones penales está tipificado el delito de incitación al odio racial o religioso, más allá del obvio delito de injurias.

En este tipo de agitaciones mediáticas sobre Mahoma y el islam se está enfrentando el derecho a la libertad de expresión con el principio universal de igual respeto a las culturas o credos diferentes, en un momento especialmente crítico para el tema de la identidad y de los conflictos culturales o religiosos. Un momento en el que la regresión identitaria o culturalista por el color de la piel, la pertenencia a la patria o la religión transmitida invaden el debate político y las relaciones internacionales, ocultando la verdadera realidad de la desigualdad socioeconómica entre los pueblos y las personas. Ante un futuro incierto y un presente ansiógeno, lo fácil es volver la mirada al pasado, algo que saben muy bien los fundamentalismos de cualquier tipo.

En este contexto se debería extremar la prudencia para no tratar el tema de las identidades culturales y religiosas con posturas intransigentes o dogmáticas. Un uso irresponsable y provocador de la libertad de expresión puede tener graves consecuencias en el ámbito de las relaciones internacionales, a la vez que conlleva el peligro de hacer fracasar las propuestas de diálogo entre culturas y religiones que en diferentes foros continentales, regionales o locales se están llevando a cabo.

Sin caer en la mistificación del diálogo, tampoco hay que dejarse llevar por posturas ingenuas ni de buenismo político. El peor enemigo del diálogo, de la comprensión y la solidaridad entre diferentes credos y culturas no es el conflicto, casi siempre inevitable y constante, sino la gestión frentista y jerárquica del mismo.

María José Fariñas Dulce, Profesora de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid.

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